8

EN CUANTO FRAN SE ENCONTRÓ bien, se levantó, se vistió y se preparó para coger el tren de Hatton hasta Nanu Oya, la estación más cercana a Nuwara Eliya. Había enviado su equipaje directamente a Colombo, y el señor Ravasinghe le había prometido llevarla personalmente en coche a Colombo después de su pequeña excursión a Kandy. Fran planeaba volver a Inglaterra desde Colombo. Las dos primas se abrazaron cuando McGregor condujo el coche hasta la casa, murmurando que no era un maldito chófer. Gwen sonrió, pero iba a echar muchísimo de menos a su amiga.

—Ten cuidado, Fran.

Esta rio.

—¿Cuándo no lo tengo?

—Siempre. Te echaré de menos, Fran.

—Yo también te echaré de menos, pero volveré. El año que viene, tal vez.

Fran le dio un último abrazo a Gwen, subió al coche y, mientras McGregor rodeaba la colina y luego ascendía por esta, la saludó con la mano, asomada por la ventanilla, hasta que el coche desapareció tras la cima de la colina. Gwen recordó el desayuno, que habían tomado juntas, cuando, colorada hasta las orejas, le había confiado los celos que sentía por Christina.

Fran se había echado a reír.

—¿Tienes miedo de que Laurence no pueda resistirse a ella?

—No lo sé.

—No seas tonta. Es evidente que te adora, y no pondría en peligro vuestro amor por una americana que va maquillada como una puerta.

Gwen dio una patada a la gravilla del camino, hizo un gesto negativo con la cabeza y, esperando que su prima tuviese razón, se apresuró a volver a la casa para escribir a su madre. La marcha de Fran la hacía echar de menos su casa.

A la mañana siguiente, en cuanto Gwen se despertó, fue corriendo al baño y vomitó en el retrete. Debía de haberle sentado mal el condenado brinjal, o se habría contagiado de la enfermedad de Fran, aunque no le había mencionado que hubiese tenido vómitos. El culi de las letrinas no había llegado todavía, y cuando vomitó en el cubo de serrín, el olor la hizo tambalearse.

Tocó la campanilla para llamar a Naveena y, mientras la esperaba, abrió las cortinas para descubrir el cielo de verano, surcado solo por delgadas estelas de nubes ligeras. Esperaba que la lluvia no volviese hasta octubre, cuando comenzaría el segundo monzón del año. Contenta, aspiró con ganas el aire perfumado.

Naveena llamó a la puerta. Le traía dos huevos cocidos en una bandeja de ébano, con una cucharilla de plata y dos hueveras de porcelana.

—Buenos días, señora —la saludó.

—No puedo probar bocado. Acabo de vomitar.

—Debe saber que comer es bueno para usted. ¿Un huevo hopper?

Gwen negó con la cabeza. El huevo hopper consistía en una curiosa masa de galleta en forma de cuenco con un huevo cocido en el fondo.

La mujer sonrió y meneó la cabeza.

—¿No prueba el té de especias, señora?

—¿Qué lleva?

—Corteza de canela, clavo y un poco de jengibre.

—Y el mejor té Hooper, espero —añadió Gwen—. Pero, como te decía, acabo de vomitar. Creo que me sentaría mejor una taza de té normal, ¿no?

La mujer volvió a sonreír y se le iluminó la cara.

—Lo he hecho especialmente. Y es bueno para su estado.

Gwen la miró.

—¿Para el estómago revuelto? Mi madre siempre decía que cuanto más soso el plato, mejor.

La mujer no dejaba de sonreír, de asentir con la cabeza y de hacer gestos extraños con las manos, como si imitase a un pájaro aleteando. Gwen era incapaz de pensar en los criados como en personas sin sentimientos ni pensamientos, como hacía Florence, y a menudo se preguntaba qué se les pasaría por la cabeza. Era la primera vez que el rostro normalmente sereno de Naveena mostraba tanta emoción.

—Vaya, ¿qué pasa, Naveena? ¿Por qué me sonríes así?

—¡Ay, las señoras! La primera mujer del señor era igual. No mira su calendario, señora.

—¿Por qué? ¿He olvidado algo importante? Me visto en un periquete. Ya me encuentro mucho mejor. Fuera lo que fuese, ya se me ha pasado.

La mujer le trajo un calendario del pequeño escritorio donde Gwen guardaba las listas de tareas domésticas.

—Vamos a tener que preparar el cuarto del bebé, señora.

¿El cuarto del bebé? Sintió un calor repentino y un hormigueo en la cara mientras examinaba las fechas. ¿Cómo pudo habérsele pasado? Debió de ser el día después del baile, cuando Laurence se abrió a ella e hicieron el amor como es debido; o quizá la vez anterior. De todos modos, ¿qué importaba? Era la noticia que llevaba mucho tiempo esperando, aquello con lo que había soñado desde el momento en que vio por primera vez a Laurence y pensó: «ese hombre es el padre de mis hijos». Debería haberse dado cuenta. Tenía el estómago vacío, sentía una especie de languidez, ataques de hambre voraz y se notaba los pechos inusualmente llenos. Pero nunca había sido regular, así que no se lo había planteado. Y con Fran enferma, tenía tantas cosas de las que ocuparse que no había prestado atención. Ahora que lo sabía, estaba deseando decírselo a Laurence, y apenas podía contener la ilusión.

Todo había pasado tan rápido que se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba la habitación del bebé. Aunque parezca ridículo, todavía no había explorado toda la casa. Para empezar, estaba el estudio de Laurence, en la planta baja. Dos o tres veces había probado a tirar de la manija cuando lo estaba buscando, pero la habitación siempre estaba cerrada. Había vuelto a entrar en el dormitorio de Laurence para mirar la fotografía de la mujer rubia. Al darle la vuelta, vio que llevaba escrito el nombre de Caroline en el dorso. También había buscado el cuadro de Savi, pero no estaba a la vista. Y, por último, había explorado cinco dormitorios de invitados y dos baños, pero todavía quedaban las dos puertas cerradas que, supuso, debían de ser armarios para los trastos, una en el baño y otra en el pasillo. Había sido un descuido por su parte. Debería haber pedido que se las abrieran.

—¿Por qué no me enseñas la habitación del bebé esta mañana? —le dijo con una sonrisa a Naveena.

A la mujer se le entristeció la cara.

—No estoy segura, señora. No se ha tocado desde el día…

—Ya veo. Bueno, no me da miedo un poco de polvo. Insisto en que me la enseñes en cuanto termine de vestirme.

La mujer asintió con la cabeza y salió de la habitación.

Cuando Naveena volvió una hora más tarde, Gwen se sorprendió al ver que la llevaba directamente a la puerta cerrada del baño.

—Por aquí, señora. Tengo la llave.

Hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Entraron en un corto pasillo, más bien un pasadizo, que debía de discurrir en paralelo al corredor principal de la planta baja. Al fondo giraba a la izquierda y daba a otra habitación.

Una vez dentro, Gwen se quedó parada, como si hubiese echado raíces, incómoda. La habitación estaba a oscuras y el olor acre hacía que le picase la nariz.

Naveena abrió una ventana y después los postigos.

—Lo siento, señora. El señor no nos dejó tocarla.

Ahora que había luz, Gwen inspeccionó la habitación, y se sorprendió al ver unas telarañas tan densas que apenas se distinguía la pared tras ellas, y la gruesa capa de polvo salpicada de insectos que cubría los muebles, el suelo, la mecedora y la cuna. No habría podido decir a qué olía. A descomposición, sin duda; no era el olor que uno asocia con la habitación de un bebé, pero había más que eso: la habitación olía a tristeza, y no pudo evitar imaginarse las esperanzas destrozadas de Laurence.

—Oh, Naveena. Qué triste. ¿Cuánto tiempo hace?

—Doce años, señora —contestó Naveena, observando la habitación.

—Debías de tenerles cariño a Caroline y al pequeño Tomás.

—No hablamos de ello… —dijo, dejando la frase en suspenso.

—¿Fue el parto lo que hizo enfermar a Caroline?

El rostro de Naveena se ensombreció. Asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Gwen quería saber más, pero cambió de tema al ver el dolor de la anciana.

—Va a haber que hacer una buena limpieza —dijo.

—Sí, señora.

Gwen sabía que limpiar una habitación en Ceilán no se parecía en nada a limpiar una habitación en Gloucestershire. Aquí sacaban todos los objetos, y eso incluía las alfombras, los tapices y los pesados muebles, y lo apilaban todo en el césped. Mientras los criados limpiaban y desinfectaban la habitación, otro grupo de culis sacudía las alfombras y pulía los muebles. No se dejaba nada sin tocar.

—Cuando lo hayáis sacado todo, asegúrate de que lo quemen.

Gwen miró la pared del fondo. Al examinarla con más atención, se dio cuenta de que lo que en un principio había tomado por moho en realidad era un mural cuyos motivos apenas se distinguían. Se acercó y lo tocó. Una fina película de polvo le manchó los dedos.

—¿Puedes traerme un paño, Naveena?

La mujer le dio una gasa que llevaba en el bolsillo y Gwen limpió parte de la pared.

La escudriñó, trazando las imágenes con los dedos.

—Es un mundo de fantasía, ¿verdad? Mira: cascadas y ríos, y aquí, mira, justo aquí hay unas preciosas montañas y… un palacio tal vez, ¿o es un templo?

—Es templo budista cerca de Kandy. Lo pintó la primera mujer del señor. Cuadro es de nuestro país, señora. Es Ceilán.

—¿Caroline era artista?

Naveena asintió con la cabeza.

Gwen inhaló, contuvo la respiración un momento y exhaló rápidamente.

—Bueno, ¿a qué esperamos? Saquemos todo esto al jardín. Y creo que será mejor que tapemos el mural.

De camino a su habitación, Gwen pensó en Caroline. Se había esforzado tanto por decorar la habitación, y Gwen se preguntó qué partes de la elegante mansión serían cosa suya. Se arrepintió de la decisión precipitada de cubrir el mural. Tal vez pudiesen convencer al señor Ravasinghe de que lo restaurase, aunque iba a ser difícil, dada la antipatía irracional que Laurence sentía por el artista.

Cuando Laurence volvió a la hora de almorzar, en el patio ardía una hoguera en la que se quemaban los últimos muebles de la habitación del bebé.

—Hola —la saludó, entrando en el salón con aspecto sorprendido—. ¿Has encendido una hoguera?

Gwen lo miró y una amplia sonrisa le iluminó la cara.

—Cariño —dijo, dando una palmadita sobre el sofá en el que estaba sentada—. Siéntate. Tengo algo que decirte.

Al día siguiente, antes de que Verity partiese hacia el sur para pasar una temporada con una amiga en su piscifactoría, con planes de un posible regreso a Inglaterra tras la visita, su cuñada, Laurence y Gwen estaban sentados en la veranda, terminando de desayunar.

—Hay un caballo que estoy interesada en comprar —dijo Verity—. Echo de menos tener mi propio caballo.

Gwen no pudo disimular su sorpresa.

—¡Vaya! ¿Cómo puedes permitírtelo?

—Bueno, tengo mi asignación.

Laurence se giró hacia un lado para acariciar a uno de los perros.

—No pensé que fuese tan generosa.

Verity le sonrió con aparente dulzura.

—Laurence siempre ha cuidado de mí, ¿por qué iba a dejar de hacerlo ahora?

Gwen se encogió de hombros. Si Laurence seguía siendo tan generoso, su hermana nunca se marcharía.

—Pero querrás casarte y tener familia y casa propias, ¿no?

—¿Tengo que hacerlo?

Gwen no sabía qué pensar de Verity, pero cuando su cuñada se marchó, decidió hablar del tema con Laurence.

—Creo que no deberíamos dejar que Verity piense que puede quedarse a vivir con nosotros para siempre. Ella tiene la casa de Inglaterra.

Laurence exhaló un profundo suspiro.

—Es mi hermana, Gwen. En Inglaterra se siente sola. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Animarla a que viva su propia vida. Cuando llegue el bebé…

Laurence la interrumpió.

—Cuando llegue el bebé, estoy seguro de que espabilará y te resultará de gran ayuda.

Gwen hizo una mueca.

—No quiero que me ayude.

—Sin tu madre cerca, necesitarás a alguien.

—Preferiría pedírselo a Fran.

—Me temo que voy a tener que ponerme firme. Verity ya está instalada aquí, y no estoy del todo seguro de que, por muy encantadora que sea, tu prima sea la clase de persona que vas a necesitar.

Gwen contuvo las lágrimas y el enfado.

—No recuerdo que me consultases que Verity fuera a «instalarse» aquí.

A Laurence se le contrajo un músculo de la mandíbula.

—Lo siento, cariño, pero no te correspondía a ti tomar esa decisión.

—¿Y qué te hace pensar que Verity es la persona adecuada? No quiero su ayuda. Es mi bebé y quiero a Fran.

—Mejor dicho, es «nuestro» bebé. —Laurence sonrió—. A no ser, por supuesto, que sea el resultado de una especie de inmaculada concepción.

Gwen tiró la servilleta sobre la mesa e, incapaz de soportar la tensión, se levantó.

—¡No es justo, Laurence! ¡Te has pasado!

Fue corriendo a su habitación, se quitó los zapatos y, en un arranque de genio, los lanzó contra la pared antes de estallar en fuertes sollozos. Cerró las cortinas y las contraventanas, se quitó el vestido, se tumbó boca abajo sobre la cama y aporreó la almohada. Pasado un rato, al ver que no venía Laurence, se metió bajo la colcha y, sintiendo pena de sí misma, se cubrió la cabeza con ella, como hacía de niña. Pensar en su casa la hizo sollozar con más fuerza todavía y, hecha un ovillo, lloró hasta que le escocieron los ojos.

Recordó el día anterior, cuando le había preguntado a Naveena por qué no había sido el aya de Verity.

Naveena le contestó con una negación de cabeza.

—Mujer más joven. Más fuerte.

—¿Pero conoces bien a Verity?

Naveena meneó la cabeza.

—Sí y no, señora.

—¿Qué quieres decir?

—Esa mujer le traerá dificultades. Desde niña, siempre, siempre da problemas.

Ahora, al pensar en aquella conversación, Gwen deseó todavía más que Fran estuviese con ella cuando tuviese el bebé.

Algo más tarde, llamaron a la puerta y oyó la voz de Laurence.

—¿Estás bien, Gwen?

Se enjugó los ojos con la sábana, pero no dijo nada. No era justo, y Laurence la había hecho quedar como una idiota. Decidió no dirigirle la palabra.

—¿Gwendolyn?

Sorbió por la nariz.

—Cariño, siento haber sido tan brusco.

—Vete.

Oyó que sofocaba una risita y, a pesar de su decisión anterior, empezó a llorar y a reír al mismo tiempo.

Cuando Laurence abrió la puerta y se sentó en la cama, a su lado, Gwen le tendió la mano.

—Gwen, te quiero. No tenía intención de disgustarte.

Le secó la cara y empezó a besarle las mejillas húmedas, le quitó la camisola y la tumbó boca arriba. Gwen lo miró mientras se quitaba los zapatos y los pantalones. Era tan fuerte y tenía la piel tan bronceada por la vida al aire libre que siempre se excitaba al verlo desnudarse. Cuando se sacó la camisa por la cabeza, sintió un cosquilleo en los pechos y un vuelco en el estómago. El hecho de que no pudiese disimular lo mucho que lo deseaba parecía empujarle y avivaba los fuertes sentimientos de ella.

—Ven —dijo Gwen, incapaz de esperar, estirando los brazos hacia él.

Laurence sonrió y, por cómo la miró, supo que iba a prolongarlo. Le puso la cálida palma de la mano sobre la curva apenas perceptible de la barriga y empezó a acariciarla suavemente hasta que gimió. La besó justo allí y, con ligeros besos de mariposa, siguió hasta que su cabeza desapareció entre las piernas de Gwen.

Tenía razón, por supuesto. Lo prolongó, y al final, Gwen casi lloró de alivio.

Cuando sus padres discutían, era como si su padre nunca hubiese oído las palabras «lo siento». En vez de pedir disculpas a su madre, le preparaba una taza de té y le traía un bollito de pasas. Gwen rio en voz alta. Esto era mucho mejor que un bollo, y, si siempre iban a reconciliarse de esta forma, tal vez mereciese la pena enfadarse más a menudo.

Aparte de aquella discusión por Verity, Laurence era el marido más atento del mundo. «Solo espero un bebé», repetía Gwen, aunque en realidad estaba encantada de que se preocupase por ella y fuese tan cariñoso. En julio, después de una pequeña disputa sobre la conveniencia de viajar en su estado, fueron a Kandy con Christina y otro amigo, pero sin el señor Ravasinghe. Cuando Gwen le preguntó a Christina dónde estaba Savi, esta se encogió de hombros y le dijo que estaba en Londres.

La procesión fue inspiradora, aunque Gwen tuvo que agarrarse con fuerza a Laurence por miedo a que la pisotearan la muchedumbre o los elefantes. El aire olía a incienso y a flores, y tuvo que pellizcarse más de una vez para convencerse de que no era un sueño. Mientras Gwen se sentía bastante sosa con su vestido premamá, Christina estaba espectacular con uno de vaporosa gasa negra. A pesar de los continuos intentos de la americana de llevarse a Laurence a un lado, este no mostró interés y, tremendamente aliviada, Gwen pensó en lo tonta que había sido al pensar que su marido sería incapaz de resistirse a Christina.

Después del viaje, a pesar de las náuseas que experimentó durante varias semanas, estaba como en una nube. Laurence decía que estaba radiante y más guapa que nunca, y así se sentía. Verity no había vuelto a la plantación, y había ido pasando el tiempo. Hasta el quinto mes de embarazo, un día en que invitaron a Florence Shoebotham a tomar el té de la tarde, nadie le había comentado que había engordado. Puede que otros también se hubiesen fijado, pero fue Florence la que señaló que la barriga de Gwen parecía inusualmente grande y se ofreció a llamar al doctor Partridge.

Cuando, al día siguiente, John Partridge entró en la habitación de Gwen con la mano tendida, ella se mostró encantada de verlo.

—Oh, me alegro tanto de que seas tú, John —dijo, poniéndose en pie—. Espero que no sea nada.

—No tienes que levantarte —dijo, y mientras Gwen se sentaba al borde de la cama, le preguntó cómo se encontraba.

—Muy cansada y con mucho calor.

—Eso es normal. ¿Alguna cosa más que te preocupe?

Gwen colocó las piernas sobre la cama.

—Se me han hinchado un poco los tobillos.

El médico se atusó el bigote y acercó una silla.

—Entonces debes descansar más. Aunque seas una mujer tan joven, no creo que la hinchazón en los tobillos tenga ninguna gravedad.

—Tengo unas jaquecas terribles, pero eso no es nada nuevo.

El médico reflexionó, torciendo la boca, y le dio una palmadita en la mano.

—Es verdad que has engordado mucho. Creo que será mejor que te reconozca. ¿Quieres que venga una mujer a hacerte compañía?

—No, no hay nadie a quien pueda pedírselo. Solo está Naveena. Mi prima Fran volvió a Inglaterra hace tiempo.

Dejó escapar un profundo suspiro.

—¿Qué pasa, Gwen?

No supo qué decir. Laurence no cedía ni un ápice y seguía insistiendo en que Verity era la persona que debía ayudarla durante el parto y con el bebé. Aunque era la única espina que llevaba clavada, era grande y dolorosa. Al principio estaba muy contenta, pero a medida que pasaban los meses y se acercaba el parto, echaba cada vez más de menos a su madre. Necesitaba a alguien con quien se sintiese cómoda, y no soportaba que Laurence se empeñase en que Verity debía ser esa persona. Lo cierto era que no desconfiaba del todo de su cuñada, pero pensar que no iba a tener a nadie a quien quisiese y a quien poder recurrir la llenaba de dudas. ¿Y si el parto era difícil? ¿Y si no era capaz de soportarlo? Pero cada vez que le sacaba el tema a Laurence, este se mantenía en sus trece, y Gwen empezaba a pensar que se comportaba de forma irracional.

Suspiró y miró al médico.

—Es que Laurence ha invitado a su hermana a que me haga compañía y me ayude con todo. Ahora mismo está en la costa, pero puede que vuelva a Inglaterra y pase una temporada en la casa familiar de Yorkshire. Está alquilada, pero tienen un pequeño apartamento para uso personal.

—¿Preferirías tener el niño en Inglaterra, Gwen?

—No. Al menos, no en Yorkshire. No es eso. Es que… no quiero que Verity esté aquí.

Hizo una mueca y empezó a temblarle el labio inferior.

—No tienes de qué preocuparte. Tu cuñada te ayudará en todo, y puede que pasar algo de tiempo a solas con ella y con tu bebé os venga bien para conoceros un poco mejor.

—¿Eso crees?

—Sufrió mucho, ¿sabes? Creo que más que Laurence.

—¿A qué te refieres?

—Cuando murieron sus padres, era todavía una niña, y Laurence era como un padre para ella. El problema es que se casó poco después de morir sus padres y, por supuesto, Verity pasaba la mayor parte del año en el internado.

—¿Por qué no vino a vivir a la plantación cuando terminó el colegio?

—Se instaló aquí durante un tiempo y le encantó, pero todas sus amigas de la escuela estaban en Inglaterra. Creo que Laurence pensó que tendría una vida mejor allí. Así que, al cumplir los veintiún años, le regaló la casa de Yorkshire.

—Laurence cuida de ella.

—Y hace bien. Se rumorea que fue rechazada por la única persona a la que de verdad amaba.

—¿De quién se trata?

El médico negó con la cabeza.

—Todas las familias tienen sus secretos, ¿verdad? Quizás deberías preguntárselo a Laurence. Pero creo que a Verity le haría bien sentirse útil. Se sentiría mejor consigo misma. Y ahora, túmbate y te examinaré la barriga.

Cuando Gwen se tumbó boca arriba, el médico abrió su bolso de cuero y sacó algo parecido a una trompetilla. Gwen no estaba segura de que todas las familias tuviesen secretos y pensó en la suya propia, pero acordarse de sus padres solo sirvió para provocarle un ataque de nostalgia.

—Voy a auscultarte —dijo el doctor.

—¿Hay otros secretos de familia? —preguntó Gwen.

El médico se limitó a encogerse de hombros.

—¿Quién sabe, Gwen? Las relaciones humanas son de lo más misteriosas.

Gwen miró al techo y, mientras escuchaba los golpes y chirridos provenientes del piso de arriba, pensó en lo que le había dicho John sobre Verity. Él también levantó la vista.

—Están haciendo limpieza. Hoy toca la habitación de Laurence.

—¿Cómo estáis tu marido y tú, Gwen? ¿Ilusionados por ser padres?

—Por supuesto. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada en concreto. ¿Hay algún caso de gemelos en tu familia, o quizá en la suya?

—Mi abuela tenía una hermana gemela.

—Bueno, pues me parece que la razón por la que has ganado tanto peso no es ningún problema. Creo que puede que estés esperando gemelos.

Lo miró boquiabierta y preguntó, con voz entrecortada:

—¿En serio? ¿Estás seguro?

—No lo sé con toda seguridad, pero parece que es el caso.

Gwen miró por la ventana e intentó descifrar sus sentimientos. ¡Dos bebés! Era una buena noticia, ¿no? Un peludo langur estaba sentado sobre la mesa del desayuno, en la veranda, con un bebé agarrado a la barriga. El langur madre miró a Gwen con sus redondos ojos marrones. El esponjoso pelaje dorado le formaba una aureola en torno a la cara oscura.

—¿Hay algo que no deba hacer? —Notó que se sonrojaba—. Quiero decir con Laurence.

El médico sonrió.

—No te preocupes por eso. Es sano. Tendremos que mantenerte vigilada, eso es todo, y debes reposar siempre lo que necesites. No puedo enfatizarlo demasiado.

—Gracias, John. Estaba pensando organizar un pícnic junto al lago antes de que lleguen las lluvias. ¿Te parece bien?

—Sí, pero no te metas en el agua y ten cuidado con las sanguijuelas de la orilla.