31

GWEN ECHÓ A UN LADO la pesada cortina de brocado. Al mirar por la ventana de su apartamento del Hotel Savoy-Plaza, la primera mañana que pasaban en la gran ciudad, le sorprendió ver árboles y la orilla rocosa de un lago, que resplandecía bajo el sol de septiembre. No sabía qué esperaba ver, pero desde luego no esta mañana radiante ni un parque tan enorme en pleno centro de Nueva York.

Se giró para examinar la habitación. Le iba a costar acostumbrarse a la combinación de negro, plateado y verde satinados, pero decidió que le gustaban las formas geométricas y las líneas angulosas. Un gigantesco cuadro dominaba una de las paredes. No sabía muy bien cómo interpretar las manchas negras sobre un fondo color crema, que no parecían representar nada en particular, pero el cuadro le recordó a Savi Ravasinghe. Christina les había propuesto visitar su última exposición en una galería de Greenwich Village uno de los días que iban a pasar en la ciudad, pero a Gwen no le apetecía nada ir. La exhibición consistía en una serie de cuadros que mostraban a la población indígena de Ceilán trabajando; no sus habituales retratos de mujeres ricas y atractivas. Aunque Christina había elegido uno de sus lienzos para representar el té Hooper, Gwen decidió excusarse tras una de sus frecuentes jaquecas para no ir, y esperaba que Laurence se quedase con ella.

Libre del constante nudo en el estómago que sentía en casa, no pudo evitar dejarse llevar por el entusiasmo. En la radio sonaba la melodía Keep Young and Beautiful. Le pareció de lo más oportuna: Nueva York era uno de los lugares que describía la canción. Laurence ya se había marchado para acudir a una reunión con Christina, y Gwen empezó a plantearse qué hacer con su tiempo libre. Para evitar pensar que Laurence estaba a solas con Christina, cogió un satinado ejemplar de la revista Vogue y ojeó las fotografías en las que se veían las últimas modas. Poco después eligió un bolso, se puso una chaqueta y decidió zambullirse en la gran ciudad. Laurence le había prometido estar de vuelta a las doce, así que tenía más de dos horas para hacer lo que quisiera.

Una vez en la calle, miró hacia arriba para contemplar el edificio del hotel. Christina les había reservado habitaciones en el Savoy-Plaza porque era más animado que su hermana mayor del otro lado de la Quinta Avenida y porque se podía escuchar música en el bar a medianoche. Pero cuando llegaron, la noche anterior, estaban demasiado cansados para escuchar nada. Gwen no podía evitar sentirse un tanto intimidada por el hotel: las hileras de ventanas terminadas en arcos de la planta baja, el tejado inclinado estilo Tudor rematado por dos chimeneas y el aspecto masculino de la propia construcción, mucho más imponente que los edificios de Ceilán, que parecían pintorescos y elegantes en comparación.

En la calle había un ruido ensordecedor: las bocinas de un puñado de coches tronaban mientras los vehículos intentaban esquivar los trolebuses, unos cuantos autobuses de dos plantas impulsados por gasolina y otros autocares de una sola planta, más nuevos y elegantes. Se fijó en un cartel, que parecía una piruleta gigante con palo y todo, plantado en lo que Christina llamaba la «banqueta». Al inspeccionarlo más de cerca, Gwen se dio cuenta de que era una parada de autobús. Se unió a las tropas de hombres con sombreros Trilby e intentó pasear con el mismo aire despreocupado mientras se planteaba qué hacer. Decidió que lo más seguro sería tomar un taxi. Un autobús podía dejarla en cualquier parte. Pero entonces, antes de parar uno de los taxis amarillos, vio un autobús color crema con el techo de cristal y las palabras Tour turístico de Manhattan impresas sobre uno de los laterales. Sin pensárselo un momento, se puso a la cola para comprar el billete.

Una vez arriba, asomada a la ventanilla del autobús, escuchó la conversación de la pareja que tenía sentada delante mientras veía pasar una calle tras otra. El hombre se quejaba de un abogado al que habían acusado de acumular oro. Por valor de doscientos mil dólares, añadió el hombre. Qué va a ser lo siguiente. Aunque su esposa, si es que lo era, y Gwen estaba segura de ello, murmuraba «sí, cariño» en los momentos adecuados, Gwen notó que, a la mujer, tan embelesada por lo que veía como ella misma, no le interesaba la conversación.

Pero el tema del oro la llevó a pensar en las razones por las que Laurence había venido a Nueva York. Por mucho que le gustase pensar que así era, Laurence y ella no estaban en la ciudad para hacer turismo. Hoy mismo tenía una reunión con Christina en el banco, y mañana irían todos juntos a una agencia publicitaria y, después, a un abogado. Esta noche, para celebrarlo, Christina les había prometido una velada de entretenimiento continuo. Solo de pensarlo, Gwen se quedó sin respiración. Laurence estaba deseando visitar un club de jazz, aunque Gwen hubiese preferido ir al teatro. Dejaron atrás varias carteleras que anunciaban la película Calle 42 y el Strand Theater. Justo lo que necesitaba, pensó.

Y ese no era el único desacuerdo que habían tenido. Laurence y Christina no conseguían ponerse de acuerdo sobre qué agencia publicitaria sería la más adecuada para el té Hooper, y habían discutido hasta parecer un matrimonio de viejos gruñones. Al final, habían reducido la lista de candidatos a dos, y la decisión ahora estaba entre la agencia James Walter Thompson y la agencia Masefield, Moore y Clements, de Madison Avenue. Por lo visto, la primera había inventado el sándwich de queso fundido para uno de sus clientes, algo que había dejado profundamente impresionada a Christina; pero se rumoreaba que la segunda estaba planeando lanzar el primer programa de radio patrocinado por anuncios publicitarios de la historia, y eso era aún mejor. Acostumbrada al ritmo sosegado de la plantación de té, Gwen no sabía qué pensar de todo esto.

Aunque se quedó maravillada al ver la sucesión de calles y altos edificios, los pensamientos de siempre seguían preocupándola, y se sorprendió cuando la visita terminó de repente y vio que el autobús había vuelto a dejarla cerca del parque. Cuando se bajó del vehículo y pisó la acera, vio a Laurence guiando a Christina del codo mientras se dirigían a la entrada del hotel. Gwen no podía imaginarse a una mujer que necesitase que un hombre la guiase menos que Christina.

—¡Laurence! —lo llamó, y, decidida a no sentirse dolida, se tragó la irritación. El ruido de la calle eclipsó el sonido de su voz y su marido no se giró.

Entró en el hotel y los alcanzó poco después.

—¿Cómo ha ido? —preguntó, casi sin aliento.

Laurence sonrió y la besó en la mejilla.

—Tenemos un plan maestro.

—Y vamos a reunirnos con la agencia publicitaria mañana a las diez —añadió Christina, cogiéndolos a los dos del brazo, como si no pasase absolutamente nada—. ¿Qué os parece si vamos a almorzar? Gwen y yo tenemos una larga tarde de compras por delante, Laurence. Y no te vendría nada mal un traje de chaqueta nuevo.

Aquella noche, Gwen acababa de volver de la visita a los almacenes Saks y House of Hawes. En el exterior, empezaba a oscurecer, y a medida que se encendían las luces eléctricas, unos diminutos rectángulos amarillos iban formando caprichosos dibujos en las fachadas de los imponentes edificios a oscuras. En el salón de su apartamento, Laurence fumaba una pipa y se relajaba en uno de los dos sillones de cuero cuadrados. El botones trajo los paquetes de Gwen y los dejó junto a la puerta. Ella le dio una propina y se dejó caer en el sillón que había frente al de Laurence.

Salir de tiendas nunca le había parecido tan agotador, pero había vuelto con tres conjuntos maravillosos, con los que había puesto al día su armario. Y, para ser sincera, lo había pasado bastante bien. Había comprado un vestido de noche de un tono muy claro, casi imperceptible, de beis, con una franja morada en el escote y mangas de mariposa y un conjunto verde claro de dos piezas con un corte magnífico, además de un traje de chaqueta. Todos tenían el bajo a media pantorrilla y los cuerpos entallados que se llevaban ahora. Christina había insistido en que comprase unos guantes y un sombrero a juego con el traje de chaqueta. Los nuevos sombreros con ala le favorecían más que los antiguos sombreros cloché. Se alegró de haber traído su estola de piel de zorro, que daría un toque de clase a las prendas confeccionadas.

—Laurence, ¿te has fijado en que casi ninguno de los botones y ascensoristas son blancos? —Se frotó los tobillos y vaciló un momento—. Algunos son muy morenos, pero otros tienen la piel de color café.

—La verdad es que no me había fijado —dijo, desde detrás del periódico—. Supongo que algunos serán descendientes de los dueños blancos de esclavos.

—¿Era común?

Asintió con la cabeza y siguió leyendo.

—¿Estás leyendo la noticia del abogado al que han acusado de acumular oro?

—Sí, y hay un artículo muy interesante sobre ese tal Hitler, en Alemania. Han sufrido una inflación monstruosa. Puede que él sepa arreglarlo.

—¿De verdad lo crees? He oído que culpa a los bancos judíos de por aquí.

—Puede que tengas razón. ¿Dónde lo has oído?

—Siempre tengo aguzado el oído cuando voy por la ciudad.

Se hizo un breve silencio, mientras Laurence seguía leyendo y Gwen esperaba el momento propicio.

—¿Te apetece que pida que nos traigan un té? —preguntó.

Cuando su marido no contestó, Gwen lo pidió y entrecerró los ojos, decidiendo cómo abordar el tema que la preocupaba.

—Laurence, he estado pensando.

—Vaya por Dios —dijo él. Le sonrió, dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa.

—Como voy a ser directora de la nueva empresa, aunque solo sea nominalmente, necesitarás que firme los papeles, ¿verdad?

Laurence asintió con la cabeza.

—Y firmaré todo lo que me pidas, por supuesto.

—Nunca lo he dudado.

—Y pienso apoyarte en todo con lo del proyecto, pero con una condición. —Laurence enarcó bruscamente las cejas, pero no dijo ni palabra mientras Gwen continuaba—. Si conseguimos hacernos ricos…

—¡No digas «si», sino «cuando»!

—Según Christina.

—Y yo creo que tiene razón.

—Bueno. Si tenemos éxito, me gustaría mejorar las condiciones de vida de nuestros trabajadores. Quiero que los niños reciban una mejor atención médica, por ejemplo.

—¿Eso es todo?

Gwen respiró hondo.

—No. También quiero que tengan mejores casas.

—Muy bien —asintió Laurence—. Pero me gustaría pensar que las cosas han mejorado mucho desde los tiempos de mi padre. Aunque ahora nos parezca horrible pensarlo, ¿sabes que, en aquella época, era práctica común usar un regordete bebé moreno como cebo para la caza del cocodrilo?

Gwen se llevó la mano a la boca.

—Los cazadores regateaban el precio del niño y lo ataban a un árbol para conseguir que el cocodrilo saliese del agua.

—No te creo.

—Pues me temo que es verdad. El cocodrilo se abalanzaba sobre el bebé y el cazador, escondido entre los juncos, lo mataba de un tiro. Desataban al niño y todo el mundo contento.

—¿Y qué pasaba si no acertaba el cazador?

—Supongo que el cocodrilo se llevaría un buen almuerzo. Una barbaridad, ¿no te parece?

Gwen se miró los pies, sacudiendo la cabeza, incapaz de creer lo que acababa de decirle. Laurence suspiró y volvió a coger el periódico, pero esta vez no lo abrió.

Gwen respiró hondo.

—Lo que quiero decir es que una escuela sin una buena asistencia médica y mejores viviendas es una pérdida de tiempo. Tenemos que mejorar los tres factores si de verdad queremos cambiar sus vidas. Imagínate cómo debe de ser tener tan poco.

Laurence se lo planteó por un momento.

—Mi padre creía que estaban contentos de tener trabajo y alguien que los cuidase.

—Lo creía porque es lo que quería creer.

—¿Por qué no me lo habías dicho antes?

—Ahora que estoy aquí, lo veo todo distinto. Quiero hacer algo por nuestra gente si puedo, eso es todo.

Gwen esperó mientras Laurence abría el periódico y lo alisaba con un golpe de la mano.

—En principio, estoy de acuerdo —dijo—. Pero conllevaría una enorme inversión de capital, así que solo si los beneficios lo permiten. Y ahora, cariño, ¿te importa que lea el periódico?

—¿Es uno de los diarios en los que queremos anunciar el té Hooper?

—Eso lo averiguaremos mañana.

—Es muy emocionante, ¿verdad? —dijo, recostándose en su asiento.

Cogió una revista, la hojeó y, al llegar a un artículo en concreto, se la metió bajo el brazo. Era algo que tenía que leer a solas.

—Voy al baño —se excusó.

En el baño leyó con atención el artículo, mordiéndose una uña, abrió el armario, sacó las tijeritas de las uñas y, con mucho cuidado, recortó el párrafo antes de cerrar la revista y tirarla a la papelera.

A la mañana siguiente, cuando llegaron a Masefield, Moore y Clements, un empleado condujo a Laurence, Christina y Gwen hasta una sala de reuniones con una hilera de ventanas que daba a una calle muy concurrida.

William Moore era el director creativo. Los saludó a todos con un asentimiento de cabeza y una sonrisa, indicando con un gesto de la mano los diseños que estaban expuestos en dos caballetes grandes. Durante las presentaciones, Gwen observó la transformación que había sufrido el cuadro original de Savi Ravasinghe. Se había preparado para no demostrar la más mínima incomodidad cuando oyese su nombre, pero le resultó más difícil no reaccionar ante su trabajo. El cuadro original era muy bonito; pero ahora, con los colores acentuados y ligeramente modificados, la imagen del sari rojo de la mujer sobre el luminoso fondo verde de los arbustos de té palpitaba de pura vitalidad.

—Una cosa es segura: destacará —dijo el señor Moore con una amplia sonrisa, descubriendo unos dientes asombrosamente blancos.

—Es precioso —dijo Gwen.

—Bueno, la idea tenemos que agradecérsela a nuestra amiga Christina. El artista ha visto las imágenes, por cierto, y también está satisfecho.

—Entonces, este es el diseño de los envases de té. ¿Y cómo van a ser los anuncios? —dijo Laurence, sacando una de las sillas que esperaban junto a la larga mesa ovalada.

Todos se sentaron y Moore les pasó una hoja escrita a máquina mientras una chica servía café y unos sándwiches.

—Es una lista de las revistas y periódicos en los que esperamos anunciar la nueva marca. También hay emisoras de radio. La campaña se lanzará en Año Nuevo.

Laurence asintió con la cabeza.

—Impresionante.

Moore se levantó y pasó dos de las páginas que cubrían los caballetes para revelar el diseño y distribución de las vallas publicitarias y una versión ampliada de un anuncio típico en una revista. Durante todo este tiempo, no había dejado de sonreír.

—La idea es utilizar la misma imagen para todo. Queremos implantarla firmemente en la mente americana, y el color es, con diferencia, la mejor manera de promocionar el té Hooper. El color del sari de la mujer, el color de los arbustos de té, etcétera; aunque también queda muy bonito en tonos sepia.

—¿Y la fecha exacta de lanzamiento? —preguntó Christina, encendiéndose un cigarro.

—A principios del año que viene. Solo falta cerrar los últimos detalles. Sobre todo, queremos subrayar la procedencia.

—¿Cómo?

El señor Moore se giró hacia Gwen.

—Lo más importante es de dónde proviene el producto. En este caso, té puro de Ceilán, de sabor intenso.

Mientras bebían el café, en un gesto irónico que hizo sonreír a Gwen, Moore les enseñó los anuncios que, en aquel momento, ocupaban las vallas publicitarias y los espacios en las revistas. Mientras observaba las fotografías, oyó a Laurence y Christina hablar de los nuevos inversores a los que la americana había conseguido convencer. Gwen observó su cara impecablemente maquillada, sus uñas relucientes y el pelo, que llevaba recogido en un elegante moño. Iba de negro, como siempre, pero con un pañuelo de seda roja atado al cuello y zapatos a juego. En cierto modo, Gwen la admiraba. Conocía a todas las familias adineradas y no tenía miedo de utilizar sus contactos.

Durante una pausa en la conversación, se oyó el zumbido del interfono.

—Si me disculpan un momento —dijo Moore, y salió de la habitación.

—Bueno, ¿qué te parece, Gwen? —le preguntó Christina—. ¿No es de lo más emocionante?

La sonrisa de Gwen se hizo más amplia.

—La verdad es que estoy deslumbrada.

—Y esto es solo el principio. Espera a que seamos los primeros patrocinadores comerciales de un programa de radio.

—¿Lo estamos barajando?

—Todavía no, pero lo barajaremos.

Moore volvió a la habitación con un hombre más joven. El chico iba cuidadosamente peinado y llevaba un traje de chaqueta inmaculado, pero se tiraba de la corbata y entró arrastrando los pies. Moore respiró hondo y, por una vez, no sonrió. Se produjo un momento incómodo y Laurence se levantó, intuyendo que algo había cambiado y que el publicista esperaba una respuesta por su parte. Mientras el ambiente de esperanza e ilusión se abría a un paréntesis en el que reinó el silencio, Gwen y Christina intercambiaron una mirada.

—Me temo que ha habido un error —Moore levantó una mano cuando vio que todos se impacientaban—. Pero no es nada grave, y espero que podamos solucionarlo.

Gwen miró a Laurence, que echó instintivamente la mandíbula hacia delante.

—Como les decía, espero que podamos seguir adelante de todas formas.

La tensión iba en aumento y Gwen, que veía que su marido estaba irritado, no se sorprendió al oír el tono cortante que había adoptado su voz.

—¿«Espera que podamos»? ¿Qué quiere decir? Díganos qué error ha habido, señor Moore —dijo.

El publicista, que los fue mirando uno a uno, hizo una serie de muecas, como si repasase mentalmente todo lo que quería decir.

—El caso es que hemos tenido noticias de nuestro contacto en otra agencia. Por desgracia, otra marca ha comprado todos los espacios publicitarios que íbamos a recomendarles que adquirieran.

—¿Otra marca de qué? —preguntó Christina.

El hombre se miró los pies antes de crujirse los nudillos y volver a hablar.

—De té… me temo que es de té.

Gwen encorvó los hombros. Sabía que era demasiado bueno para ser verdad.

—Hay espacio para Hooper en el mercado. De verdad lo creo. Después de todo, hay cantidad de empresas pequeñas que se dedican a la venta de té. Pero esto quiere decir que tendremos que retrasar el lanzamiento.

—¿Y dejar que nos lleven la delantera? —dijo Laurence, frotándose la barbilla.

El hombre no sonrió, sino que se limitó a tragar saliva, aparentemente incómodo.

—Si queremos rivalizar con Lipton, es fundamental que seamos los primeros —dijo Christina—. Creí que se lo había dejado claro desde el principio.

—Y lo entiendo —dijo Moore, esforzándose por esbozar una sonrisa—. Por desgracia, no somos partícipes de todo lo que hacen las demás agencias. Hacemos lo que podemos.

—Más vale que no fuese uno de sus empleados el que le sopló nuestros planes a la otra agencia —dijo Christina, con los labios apretados.

Gwen se levantó.

—Eso es irrelevante. Da igual quién se lo haya contado, no seremos los segundos.

Christina intentó interrumpirla.

Gwen levantó una mano para impedírselo.

—Deja que termine. No seremos los segundos. Seremos los primeros. Si consigue que nuestros anuncios salgan en diciembre en vez de en Año Nuevo, habrá trato. Si no, cancelaremos la campaña.

Laurence le sonrió, satisfecho, y Christina se la quedó mirando, con la boca abierta.

En la breve pausa que siguió a sus palabras, Moore los miró a la cara uno a uno.

—¿Y bien? —dijo Gwen, intentando ignorar las mariposas que sentía en el estómago.

—Denme hasta esta noche. ¿Dónde van a estar?

Aquella noche, el ambiente no resultó tan festivo como esperaban. Christina había aplazado la reunión con su abogado, al que no le hizo mucha gracia. Le había pedido que redactase los contratos con toda urgencia y ahora los papeles languidecían sobre la mesa, esperando a que los firmasen. Por suerte, había conseguido quitarle importancia al retraso; lo último que necesitaba era que los inversores se echasen atrás. Pero todos sabían que, si Moore no cumplía con su parte del trato y se veían obligados a aplazar el lanzamiento de la campaña, perderían una importante ventaja frente a su competidor.

Gwen, que llevaba su vestido de noche nuevo, apenas dijo nada mientras Christina los conducía hasta el Stork Club, en la calle 51 Este. Cab Calloway iba a tocar aquella noche, y como buen entusiasta del jazz recién convertido, Laurence se animó en cuanto empezaron a abrirse paso entre la multitud. Cuando llegaron a las mesas, Christina indicó con una inclinación de cabeza a una mujer con un vestido de satén de estampado floral.

—¿Quién era? —preguntó Gwen, una vez la dejaron atrás.

—Nada, una de las Vanderbilt. Aquí no encontrarás más que dinero y glamur, querida.

Habían llegado durante el intermedio y Christina, vestida de satén negro y con el pelo rubio muy brillante, se pavoneó hasta uno de los tres músicos que estaban sentados a una mesa al fondo del local y lo besó, dejándole una marca de pintalabios rojo en la mejilla.

—Echaos a un lado, socios —dijo—. Estos son unos amigos míos, venidos de Ceilán.

Un camarero les trajo una bandeja con varios vasos de cerveza.

—Está muy floja, tiene menos de tres coma dos por ciento de alcohol —dijo Christina, y le guiñó un ojo al camarero—. ¿No podríamos animarla un poco?

Gwen escuchó a Christina charlar con sus amigos, y cuando volvió la cerveza, discretamente reforzada con vodka, escupió el primer sorbo.

—Se rumorea que la ley seca terminará pronto —susurró Christina—. Esta horrible cerveza es una medida provisional.

Gwen bebió otro sorbo. Las mariposas que sentía en el estómago no se habían aplacado. Pero Christina, por su parte, sabía aparentar alegría y buen humor, pasara lo que pasase en su vida, y Gwen se dio cuenta de que apenas la conocía. Aquí, en Nueva York, parecía mucho más americana que cuando estaba en Ceilán. Al principio, Gwen se había sentido intimidada por ella; luego, celosa de su elegancia y de cómo había sabido cautivar a Laurence, y, por último, cuando las acciones de Laurence habían perdido su valor, se había puesto furiosa con ella. Ahora que se le había pasado un poco la rabia, le sorprendió darse cuenta de que admiraba sinceramente el espíritu y la determinación de Christina. Hacía falta valor para haberles propuesto esta nueva idea después de que las cosas saliesen tan mal la primera vez.

Uno de los músicos se levantó y Christina fue a sentarse junto a Gwen.

—Estoy muy contenta de que hayamos enterrado el hacha de guerra —dijo, dándole un apretón en la mano a Gwen.

—¿El hacha de guerra?

—Vamos, no me digas que no te diste cuenta de que me moría de celos cuando Laurence volvió de Inglaterra con la noticia de que se había casado contigo.

—¿Estabas celosa de mí?

—¿Quién no lo estaría? Eres preciosa, Gwen, y tienes ese aire de naturalidad tan encantador que los hombres adoran.

Gwen negó con la cabeza.

—Por supuesto, esperaba que Laurence se contentase contigo como la madre de sus hijos, y conmigo, como su amante.

—¿Eso pensaste? —Gwen se quedó sin respiración—. ¿Esa impresión te dio Laurence?

Christina rio.

—Para nada, aunque no fue por falta de empeño por mi parte.

—¿Llegasteis a…? Quiero decir, ¿alguna vez…?

—¿Después de casaros?

Gwen asintió con la cabeza.

—La verdad es que no, aunque una vez estuvimos cerca. Durante el primer baile en Nuwara Eliya.

Gwen se mordió el labio y se clavó las uñas en la parte carnosa de la palma de la mano. No iba a llorar.

Christina le tendió una mano.

—Querida. Tampoco estuvimos tan cerca. Fue solo un beso.

—¿Y ahora?

—Lo nuestro terminó hace mucho. Te lo prometo. En realidad, nunca tuviste de qué preocuparte; aunque admito que me gustaba hacerte pensar que así era.

—¿Por qué?

—Pues porque me parecía divertido y porque no sé perder. Pero créeme cuando te digo que ahora os tengo cariño a los dos.

Gwen frunció ligeramente el ceño.

—De verdad que sí. Pero bueno, ahora tengo una historia con aquel bajista tan delicioso.

Inclinó la cabeza en dirección al hombre al que había besado en la mejilla.

Gwen rio y Christina rio con ella. Avergonzada por haber dudado de Laurence, pero contentísima de oír que la americana nunca había conseguido tentarlo, Gwen se sintió más relajada de lo que lo había estado en días.

Justo cuando los músicos se levantaron y empezaron a buscar sus instrumentos para proseguir con el concierto, el bajista se acercó a Christina. Esta le sonrió y el hombre se inclinó para besarla en los labios. Mientras los miembros de la banda bromeaban, Gwen vio que el señor Moore se dirigía hacia ellos, aunque estaba demasiado lejos para ver si sonreía. Christina también lo había visto llegar y le tendió una mano. Gwen la tomó y le sorprendió notar con qué fuerza se la aferraba Christina. Estaba claro que este negocio le importaba tanto como a ellos. Ambas mantuvieron los ojos fijos en Moore mientras avanzaba, esquivando los apretados grupitos de gente bebiendo y bailando.

Aquella noche hicieron el amor con ganas y casi en silencio. Después, Laurence miró a Gwen con tanto amor en los ojos que se preguntó cómo podía haberse imaginado que seguía deseando a Christina. Cuando intentaba sumar las muestras, tanto pequeñas como grandes, de su amor a lo largo de los años (el collar de jade que le había regalado por su cumpleaños, la preciosa pintura en seda que le había traído de la India y las docenas de detalles pequeños pero atentos), se dio cuenta de que nunca podría sacar el total. Agradecida por cada momento que habían pasado juntos, lo cubrió de besos.

—¿Y esto? ¿A qué se debe?

—Soy una mujer muy afortunada, eso es todo.

—El afortunado soy yo.

Gwen le sonrió.

—Los dos somos muy afortunados —dijo, y se levantó para ir al baño.

Después de todo, habían pasado una buena noche. Menos mal que Moore les traía buenas noticias, pensó, mientras abría el grifo para echarse agua a la cara. Resultó que Moore había conseguido aplazar algunos de los anuncios de sus otros clientes para el mes de diciembre, y aunque el impacto de la marca Hooper sería algo menor al que esperaban, bastaría, aunque por poco. Y volverían a repetir toda la campaña en febrero, dejando a su competidor atrapado entre las dos promociones.

Después de cerrar el grifo, se secó con la toalla y oyó sonar el teléfono en el dormitorio. La puerta del baño estaba encajada y oyó que Laurence lo había cogido.

—Ya te lo he dicho mil veces. —Su marido hablaba en voz baja pero audible—. ¿Por qué es tan importante que hablemos ahora? Creí que habíamos llegado a un acuerdo.

Se hizo un silencio mientras la otra persona hablaba y Laurence volvió a tomar la palabra.

—Cariño, sabes que te quiero. Por favor, no llores. Me importas mucho. Pero no puede ser. Aquellos tiempos se han terminado. Ya te he explicado cómo son las cosas.

Otro breve silencio, durante el que Gwen oyó su propio corazón, que le latía con fuerza del suspense.

—Muy bien, veré qué puedo hacer. Por supuesto que te quiero. Pero tienes que dejar de hacerme esto.

Gwen se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Sí, lo antes posible. Te lo prometo.

Gwen se dobló hacia delante del dolor. Christina la había engañado como a una idiota.