24
EL AMANECER DIO PASO A una mañana dorada, llena de una luz etérea, y de una bruma azul claro que se extendió sobre el lago. Parecía extraño que, después de una noche tan aterradora, todo estuviese en calma y hubiese vuelto la normalidad a la orilla del lago, donde la humedad refrescaba los árboles y el rocío cubría la hierba. Pero el olor a queso quemado seguía suspendido en el aire, y en un lateral de la casa, donde los culis estaban limpiando, un aire de desolación se apoderó del patio cubierto de cenizas. Gwen no dejó que Hugh se alejase ni un momento de su lado y esperó, nerviosa, a que apareciese McGregor.
Verity entró en el salón.
—Uno de los culis de cocina resultó herido en el fuego.
—¿Es grave?
—No lo sé. Acaba de decírmelo el appu. Voy a buscar a McGregor para preguntarle si se ha enterado.
—Tenme al corriente, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Justo cuando Florence Shoebotham apareció con un pastel de beicon, Gwen vio a McGregor en la terraza superior del jardín, gesticulando con los brazos mientras hablaba con Verity. Gwen dio un paso atrás, intentando ver sin ser vista, pero cuando McGregor se giró hacia ella y la miró fijamente y sin sonreír, se puso tensa. Era lo que esperaba.
Florence era la última persona a la que le apetecía ver, pero en cierto sentido, aunque le preocupaba el herido, se sintió aliviada de tener una excusa para que McGregor no la amedrentase todavía. Hablarían pronto, pero, entretanto, no iba a ser ella la que fuese a buscarlo.
—He venido en cuanto he podido —dijo Florence, con la doble papada temblando con aire compasivo—. Me he enterado de que se os ha quemado toda un ala de la casa.
—No. En realidad, ha sido solo la quesería.
—Lo siento.
Gwen se vio obligada a quedarse con ella y recibir a su invitada. Siguiendo sus instrucciones, el mayordomo les trajo el té, servido en su mejor porcelana, y un soporte de tres pisos para tartas. Mientras Florence se servía los bocados exquisitos, que solo olían ligeramente a humo, Gwen estaba cada vez más nerviosa. Tendría que preguntarle a McGregor por el hombre herido antes o después.
—¿Volveremos a ver a tu encantadora prima Fran pronto? —preguntó Florence.
—No, pronto no; aunque ha prometido hacerme otra visita en algún momento.
—La echarás de menos, y a tu marido también; por supuesto. —La mujer puso un estudiado gesto de preocupación y bajó la voz—. Espero que las cosas le vayan bien a Laurence. Me he enterado de que ha sufrido graves pérdidas en la caída de Wall Street.
—No tienes por qué preocuparte, Florence. Laurence está bien, y yo también.
Se fijó en que a Florence le costaba disimular la decepción al ver que el chismorreo no era tan jugoso como había esperado.
—Estamos deseando tenerlo de vuelta con nosotros muy pronto —continuó Gwen. No le dijo que, en realidad, Laurence había telegrafiado a su agente aquella misma mañana diciendo que seguramente volvería más tarde de lo esperado, ni que ella no le había dicho nada del incendio.
Cuando se marchó Florence, Gwen abrió la ventana; pero, al ver que el olor a humo seguía en el aire, volvió a cerrarla rápidamente y fue en busca de Verity y Hugh. Aunque le apetecía tener cerca a Hugh, el niño había salido al patio durante la visita de Florence. Vagó por entre los árboles y arbustos del jardín, llamándolo, se detuvo en la terraza de abajo e inspeccionó las islas que salpicaban el agua. Una fina capa de niebla seguía flotando sobre el lago y un soplo de viento le heló la espalda. Cuando oyó pisadas en el camino y poco después la voz de Hugh, se giró y vio a McGregor, que se le acercaba con su hijo de la mano.
—Señor McGregor —dijo.
—Señora Hooper.
Le soltó la mano a Hugh y el niño corrió hasta los brazos de su madre.
—¿Cómo está el hombre? —dijo, haciendo un esfuerzo por aparentar calma.
—El farmacéutico está con él.
—Ha sido una cadena de acontecimientos de lo más desafortunada —dijo.
McGregor hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Más que «desafortunada». No se puede tolerar la destrucción intencionada. Espero que no se produzcan más incidentes. Pero le recomiendo que, por el momento, no deje que el niño se aleje mucho.
—Esperemos que no haya sido nada siniestro. Quizá fuese un accidente, ¿no cree? Con todas esas antorchas encendidas tan cerca de la casa.
—Lo dudo. Pero ha tenido mucha suerte de que lo detectásemos a tiempo.
Gwen respiró hondo. McGregor se giró, dispuesto a irse, y dio unos cuantos pasos; pero después miró hacia atrás.
—Sabía que pasaría algo así. Por suerte para usted, el hombre sigue vivo.
Gwen apretó las manos para reprimir la rabia que sentía.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que es la clase de cosas que ocurre cuando alguien interfiere con la manera de hacer las cosas.
—¿Y con «alguien» se refiere a mí?
McGregor inclinó la cabeza y se le tensó la cara.
Gwen dio un paso hacia él y todos sus esfuerzos por mantener la calma se vinieron abajo.
—La verdad, señor McGregor, es que creo que no hice nada malo al ayudar a aquella niña. Solo una persona con un corazón de piedra podría pensar lo contrario. No fui yo la que lo provocó, sino usted. Los días de mandar azotar a un hombre por una tontería han terminado. Ya sé que sigue haciéndose, pero ¡vergüenza debería darle!
—¿Ha terminado?
—Todavía no. Podrá darse por satisfecho si el sindicato de Ceilán no llega a enterarse del caso. Es un hombre de mal corazón que solo ve lo malo de la gente. Yo creo en tratar a la gente con amabilidad y justicia, independientemente del color de su piel.
Hizo una mueca.
—Esto no tiene nada que ver con el color.
—Por supuesto que sí. En este país, todo tiene que ver con el color. Bueno, escuche bien lo que le digo, señor McGregor: este asunto volverá para atormentarle algún día, y ese día ninguno de nosotros domirá a salvo en su cama.
Dicho esto, Gwen subió las escaleras con la cabeza bien alta, con Hugh detrás. No pensaba darle a McGregor la satisfacción de ver las lágrimas que amenazaban con derramársele de los ojos.
Aquella noche tuvo unos sueños inquietos en los que vio a hombres empuñando antorchas encendidas, que parecían surgir de la superficie del lago. También soñó con Laurence, se imaginó que estaba allí, con ella, en el cobertizo para las barcas, y que un mechón de pelo ondulado le caía sobre los ojos mientras se inclinaba sobre ella. Los vellos de sus brazos relucían a la luz de la luna y tenía las mejillas cubiertas de pecas. Gwen le rodeaba el cuello con el brazo y él le acariciaba la nuca con la mano, pero entonces se daba cuenta de que no la miraba a ella; sino que la atravesaba con la mirada. Fue un sueño oscuro e inquietante, y después, a primera hora de la mañana, recibió la noticia de que el hombre había muerto de sus heridas.
Gwen se pasó el día intentando averiguar quiénes eran sus familiares y qué podía hacer para ayudarles. Se acordaba del hombre en cuestión y le rompía el corazón pensar que su vida se había visto truncada de forma tan cruel (era poco más que un muchacho, voluntarioso y siempre con una sonrisa en los labios), pero cuando se cruzó con McGregor en el jardín, este insistió en que él se encargaría de todo.
—Pero era uno de los criados de la casa.
—Aunque lo fuese, señora Hooper, no puedo permitir sensiblerías en este momento tan delicado. No podemos descartar que no vaya a haber más repercusiones.
—Pero…
McGregor no contestó, sino que, tras dedicarle un brusco asentimiento de cabeza, echó a andar en dirección contraria. Gwen miró hacia el lago, sin saber qué hacer.