7

AL DESPERTARSE POR LAS MAÑANAS y ver la claridad color limón, Gwen pensaba que la vida no podía ser más bonita. Había pasado más de una semana y Laurence había dormido con ella todas y cada una de las noches. Había conseguido liberarse de lo que lo atormentaba y era igual de apasionado que antes de llegar a la plantación. Hacían el amor por las noches y también por las mañanas. Mientras dormía, el ritmo acompasado de su respiración la tranquilizaba, y, si se despertaba antes que él, se quedaba quieta, escuchándolo, maravillada de su buena suerte.

Oyó el canto de un gallo a lo lejos y vio que las pestañas de Laurence se agitaban.

—Hola, cariño —dijo, abriendo los ojos y extendiendo los brazos hacia ella.

Se acurrucó contra él, disfrutando de su calidez.

—¿Pedimos que nos traigan algo de comer y nos quedamos todo el día en la cama? —sugirió él.

—¿En serio? ¿No vas a ir a trabajar?

—No. Este día va a ser todo para ti. ¿Qué te gustaría hacer?

—¿A que no lo adivinas, Laurence?

Le sonrió.

—Dímelo.

Le susurró al oído.

Laurence rio e hizo una mueca.

—Vaya, ¡eso no me lo esperaba! ¿Ya te has aburrido de mí?

Lo besó con fuerza en la boca.

—¡Nunca!

—Bueno, si lo dices en serio, no veo por qué no iba a enseñarte cómo se fabrica el té.

—En Owl Tree, lo sabía todo sobre la elaboración de quesos.

—Por supuesto, los he probado… ¿de verdad quieres levantarte ya?

Le acarició el pelo y ninguno de los dos se movió.

Laurence empezó a mordisquearle la oreja. Cada día, su marido encontraba una nueva parte de su cuerpo y, una vez daba con ella, Gwen experimentaba sensaciones que jamás habría creído posibles. Hoy, desde la oreja, su boca se desplazó hasta más abajo de sus pechos, le rodeó la cintura y llegó a ese punto entre sus piernas donde sentía la sacudida del deseo por él. Pero cuando se apretó contra él, Laurence la ignoró y siguió hasta besarle la piel suave y sensible de las corvas. Cuando terminó, examinó las cicatrices que le cubrían las rodillas.

—Cielos, chica, ¿qué te has hecho?

—Fue en el árbol de los búhos, en casa de mis padres. Cuando era pequeña, me gustaba trepar por el árbol para buscar fantasmas, pero siempre me caía antes de encontrarlos.

Laurence sacudió la cabeza.

—Eres imposible.

«Quién iba a pensar que esto pudiese ser tan divino», pensó mientras hacían el amor. Y, al sentir el calor de su piel contra su cuerpo, la idea de ir a la fábrica de té se borró por completo de su mente.

Dos horas después, sin lluvia pero con una espesa neblina que envolvía toda la finca, Laurence la guio colina arriba por un sendero que Gwen no había visto antes. Cuando el lago apareció entre los árboles, Gwen se fijó en que el agua seguía estando turbia allí donde las lluvias habían arrastrado la tierra roja. El bosque estaba extrañamente silencioso, los árboles goteantes tenían un aire fantasmal, y por un momento Gwen creyó en los demonios que, según Naveena, seguían refugiándose allí. A lo largo de la ruta, la lluvia había acentuado el perfume de las orquídeas silvestres y el olor a hierba. Spew, que le había tomado un cariño especial a Gwen, correteaba por delante de ellos, olisqueando y curioseando.

—¿Qué son esas flores? —preguntó, mirando una alta planta con flores blancas.

—Las llamamos «trompetas de ángel» —dijo, y señaló un gran edificio rectangular con hileras de ventanas cerradas situado en lo más alto de la colina que había detrás de su casa—. Mira, ahí está la fábrica.

Gwen le tocó el brazo.

—Antes de entrar, hace tiempo que quería preguntarte si has averiguado quién le hizo eso a Tapper.

Por un momento, atisbó una expresión de angustia en el rostro de Laurence.

—Es difícil de demostrar. Cierran filas, ¿sabes? Y no nos conviene que se convierta en una cuestión de nosotros contra ellos.

—Entonces, ¿por qué mataron a Tapper?

—En venganza por una antigua injusticia.

Gwen suspiró. Todo era muy complicado aquí. Le habían enseñado a ser amable con las personas y con los animales. Si tratabas con amabilidad a la gente, solían pagarte con la misma moneda.

Cuando por fin llegaron al edificio, estaba sin respiración. Vio a unos cuantos hombres de piel oscura en cuclillas sobre una cornisa exterior, limpiando las numerosas ventanas. Cuando Laurence abrió la puerta, se oyeron oraciones hindúes a lo lejos. Ordenó a Spew que esperase fuera.

Hizo pasar a Gwen. Se oía el ruido metálico de las máquinas, proveniente del piso de arriba, y se percibía un sutil olor a medicina.

Laurence se fijó en que Gwen estaba a la escucha.

—Se necesitan cantidad de máquinas. Antes todo se alimentaba con madera, y en muchas fincas sigue siendo así, pero aquí he invertido en fueloil. De hecho, fui uno de los primeros, aunque tenemos un horno de leña para secar el té. Utilizamos madera de eucalipto azul.

Gwen asintió con la cabeza.

—Lo huelo.

—El edificio tiene cuatro plantas —explicó—. ¿Quieres sentarte para recuperar el aliento?

—No. —Examinó la espaciosa nave de la planta baja—. No pensé que fuera a ser tan grande.

—El té necesita aire.

—Entonces ¿qué se hace aquí?

A Laurence se le iluminaron los ojos.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Por supuesto.

—Es un proceso complicado, pero aquí es donde recibimos las cestas de hojas verdes y las pesamos; aunque también hay otras estaciones de pesado. A las mujeres se les paga por kilo. Tenemos que estar pendientes de que no metan en las cestas algo para aumentar el peso. Solo queremos las puntas más tiernas de los arbustos. Dos hojas y un brote, como solemos decir.

Gwen se fijó en la amabilidad y simpatía con la que trataba a un hombre que se les acercó y les dijo algo en tamil. Laurence le contestó, también en tamil, y le pasó el brazo por los hombros, orgulloso.

—Gwen, te presento al capataz de la fábrica y productor de té. Darish está a cargo de todo el proceso de fabricación.

El hombre asintió con la cabeza, con aire tímido, e hizo una reverencia antes de volver a desaparecer.

—Solo eres la segunda inglesa a la que ve por aquí.

—¿Vio a Caroline?

—No, me refería a Christina. Acompáñame al piso de arriba y te enseñaré las mesas de secado. Cuando hay grandes cantidades de hojas, Darish y el supervisor de secado empiezan a trabajar a las dos de la mañana, pero con este tiempo tan lluvioso, ahora mismo están bastante tranquilos.

A Gwen la fábrica no le pareció en absoluto tranquila, sino un torbellino de actividad, movimiento y ruido de fondo. No supo si la mención a Christina o el olor embriagador de las hojas, intenso, ligeramente amargo y bastante extraño, la habían puesto nerviosa. «No seas tonta», pensó. Laurence le había dicho que lo suyo había terminado.

Tras dejar atrás montones de cestas apiladas y herramientas, cuerdas y aperos de todo tipo, subieron las escaleras.

—Estas son las naves de secado, donde dejamos que las hojas se desequen naturalmente —explicó, cuando llegaron arriba—. El nombre científico de la planta del té es Camellia sinensis.

Gwen observó las cuatro mesas altas y alargadas sobre las que estaba distribuido el té.

—¿Cuánto tarda en secarse? —preguntó.

Laurence le rodeó la cintura con un brazo y Gwen se apoyó en su marido, contenta de estar allí con él, en su mundo.

—Depende del clima. Si hay niebla, como ahora, tarda mucho en secarse. Las hojas necesitan que circule el aire cálido. Y la temperatura tiene que ser justo la adecuada. A veces tenemos que encender el horno para secar las hojas. Es lo que estás oyendo. Pero si hace buen tiempo y las contraventanas están bien colocadas, basta con el viento que entra por las ventanas abiertas.

—¿Y qué hay en el piso de abajo?

—Una vez están completamente secas, pasan por debajo de unos rodillos para machacar las hojas. ¿Quieres verlo?

Vio cómo las hojas secas caían por unos anchos conductos hasta llegar a una máquina en la planta de abajo. Cuando volvió Darish, Laurence se arremangó y, recorriendo la nave a grandes zancadas, comprobó las máquinas. Se lo veía tan en su elemento que Gwen no pudo evitar sonreír.

Se dirigió a Darish y dijo algo en tamil. El hombre asintió con la cabeza y se alejó para hacer lo que le había pedido.

—¿Bajamos? —Laurence la cogió del brazo y echaron a andar hacia las escaleras—. Una vez aquí, los rodillos trituradores comprimen las hojas.

—¿Y luego?

—Un rotor con palas pica el té, que a continuación se tamiza para separar las partículas grandes de las pequeñas.

Gwen aspiró el aire, que ahora olía más bien a hierba seca cortada, y observó el té, que parecía tabaco picado.

—Después se fermenta en la sala de secado. La fermentación es lo que le da el color negro.

—No tenía ni idea de todo lo que hay detrás de mi taza de té de cada mañana.

La besó en la frente.

—Y todavía no hemos acabado. Lo secamos con fuego para detener la fermentación, lo tamizamos para clasificarlo en distintas calidades y, por último, y solo si pasa la inspección final, se embala y se envía a Londres o a Colombo.

—Hay tanto que hacer. El capataz debe de ser un hombre muy hábil.

Laurence rio.

—Lo es. Como ves, tiene ayudantes y docenas de trabajadores, pero ha vivido en la plantación desde que era niño. Trabajó para mi padre antes que para mí y conoce a la perfección el oficio.

—Entonces ¿quién vende el té?

—Se subasta, o bien en Colombo o bien en Londres, y mi agente se encarga de los asuntos financieros. Vamos, la sirena del mediodía sonará de un momento a otro y desde aquí te resultaría insoportablemente ruidosa.

Laurence le sonrió y Gwen no pudo evitar pensar que se había casado con un hombre tremendamente poderoso. El trabajo lo mantenía no solo físicamente fuerte y en forma, sino que mentalmente era un hombre resuelto y acostumbrado a estar al mando. Y aunque le estaba costando poner en práctica algunos de los cambios de los que había hablado, confiaba plenamente en que lo conseguiría.

—Me encanta que te intereses por mi trabajo —dijo.

—¿A Caroline no le interesaba?

—No mucho.

La cogió del brazo y la guio hasta la salida.

Se había levantado la niebla y el cielo estaba despejado. Uno casi se sentía tentado de pensar que no iba a llover.

—Laurence, me estaba preguntando, ¿por qué no se ha casado tu hermana?

Frunció el ceño y su mirada se volvió seria.

—Todavía tengo esperanzas de que lo haga.

—Pero ¿por qué no se ha decidido a dar el paso?

—No lo sé. Es una chica complicada, Gwen. Espero que lo entiendas. Los hombres se enamoran de ella, pero ella los aleja. No lo entiendo.

Gwen no le dijo que pensaba que la mayoría de las veces Verity hacía todo lo posible por no resultar atractiva a los hombres. Respiró hondo y suspiró.

Cuando hubieron recorrido unos cien metros por el sendero, sonó la sirena. Se cubrió los oídos con las manos y tropezó con una rama caída que atravesaba el camino de lado a lado.

Laurence refunfuñó.

—Te lo advertí.

Gwen se levantó y empezó a correr. Laurence y Spew la siguieron, hasta que su marido se lanzó sobre ella y la cogió en brazos.

—Bájame ahora mismo, Laurence Christopher Hooper. ¿Y si nos ve alguien?

—No puedo fiarme de que bajes una cuesta sin hacerte algún arañazo, corte o magulladura, así que pienso llevarte en brazos.

Aquella tarde, unos gritos distrajeron a Gwen de la novela que estaba leyendo después de almorzar, una interesante historia detectivesca. De mala gana, dejó el libro sobre la mesa y se levantó a ver qué pasaba.

Oyó que Laurence llamada a Naveena. Lo encontró en el vestíbulo, intentando consolar a Fran, que tenía los ojos hinchados, cara de enfado y las mejillas coloradas cubiertas de lágrimas.

Gwen fue directa hacia su prima.

—Cariño, ¿se puede saber qué te ha pasado? ¿Has recibido una mala noticia?

Fran negó con la cabeza y tragó saliva, pero, incapaz de hablar, empezó a sollozar otra vez.

—Es por su pulsera de amuletos —dijo Laurence—. Ha desaparecido. Pero no entiendo por qué está tan disgustada. Le he dicho que le compraré una nueva, pero solo he conseguido que llore con más fuerza.

Fran se levantó, se giró sobre los talones y se alejó corriendo.

—¿Ves? Lo que te decía.

—Oh, Laurence. Eres un idiota. Esa pulsera era de su madre. Cada colgante era especial porque su madre los fue coleccionando a lo largo de su vida. Cada amuleto significaba algo para Fran. Es totalmente irreemplazable.

A Laurence le cambió la cara.

—No tenía ni idea. ¿Hay algo que podamos hacer?

—Organiza una búsqueda, Laurence. Es lo mejor que puedes hacer. Pídeles a todos los criados que la busquen. Voy a consolar a mi prima.

Al día siguiente, Fran no bajó a desayunar, así que Gwen llamó a la puerta de su habitación y entró de puntillas. Las contraventanas del dormitorio estaban cerradas y el aire olía al sudor acre de toda una noche. Se acercó a la ventana para dejar entrar aire fresco.

—¿Algo va mal? —dijo, mirando a Fran—. Ni siquiera te has levantado. Vamos a salir a almorzar. ¿No te has acordado?

—Me encuentro muy mal, Gwen. Fatal.

Gwen miró los labios gruesos de Fran, sus largas pestañas y las dos manchas de rubor sobre el cutis por lo demás perfecto. Cómo era posible que Fran estuviese preciosa a pesar de encontrarse mal mientras que, al primer estornudo que anunciase un resfriado, Gwen parecía un fantasma en el mejor de los casos y un muerto en el peor.

Se sentó al borde de la cama y le puso una mano en la frente a su prima. Le resultaba raro ver a Fran compadeciéndose de sí misma.

—Estás ardiendo —dijo Gwen—. Le pediré a Naveena que te traiga unas gachas y una taza de té a la cama.

—No estoy para comer.

—Puede que no, pero tienes que beber.

Gwen no pudo ocultar su decepción. Hoy era el día en que Fran y ella habían planeado ir a Nuwara Eliya para almorzar con Christina y el señor Ravasinghe. Le apetecía ver de nuevo a Christina, en parte por curiosidad y en parte para tranquilizarse; pero ahora que Fran se había levantado con fiebre, estaba claro que no podían ir.

—Habrá sido por el disgusto de ayer —dijo Gwen—. Y el tiempo tampoco ayuda.

Fran emitió un gruñido.

—Creo que nunca vamos a encontrar mi pulsera. Estoy segura de que la han robado.

Gwen pensó en ello.

—¿La tenías después del baile?

—Estoy segura. Ya sabes que me la pongo casi todos los días, y si no hubiera estado, lo habría notado.

—Lo siento muchísimo.

Fran sorbió por la nariz.

—Bueno, no te preocupes por lo de hoy. Ya iremos en otra ocasión.

—No, Gwen, ve tú. Savi va a desvelar el cuadro. Tiene que estar por lo menos una de las dos.

—Te gusta el señor Ravasinghe, ¿verdad, Fran?

El color invadió las mejillas de Fran.

—Me gusta mucho. Muchísimo, la verdad.

—¡Cómo no! Sé que es atractivo, y puede que, en algunos círculos, esté de moda apoyar a los artistas; pero a los padres les va a dar un ataque.

Aunque habló con una sonrisa, sus palabras sonaron como una regañina.

—A tus padres, Gwen.

Se hizo un breve silencio.

—Mira —continuó Gwen—. No puedo ir sin ti. No creo que a Laurence le hiciera gracia. No sé por qué, pero no le cae bien Savi.

Fran hizo una mueca de irritación.

—Seguramente, porque es cingalés.

Gwen negó con la cabeza.

—No. No creo que sea por eso.

—En fin, no tienes por qué decírselo. No podría soportar decepcionar a Savi. Por favor, dime que irás.

—¿Y si se entera Laurence?

—Oh, estoy segura de que se te ocurrirá algo. ¿Puedes volver para la hora de la cena?

—Si voy en tren, tal vez.

—Entonces, estarás de vuelta para la cena. Ni siquiera se dará cuenta.

Gwen rio.

—Bueno, si significa tanto para ti… Y Laurence no va a almorzar en casa hoy. Pero ¿quién cuidará de ti?

—Naveena puede traerme algo de beber y cambiar las sábanas. Y el mayordomo puede llamar al médico si es necesario.

—Supongo que podría pedirle a Verity que viniese conmigo.

Fran enarcó las cejas.

—O, pensándolo mejor, no.

Fran se echó a reír.

—¿No me estarás diciendo que la angelical Gwendolyn Hooper acaba de admitir que alguien no le cae bien?

Gwen le hincó un dedo en las costillas.

—No he dicho que no me caiga bien.

—¡Ay! Que estoy malita. Pero si vas a ir, date prisa o perderás el tren. —Hizo una pausa—. Una última cosa.

—Dispara —dijo Gwen, inclinándose hacia delante para alisarle la ropa de cama a su prima.

—Averigua si le gusto, Gwen. Por favor.

Gwen se levantó entre risas, pero había percibido una nota de preocupación en la voz de su prima.

—Por favor —insistió.

—No, en serio, no puedo. Es ridículo.

—Pronto volveré a Inglaterra —dijo Fran, recuperando su tono de voz firme—. Y antes de irme, quiero saber si tengo una oportunidad.

—¿Una oportunidad de qué, exactamente?

Fran se encogió de hombros.

—Eso todavía está por ver.

Gwen se inclinó sobre la cama y le cogió la mano a Fran.

—El señor Ravasinghe es un hombre encantador, pero no puedes casarte con él. ¿Frannie? Lo sabes, ¿verdad?

Fran retiró la mano.

—No veo por qué no.

Gwen suspiró y se lo pensó.

—Para empezar, aparte de mí, nadie volvería a dirigirte la palabra.

—Me da igual. Savi y yo viviríamos como salvajes en una remota isla del océano Índico. Me pintaría desnuda todos los días hasta que el sol me tostase la piel y fuésemos los dos del mismo color.

Gwen se echó a reír.

—Qué disparates dices. Si pasas un minuto al sol, te pones como una langosta.

—Eres una aguafiestas, Gwendolyn Hooper.

—No, simplemente creo que hay que ser práctica. Y ahora, me marcho. Cuídate.

Christina llevaba otro vestido negro con un provocador escote y unos guantes de encaje negros que le llegaban hasta algo por encima del codo. Le brillaban los ojos verdes, y Gwen se fijó en la forma tan exquisita que tenían sus cejas. Apenas se había recogido la melena rubia, y esta le caía por la espalda en bucles entretejidos con cuentas negras, creando una impresión de elegancia natural. Llevaba una cinta cargada de lentejuelas plateadas sobre la frente y pendientes y gargantilla de azabache. Gwen, que se había puesto un vestido de día color pastel, se sentía eclipsada.

—Bueno —dijo Christina, agitando la boquilla de ébano en el aire—. Me he enterado de que conoció a nuestro fascinante señor Ravasinghe antes incluso de poner un pie en la isla.

—Exactamente… Fue muy bueno conmigo.

—Es propio de Savi. Es bueno con todo el mundo, ¿verdad, cielo? Me sorprende que no te fueses directa a la jungla con él.

Gwen rio.

—La verdad es que me lo planteé.

—Pero, por otra parte, has pescado al soltero más codiciado de toda Ceilán.

Savi se giró hacia Gwen y le guiñó un ojo.

—No le haga caso. El único objetivo que Christina tiene en la vida es fastidiar a la gente, de un modo u otro.

—Bueno, desde que mi querido Ernest estiró la pata, ¿qué me queda por hacer, excepto ganar todavía más dinero y fastidiar a todo el que pueda? Me dejó un banco, ¿sabes? Es un completo aburrimiento. De eso hace ya varios años, por supuesto. Pero voy a dejar el tema. No es justo para nuestra recién llegada invitada. Espero que nos hagamos muy buenas amigas, Gwen.

Gwen le contestó con una generalidad. Nunca había conocido a nadie como Christina, y lo que la hacía diferente no era solo el extraño acento de Nueva York. Se le vino a la mente la inquietante idea de que tal vez fuese esa misma diferencia lo que a Laurence le atraía de ella.

—¿Por qué está en Ceilán, señora Bradshaw?

—Por el amor de Dios, no seas tímida. Llámame Christina.

Gwen sonrió.

—Hace años que paso temporadas en la isla, pero ahora estoy aquí porque Savi prometió pintarme un retrato. Lo descubrí hace siglos, durante una pequeña exposición de sus obras en Nueva York. Sus retratos son de lo más íntimo. Consigue plasmar el corazón del modelo. Y resulta que me enamoré de él. Al final, todas caemos. Tienes que pedirle que te pinte.

—Vaya, yo…

—Bueno, espero que te guste el pato —la interrumpió Christina—. Vamos a tomar brinjal al curry de primero y, de segundo, un delicioso pato a la miel.

Mientras Christina los guiaba hacia el comedor, Gwen se paró frente a una gran máscara que colgaba de la pared del pasillo.

—¿Qué es?

—Una máscara tradicional, para la danza de los demonios.

Gwen observó boquiabierta la odiosa careta, dio un paso atrás y chocó contra el señor Ravasinghe, que le dio una palmadita en la espalda. La máscara era espeluznante. Una abominación. Con una alborotada melena canosa de un metro de largo, una gran boca roja que enseñaba los dientes y dos prominentes orejas rojo chillón, una a cada lado. Los ojos saltones eran de color naranja y la nariz y las mejillas estaban pintadas de blanco.

—Me la dio tu guapísimo marido —dijo Christina—. Un regalito. Ya sabes lo agradecido que es.

Gwen se quedó muda de la sorpresa, tanto por el regalo como por la actitud de Christina.

Pensó en aquella mañana cuando, tras coger un coche de caballos en la diminuta estación de Nanu Oya, se había reunido con el señor Ravasinghe en el Grand. Lo esperó fuera, en la calle, aspirando el olor a eucalipto que el viento traía de la cordillera de Pidurutalagala, envuelta en nubes. Ahora que las cosas iban bien con Laurence, se avergonzaba de haber sentido interés por el pintor. Aunque recordaba muy poco de lo que había ocurrido, se sentía abochornada por haber bebido tanto champán durante el baile.

Hoy, cuando la vio frente al Grand, le sonrió expresivamente, como si no hubiese pasado nada, y la cogió del brazo para ayudarla a cruzar una calle atestada de carros de bueyes y rickshaws. Justo en ese momento, oyeron una voz aguda.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó la mujer, y la miró, ensanchando los orificios nasales. Gwen empezaba a pensar que Florence era la voz de la conciencia.

—Muy bien, gracias —dijo.

—Espero que tu marido esté bien, querida.

Enfatizó deliberadamente la palabra «marido».

—Florence, qué alegría verte, pero me temo que no podemos pararnos a charlar. Nos han invitado a almorzar.

Florence dilató otra vez los orificios nasales y le tembló la papada.

—¿Sin Laurence?

—Sí, hoy va a estar ocupado todo el día. Hay un problema con los rodillos.

—Sin duda, Dios cuidará de ti, querida —añadió, mirando al señor Ravasinghe con los ojos entornados.

Poco después pasaron por delante del pequeño estudio de un fotógrafo. Gwen miró el escaparate e, intrigada al ver la imagen de una ceremonia de boda entre un europeo y una cingalesa vestida con el traje tradicional, pensó en Fran.

El señor Ravasinghe se fijó en que estaba mirando la fotografía.

—No era nada inusual, ¿sabe? Al principio. De hecho, hasta mediados del siglo XIX el gobierno alentaba los matrimonios mixtos.

—¿Por qué cambiaron las cosas?

—Por muchas razones. A partir de 1869, con la apertura del canal de Suez, era más fácil que las mujeres inglesas llegasen rápidamente hasta aquí. Hasta entonces, escaseaban en la isla. Pero incluso antes, el gobierno hizo un intento de recuperar su poder. Les preocupaba que los descendientes eurásicos de matrimonios mixtos no profesasen la misma lealtad al Imperio.

Ahora, cuando se sentaron a la pequeña mesa del comedor, sin que Gwen le quitase ojo a Christina, se preguntó si habría sido demasiado seca con Fran cuando hablaron del señor Ravasinghe.

—Ah —dijo Christina, dando una palmada—. Aquí viene el brinjal.

El camarero sirvió un plato que Gwen no reconoció.

—No pongas esa cara de preocupación, Gwen —dijo Savi—. Solo son berenjenas. Absorben todo el ajo y las especias. Una delicia. Pruébalas.

Gwen pinchó un trozo con el tenedor. La textura de las berenjenas le resultó extraña, pero el sabor era exquisito, y de repente la invadió un hambre voraz.

—Está muy bueno.

—Qué buenos modales tienes. Vamos a tener que cambiar eso, ¿verdad, Savi?

El señor Ravasinghe le dedicó otra mirada de advertencia.

—Oh, de acuerdo. Savi, eres un verdadero aburrimiento.

Gwen se concentró en terminarse el brinjal mientras los dos hablaban. Empezaba a cogerle el gusto a este tipo de comida, pero Christina la intimidaba. La invadió una sensación desconocida y apenas fue capaz de tragar el último bocado al no poder evitar preguntarse qué habría ocurrido entre Laurence y Christina. ¡Así que la danza de los demonios! ¿Laurence le habría regalado la máscara con un significado concreto, o es que en Ceilán la gente iba por ahí regalándose cosas espantosas? No quiso delatar su ignorancia, pero sí se decidió a hacer una pregunta de vital importancia.

—¿Hace mucho que conoces a mi marido? —dijo.

Christina hizo una pausa antes de contestar y sonrió.

—Sí. Laurence y yo nos conocemos desde hace una eternidad. Eres una mujer muy afortunada.

Gwen miró al señor Ravasinghe, que se limitó a inclinar la cabeza. No pareció especialmente decepcionado al ver que Gwen venía sola y, con su cortesía habitual, la había acompañado a la villa que Christina tenía alquilada. Llevaba la ropa impoluta (un traje oscuro y una camisa blanca que relucía contra el color de su piel), y caminaba tan cerca de ella que percibió su olor a canela. Pero se preguntó por qué tendría el mentón cubierto de una barba incipiente, como si se hubiese levantado tarde y no hubiese tenido tiempo de afeitarse o, incluso, como si no se hubiese acostado la noche anterior.

—Siento mucho lo de su prima —dijo, consciente de que lo estaba mirando—. Espero que se recupere pronto. Estaba pensando en invitarla a una excursión en barco por el lago de Kandy, ahora que la lluvia nos está dando un respiro. Kandy es la capital de las montañas.

—A Fran le encantaría. Le transmitiré la invitación.

Asintió con la cabeza.

—De hecho, si Fran sigue aquí en julio, puede que a las dos les guste asistir a una procesión que se celebra en Kandy, a la luz de las velas y de la luna llena. Se llama el festival de Perahera y es espectacular. Decoran los elefantes con oro y plata.

Christina dejó escapar un silbido.

—Tenéis que venir. La procesión celebra el diente de Gautama Buda. ¿Ya has oído la historia?

Gwen negó con la cabeza.

—Se dice que hace siglos una princesa sacó el diente de la India y lo trajo a Ceilán, escondido en su cabello. Y ahora, lo sacan por las calles al ritmo de tambores, seguido de bailarinas cubiertas de guirnaldas. Vayamos todos —sugirió Christina—. ¿Se lo dices tú a nuestro querido Laurence, Gwen, o se lo pregunto yo?

—Se lo diré yo —contestó Gwen, con una risa forzada, para disimular su irritación al ver que Christina insinuaba que seguía manteniendo una cierta familiaridad con Laurence.

Cuando retiraron el postre, Christina encendió un cigarro y se levantó.

—Creo que ya va siendo hora de desvelar el cuadro, señor Ravasinghe, ¿no cree? Pero primero tengo que empolvarme la nariz.

Se acercó a la silla de Savi cuando este se levantó y Gwen percibió el sutil aroma de Tabac Blond, de Caron, un perfume americano que llevaba Fran. Aquí resultaba de lo más oportuno, mezclado con el humo del cigarro. Christina besó al señor Ravasinghe en la mejilla y le pasó las uñas pintadas por el pelo largo y ondulado. Cuando el señor Ravasinghe se giró hacia Christina, Gwen examinó su perfil. Era un hombre muy guapo, y el peligro que se intuía tras sus ojos color caramelo no hacía más que acentuar su atractivo. Mientras lo observaba, agarró la mano que la americana le pasaba por el pelo y la besó con tanta ternura que Gwen se quedó desconcertada.

Había evitado preguntarle al señor Ravasinghe si le gustaba su prima, pero ahora que Christina los había dejado solos, parecía el momento perfecto. Y aunque le había dicho a Fran que no iba a entrometerse, ahora le parecía importante averiguarlo.

—Hablando de Fran —dijo Gwen.

—¿Estábamos hablando de Fran?

—Antes, sí.

—Por supuesto. ¿Qué quería decirme de su encantadora prima?

—¿Qué piensa de ella, señor Ravasinghe?

—Llámame Savi. —Hizo una pausa y le sonrió amigablemente, mirándola a los ojos—. Creo que es verdaderamente encantadora.

—Entonces ¿le gusta?

—¿Quién podría resistirse? Pero la verdad es que me gustaría cualquier prima suya, señora Hooper.

Gwen sonrió, pero su respuesta no había hecho más que acrecentar sus dudas. Le gustaba Fran, pero le habría gustado cualquier prima. ¿Qué clase de respuesta era esa?

Cuando Christina volvió al comedor, Savi le tendió la mano a Gwen y los tres se dirigieron hasta una habitación bien ventilada en la parte trasera de la casa. Dos ventanas altas daban a un jardín escalonado en terrazas y delimitado por una tapia, y el lienzo, cubierto con una cortina de terciopelo rojo, descansaba sobre un gran caballete, en mitad de la habitación.

—¿Estamos listos? —preguntó Christina, y tiró del telón de terciopelo con un gesto teatral.

Gwen observó el retrato de Christina y volvió a mirar al señor Ravasinghe, que sonrió y le sostuvo la mirada sin parpadear, como si esperase algún comentario.

—Es… inusual —dijo, desconcertada.

—Es más que eso, mi querido Savi. Es sublime —intervino Christina.

El problema era que Gwen no estaba segura. No es que no le gustase el cuadro, pero tenía la sensación de que, de alguna manera, el artista se estaba riendo de ella. Que ambos se estaban riendo de ella. El señor Ravasinghe era el perfecto ejemplo de caballero, atento y con buenos modales, pero había algo más; y no era solo el hecho de que la hubiese visto borracha, algo más que el hecho de que le hubiese acariciado la frente y le hubiese ayudado a meterse en la cama.

—Lo que te preocupa no es lo que puedes ver —dijo Christina.

Gwen la miró con el ceño fruncido.

—Tienes miedo de ver lo que puede que ocurra a partir de ahora.

Savi rio.

—O lo que ya ha ocurrido.

Gwen volvió a mirar el cuadro, pero el segundo vistazo solo sirvió para acrecentar sus reservas. Christina tenía las mejillas sonrojadas y el pelo alborotado y lo único que llevaba puesto eran un collar de azabache y una mirada cómplice. El retrato terminaba justo por debajo de sus pechos desnudos. Sabía que era ridículo, pero odiaba pensar que Laurence hubiese visto a Christina así.

—Savi pintó a la primera mujer de tu marido, ¿lo sabes?

—No lo he visto.

—Imagino que Laurence descolgó el cuadro tras morir ella.

Gwen pensó por un momento.

—¿Conocías a Caroline?

—No muy bien. Me hice amiga de Laurence más adelante. Savi también estuvo a punto de pintar a Verity, antes de su gran día; hasta había dibujado un par de esbozos preliminares, pero entonces ella se rajó y volvió a Inglaterra a toda prisa. Nadie sabe por qué dejó al pobre diablo con el que pensaba casarse. Tenía un puesto en el gobierno y, por lo que oí decir, era un buen hombre. ¿Qué opinas de tu cuñada?

—No la conozco muy bien.

—¿Qué opinas de Verity Hooper, Savi? Haz el favor de decírnoslo.

El discreto ceño del señor Ravasinghe bastó para comunicar su desaprobación, aunque Gwen no consiguió entender si no le gustaba la propia Verity o si simplemente no quería que su cuñada fuese el tema de conversación.

—Bueno —continuó Christina—, en mi opinión, Verity es una persona problemática, y, aparte de su hermano, lo único que le importan son los caballos. O le importaban, cuando vivía en Inglaterra.

—Es un alma atormentada —dijo el señor Ravasinghe, mientras se sacaba del bolsillo de la chaqueta un pequeño bloc de dibujo—. ¿Le importa que la dibuje, señora Hooper?

—Oh, no sé. Laurence…

—Laurence no está aquí, querida. Deja que te pinte.

Vio que el señor Ravasinghe le sonreía.

—Es usted increíblemente fresca y pura. Me gustaría intentar plasmarlo.

—Muy bien. ¿Cómo quiere verme?

—Tal y como es.