13
A LAS TRES DE LA madrugada, Gwen se incorporó de pronto en la cama, temblando y empapada de sudor. Las tres de la madrugada, la misma hora a la que se despertaba de niña por miedo a que los fantasmas del árbol de los búhos hubiesen venido a por ella. Llamó a Naveena, que entró por el baño desde el cuarto del bebé, donde ahora dormía. Pero a duras penas consiguió tartamudear algo. En el sueño, a sus hijos les pasaba algo, y aunque había hecho todo lo posible, solo había podido salvar a uno de ellos.
Por la mañana, a Gwen le pareció oír el llanto de una niña. No estaba segura de si lo había oído en sueños o en el momento de despertarse, pero, fuera como fuese, se quedó conmocionada.
Tras despertarse cuatro noches seguidas, temblando y sin aliento, tomó una decisión y llamó a Naveena. Mientras Gwen se debatía entre momentos de rabia y un sentimiento de culpa que le rompía el corazón, se dio cuenta de que la ausencia de Liyoni empezaba a tener un mayor impacto en ella que la presencia de Hugh. Necesitaba despejar sus dudas y quedarse tranquila, y decidió que, si la niña estaba bien atendida, le resultaría más fácil vivir sin ella. A Naveena no le convenció del todo la idea y Gwen tuvo que obligarla a que accediese a hacer lo que le pedía. Una vez lo consiguió, lo único que podía hacer era esperar al momento en que ni Laurence ni Verity estuviesen en casa. Hasta entonces, continuarían las pesadillas y seguiría oyendo el llanto de su hija.
Esperó, y el día elegido, cuando Laurence y Verity por fin decidieron quedarse a dormir en Nuwara Eliya (Laurence, para jugar unas partidas de póquer en el Hill Club, y Verity, para ver a sus antiguas amigas), Gwen se preparó para ir al valle. Pensó en Laurence, en el club solo para caballeros. Una vez se había asomado al interior y había visto un salón en penumbra en el que la única decoración eran varias cabezas de jabalíes, cuadros de caza y peces disecados. El contraste entre lo que representaba el club y lo que estaba a punto de hacer no podía ser mayor.
—Pero, señora —dijo Naveena, mientras envolvía a Hugh en una manta—, es un peligro. ¿Y si sale mal?
—Haz lo que hemos acordado.
La mujer inclinó la cabeza.
Aunque se había puesto una vieja capa de Naveena sobre su propia ropa, Gwen se estremeció al notar el aire frío de primera hora de la mañana. Se bajó la capucha sobre la frente para taparse los ojos y se envolvió en un chal que le cubría los hombros y la parte inferior de la cara.
—La calesa está preparada, al lado de la casa. —Naveena se sonrojó y habló con expresión avergonzada—. ¿Tiene dinero, señora?
Gwen asintió con la cabeza.
—Será mejor que salgamos. Pronto saldrá el sol. He cerrado con llave la puerta de mi dormitorio y le he dejado una nota al mayordomo, diciendo que no me molesten en todo el día.
Gwen hablaba con mucha más confianza de la que sentía; tras salir a hurtadillas por una puerta lateral, vio al buey esperando en la penumbra teñida de azul. Apretó los dientes, se subió al carro y reptó hasta sentarse bajo un toldo de hojas de palmera extendido sobre unos aros de bambú. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas, estaba acalorada y empezaron a temblarle las manos. Además, los duros asientos de tablas de la calesa no eran precisamente cómodos. Naveena le pasó a Hugh en una cesta, se sentó en la parte delantera del carro y agitó las riendas. El buey resopló y la calesa echó a rodar lentamente.
Nadie las había visto.
En el interior del carro olía a sudor, a humo y a té, y Gwen volvió la vista atrás mientras subían por la colina. Cogió en brazos a Hugh y estrechó al bebé dormido contra su pecho, pensando que ojalá pudiese olvidarse de su hija. Justo en ese momento empezaron a encenderse las luces de la casa, apenas visibles entre la bruma que se levantaba a primera hora de la mañana. «Date prisa —pensó—, date prisa». Pero un carro tirado por un solo buey no era un medio de transporte rápido, y no podría estar tranquila hasta que no llegasen a la cima de la colina. Hugh emitió un gritito y Gwen le murmuró, como hacen las madres.
Cuando llegaron a la cresta de la colina, la imponente casa le pareció pequeña y desdibujada, y poco después, cuando tomaron la carretera, desapareció por completo. La noche dio paso al día, el cielo se volvió amarillento y la niebla se fundió, revelando una mañana fresca y despejada. A medida que avanzaban, las colinas redondeadas, con sus hileras e hileras de arbustos de té sorprendentemente verdes, parecían no acabar nunca.
Gwen echó hacia atrás los hombros para aliviar la tensión, y a medida que se alejaban de la plantación, empezó a respirar con más facilidad. Comenzó a oírse el canto de los pájaros y empezó a disfrutar de los dulces aromas a jazmín, orquídeas silvestres y menta. Cerró los ojos.
El día anterior había sacado a Hugh al jardín. Después de una mañana húmeda, como era habitual, había salido el sol y el día se había vuelto más cálido. El pobrecillo necesitaba que le diese algo de calor en las mejillas y, agotada tras las noches en vela y los días presa de los nervios, Gwen también. Pero en los rincones del jardín en los que la luz se mezclaba con las sombras intuía con demasiada facilidad la presencia de la niña, y Hugh había empezado a llorar. Estiró los bracitos y abrió y cerró varias veces los puños, como buscando algo que debería estar allí pero no estaba.
Gwen suspiró y se acomodó sobre las tablas mientras el carro, a pesar de sus enormes ruedas de madera, avanzaba con relativa suavidad por la carretera. Después de un tiempo, le llamó la atención el olor a limón que invadió el aire. Respiró con ganas y notó que su angustia disminuía y que los nervios que le agarrotaban el pecho se relajaban ligeramente. Era la primera vez que respiraba tranquila desde que nacieron los bebés.
—Giramos aquí, señora —anunció Naveena, mirando hacia atrás por encima del hombro. Gwen asintió con la cabeza, pero casi se cae del asiento cuando la calesa empezó a traquetear por un sendero de tierra. Se inclinó hacia delante para ver las piedras y los baches del suelo, y se fijó en que, a ambos lados, unos altos árboles oscuros se elevaban sobre el camino, aunque había poca maleza.
—No mire los árboles, señora.
—¿Por qué no? ¿Es por los veddas?
Laurence le había hablado de los antiguos habitantes del bosque, que los cingaleses llamaban vedda, una palabra que, por lo que Gwen tenía entendido, simplemente significaba que no eran civilizados. Se acordó de la grotesca máscara y la idea de encontrarse con ellos la asustó.
Naveena negó con la cabeza.
—Ahí viven las almas en pena.
—¡Oh, por el amor de Dios, Naveena! No creerás en esas cosas, ¿verdad?
Gwen observó la parte trasera de la cabeza de Naveena mientras esta la meneaba.
Por lo visto, a ninguna de las dos le apetecía continuar con la conversación. A un lado del camino, Gwen vio que un sambur levantaba la cabeza, alarmado, y se quedaba completamente inmóvil. La enorme criatura color caramelo la miró a la cara, con sus ojos aterciopelados y los largos cuernos que se curvaban hacia arriba a cada lado de la cabeza. Tranquilo y sereno, no les quitó los ojos de encima mientras pasaban.
El bosque estaba más silencioso de lo que esperaba, y solo el chirrido de las ruedas del carro las acompañaba. Absorta en sus pensamientos, apenas se fijó cuando Naveena giró en otra dirección. Empezaron a ver una nueva clase de árbol, de copa baja, y en un momento dado un mono se agarró a uno de los laterales del carro. Se aferró a la lona y la miró, con los dedos extendidos. Tenía las manos y las uñas negras, pero sus ojos feroces parecían tan humanos que se sobresaltó.
—Es mono de cara púrpura. No hace nada —dijo Naveena, mirando hacia atrás.
Más adelante, donde empezaban a escasear los árboles, percibió un olor a carbón quemado. Oyó voces a lo lejos y le preguntó a Naveena si ya habían llegado.
—Todavía no, señora. Pronto.
Aquí la maleza era rala y no había tantas piedras y baches en el camino. Empezaron a avanzar un poco más rápido y finalmente, el sendero se curvó hacia un lado para seguir la empinada orilla del río. Gwen miró el agua clara, bajo la que las suaves algas danzarinas parecían el reflejo de los árboles de la orilla opuesta. El olor del aire había cambiado; ya no solo olía a tierra y a vegetación, sino también a especias. A ambos lados del camino casi llano, la tierra estaba salpicada de pequeñas flores parecidas a las margaritas, y más adelante los árboles estaban cubiertos de higos silvestres todavía verdes. Más allá, donde se ensanchaba el río, dos elefantes parecían dormitar, sumergidos hasta las orejas en el agua.
Naveena detuvo la calesa y ató las riendas a uno de los árboles.
—Espere aquí, señora.
Gwen vio alejarse a Naveena, sabiendo que podía confiar en ella. Había sido tan comprensiva, sin juzgarla ni un momento, que Gwen pensó que debía de tener algo que ver con la fe budista y con la creencia del aya en el destino. Después miró a Hugh, que seguía dormido en el fondo de la cesta. Junto al río, dos vigorosos hombres morenos con el pelo largo recogido en un moño condujeron a otros dos elefantes hasta el agua. Los animales se sentaron con movimientos lentos y pesados y los hombres empezaron a lavarles las cabezas. Cuando uno de los elefantes bramó, el chorro de agua proveniente de su trompa describió un gran arco, que casi llegó a donde estaba Gwen, haciéndola gritar. Uno de los hombres alzó la vista, salió del agua y se acercó a investigar. Gwen retrocedió, tapándose la cara para que solo pudiese verle los ojos. El hombre llevaba un taparrabos, pero en la correa que le rodeaba la cintura tenía una especie de cuchillo. Se le aceleró el corazón y rodeó la cesta de Hugh con un brazo protector, intentando convencerse de que el machete debía de ser para abrir cocos.
El hombre sacó el cuchillo y avanzó hacia ella. Aterrorizada, entrecerró los ojos. Naveena se había llevado todo el dinero, así que no tenía nada que darle. El hombre le dijo algo, gesticulando y agitando el cuchillo en el aire.
Gwen no hablaba ni palabra de cingalés, así que hizo un gesto negativo con la cabeza. El hombre la miró un momento, sin moverse, y entonces volvió Naveena con un bulto en los brazos. La criada se dirigió al hombre, lo ahuyentó y subió a la calesa. Cuando Naveena le pasó el bulto, Gwen sintió ganas de devolvérselo. No miró enseguida a la niña, sino que la acunó, envuelta en el chal, y sintió su calidez contra su pecho.
—¿Qué quería ese hombre? —preguntó.
—Quería saber si la señora le da trabajo. Le enseña el cuchillo, así sabe que tiene sus herramientas para cortar el jardín.
—¿Sabe quién soy?
Naveena se encogió de hombros.
—La llama señora blanca.
—¿Eso quiere decir que lo sabe?
Naveena negó con la cabeza.
—Hay muchas señoras blancas. Voy a atravesar la aldea. No puedo girar el carro aquí. Demasiado estrecho. Tapa la cara. Pon niña en la cesta, con Hugh.
Gwen hizo lo que le decía y se asomó por la abertura trasera del carro mientras atravesaban una aldea de chozas de zarzos y barro con tejados de paja. Había niños jugando y riendo en el barro, mujeres que acarreaban fardos sobre las cabezas y, proveniente de lo profundo del bosque, se oía el sonido apenas perceptible de unos cánticos. Pasaron junto a un hombre que hacía cacharros de barro haciendo girar la arcilla y dándole forma. Frente a otra cabaña, una mujer tejía una manta con un primitivo telar, mientras que una tercera removía una olla que colgaba sobre una hoguera de leña. La aldea parecía un lugar pacífico.
Una vez la atravesaron y estuvieron a salvo al otro lado, pararon, lejos de miradas curiosas. Al destapar al bebé, casi se le paró el corazón. Acarició la suave mejilla de la niña y observó con asombro lo preciosa que era. Liyoni era tan hermosa que cortaba la respiración y tan perfecta que sintió ganas de llorar. Hugh no había vuelto a chillar desde que había metido a su hermanita en la cesta con él, pero ahora empezó a gimotear. Una niña de unos doce años había seguido la calesa y Gwen la vio, esperando a pocos metros de las ruedas.
—Coge a Hugh mientras examino a la pequeña —dijo Gwen—. Y dile a esa niña de ahí que se vaya.
Liyoni estaba completamente despierta, pero en silencio, y miraba a su madre con sus grandes ojos negros. Aunque la conmoción era muy fuerte, Gwen logró dominarse. Solo había ido para ver si la niña estaba bien atendida y asegurarse de que no estaba sufriendo. Eso era todo. Invadida por una mezcla de añoranza y miedo, examinó con atención al bebé, separándole los deditos de las manos y de los pies y mirándole las piernas, los brazos y la piel. La besó en la frente y en la nariz, pero se resistió al impulso de enterrar la cara en su brillante pelo negro. Respiró hondo, sintió que le escocían los ojos y una lágrima cayó sobre la mejilla de la niña. El bebé no olía a talco y a leche, como Hugh, sino que su piel ligeramente húmeda ya estaba impregnada de una nota de canela. A Gwen se le hizo un nudo en el estómago y, tragando rápidamente, se separó de la niña. Quería seguir acunándola y no soltarla nunca, pero sabía perfectamente que no podía permitir que Liyoni le robase el corazón.
«Por lo menos está sana», se dijo Gwen. Había engordado un poco y estaba limpia, y saberlo aligeró hasta cierto punto su sentimiento de culpa.
—Ya basta —dijo—. La niña está bien.
—Sí, señora. Yo se lo digo todo el tiempo.
—Dile a la mujer que estamos contentas y que seguiremos pagándole.
Naveena asintió con la cabeza.
—Muy bien, llévala de vuelta a la aldea y dame a Hugh.
Naveena y Gwen intercambiaron los bultos, y cuando la criada se llevó a Liyoni, Gwen sintió que volvía a formársele el nudo en la garganta. Escuchó que se levantaba el viento entre los árboles, pero esta vez no se asomó. A medida que pasaban los minutos, Gwen se dio cuenta de que de nada servía obsesionarse con cómo habría sido concebida Liyoni: lo importante era asegurarse de que jamás salía a la luz. Decidió no decir nunca ni una palabra de ello al señor Ravasinghe, ni a ninguna otra persona, durante el resto de su vida.
—¿De qué viven? —preguntó Gwen, cuando volvió Naveena.
—Tienen chenas. Cultivan cereales y verduras allí, ¿no? Y en el bosque, hay fruta. Ha visto higos.
—¿Y qué más?
—Tienen cabras y un cerdo. Sobreviven así.
—Pero ¿el dinero que le has dado les ayudará?
—Sí.
Cuando atravesaron la aldea en el camino de vuelta, Gwen se asomó por la abertura de la calesa, preguntándose si sería capaz de adivinar cuál de aquellas mujeres era la que iba a criar a su hija. A un lado del camino, un enorme varano de tierra con las garras afiladas como cuchillos trepó a un árbol. Gwen se fijó en una mujer que parecía observar el carro con sus penetrantes ojos oscuros. Era bajita, pero tenía los pechos redondeados, las caderas anchas y el rostro moreno y de mejillas anchas. Llevaba el pelo negro recogido en la nuca y una trenza decorada con cuentas le caía por la espalda. La mujer sonrió al verlas pasar y Gwen se preguntó si sería una sonrisa de complicidad o simplemente la sonrisa despistada de una mujer que se siente en paz con el mundo. Por un momento, la invadió el pánico al pensar en lo que había hecho y sintió ganas de acunar otra vez al bebé, pero cuando una mariposa pavo real de un naranja vivo se posó en la base de uno de los aros de bambú que soportaban el toldo de la calesa, empezó a respirar más acompasadamente. Liyoni estaba bien atendida, eso era lo importante, y era mejor no saber quién se ocupaba de ella.