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DOS DÍAS DESPUÉS, GWEN se despertó temprano y vio la luz del sol, que entraba a raudales a través de las cortinas de muselina. Estaba deseando desayunar con Laurence y que este le enseñase la casa. Se sentó al borde de la cama, se deshizo las trenzas que llevaba en el pelo y hundió los pies en una sedosa alfombra de piel. Miró hacia abajo y movió los dedos en su blancura, preguntándose a qué animal habría pertenecido. Una vez fuera de la cama, se puso una bata de seda clara que alguien había colocado sobre una de las sillas.
Habían llegado a la plantación, situada en las montañas, la noche anterior, justo cuando se ponía el sol. Le dolía la cabeza del cansancio y, deslumbrada por los violentos rojos y púrpuras del cielo nocturno, se había ido directa a la cama.
Ahora, deslizándose por las tablas de madera del suelo, se acercó a la ventana para descorrer las cortinas. Respiró hondo al contemplar la primera mañana en su nuevo mundo y, parpadeando por la claridad, se tambaleó al percibir el aluvión de zumbidos, silbidos y gorjeos que llenaban el aire.
Bajo la ventana, un bonito jardín repleto de flores bajaba hasta el lago en tres terrazas con senderos, escalones y bancos estratégicamente colocados entre las tres. El lago era de un precioso tono plateado, el más brillante que había visto nunca. Cualquier recuerdo del trayecto en coche del día anterior, con sus aterradoras curvas cerradas, profundos barrancos y mareantes baches, quedó borrado de inmediato. Detrás del lago se elevaba un tapiz de terciopelo verde, que rodeaba el agua. Los arbustos de té se extendían de manera tan simétrica que daba la impresión de que los hubiesen bordado en hileras, entre las cuales las recolectoras de té, con sus llamativos saris de vivos colores, recordaban a diminutos pájaros labrados que se hubiesen posado para picotear.
Justo delante de la ventana de su dormitorio había un pomelo y otro árbol que no reconoció, pero que parecía estar cargado de cerezas. Decidió que cogería unas cuantas para el desayuno. En la mesa que había fuera, una curiosa criatura con aspecto mitad de mono y mitad de búho le devolvió la mirada con unos ojos redondos como platos. Se volvió a mirar la enorme cama con dosel, cubierta por una mosquitera. La colcha de satén apenas estaba arrugada, y le pareció extraño que Laurence no hubiese pasado la noche con ella. Puede que hubiese dormido en su dormitorio para no interrumpir su sueño después del viaje. Estaba mirando a su alrededor cuando oyó un chirrido y se abrió la puerta.
—Ah, Laurence, yo…
—Señora. Debe saber que soy Naveena. Aquí para servirla.
Gwen miró a la mujer bajita y de cuerpo cuadrado. Llevaba una falda cruzada larga azul y amarilla con una blusa blanca y una larga trenza surcada de canas le colgaba a todo lo largo de la espalda. Su cara redonda era un amasijo de arrugas y sus ojos rodeados de ojeras oscuras no delataban sus pensamientos.
—¿Dónde está Laurence?
—El señor está trabajando. Hace ahora dos horas.
Decepcionada, Gwen dio un paso atrás y se sentó en la cama.
—¿Quiere el desayuno aquí? —La criada señaló una mesita junto a la ventana. Se hizo una pausa, durante la cual ambas mujeres se observaron—. ¿O en la veranda?
—Primero voy a asearme. ¿Dónde está el baño?
La mujer fue hasta el otro extremo de la habitación. Cuando pasó a su lado, Gwen notó que llevaba el pelo y la ropa perfumados con una singular fragancia especiada.
—Aquí, señora —dijo la mujer—. Detrás del biombo es su cuarto de baño, pero el culi de las letrinas no ha llegado todavía.
—¿El culi de las letrinas?
—Sí, señora. Viene pronto.
—¿El agua está caliente?
La mujer meneó la cabeza. Gwen no estaba segura de si había querido decir que sí o que no, y se dio cuenta de que la mujer debía de haber notado su desconcierto.
—Hay caldera de quemar madera, señora. Madera de albizia. Hay agua caliente, mañana y noche, una hora.
Gwen habló con la cabeza alta e intentando aparentar más seguridad en sí misma de la que sentía:
—Muy bien. Primero me asearé y después desayunaré en el jardín.
—Muy bien, señora.
La mujer señaló las cristaleras.
—Dan a veranda. Yo voy y vengo. Traigo el té aquí.
—¿Qué es esa criatura de ahí fuera?
La mujer se giró a mirar, pero la criatura ya no estaba.
Todo lo contrario que en Colombo, con su sofocante humedad, en la plantación hacía una mañana soleada pero más bien fresca. Después de desayunar, Gwen cogió una cereza. La fruta era de un bonito color rojo oscuro, pero cuando la mordió, notó que estaba ácida y la escupió. Se echó el chal sobre los hombros y se dispuso a investigar la casa.
Primero exploró un corredor ancho y de techos altos que tenía el largo de la casa. El suelo de madera oscura relucía y las paredes estaban salpicadas de candiles de principio a fin. Olisqueó el aire. Esperaba que la casa oliese a humo de puro, y así era, pero también estaba impregnada del fuerte aroma del aceite de coco y la cera aromática para madera. Laurence la había descrito como un bungaló, pero Gwen se fijó en una ancha escalera de teca que llevaba del amplio vestíbulo a la segunda planta. Al otro lado de las escaleras, un precioso chifonier con incrustaciones de madreperla descansaba contra la pared, y junto a este había una puerta. Gwen la abrió y entró en un espacioso salón.
Sorprendida por su tamaño, respiró hondo, abrió una de las ventanas con postigos marrones de una hilera que recorría toda la pared y comprobó que esta habitación también tenía vistas al lago. Cuando la luz inundó la habitación, miró a su alrededor. Las paredes estaban pintadas del celeste verdoso más claro que pueda imaginarse, y el efecto general que producía la habitación era de frescura y serenidad. Había sillones de aspecto cómodo y dos sofás de color claro sobre los que se levantaban montones de cojines bordados con motivos de pájaros, elefantes y flores exóticas. Una piel de leopardo estaba extendida sobre el respaldo de uno de los sofás.
Gwen se quedó parada sobre una de las dos alfombras persas en tonos azul marino y crema y empezó a dar vueltas con los brazos extendidos. Le gustaba su nuevo hogar. Le gustaba mucho.
Un gruñido grave la sobresaltó. Miró hacia abajo y se dio cuenta de que le había pisado la pata a un perro de pelo corto que dormitaba en el suelo. Debía de ser un labrador negro de pelaje brillante, pensó, aunque no era del todo idéntico a otros perros de esa raza. Dio un paso atrás, preguntándose si mordería. En ese momento, un extranjero de mediana edad entró en la habitación casi sin hacer ruido. El hombre, de hombros estrechos, rasgos diminutos y la cara morena del color del azafrán, llevaba puestos un sarong blanco, una chaqueta blanca y un turbante blanco.
—El viejo perro se llama Tapper, señora. El perro favorito del señor. Yo soy mayordomo, y aquí está tiffin[1]. —Le enseñó la bandeja que llevaba y la dejó sobre un grupito de mesas bajas—. Y té Broken Orange Pekoe, hecho aquí.
—¿De verdad? Pero si acabo de desayunar.
—El señor volverá después de las doce. Oirá la sirena de trabajadores, señora, y él vendrá aquí. —Señaló un revistero de madera junto a la chimenea—. Hay revistas, puede leer.
—Gracias.
Era una gran chimenea revestida de piedra, con unas pinzas, una pala y un atizador de latón, los utensilios habituales para hacer fuego. A su lado había un enorme cesto en el que se amontonaban los troncos. Sonrió. Les esperaba una noche de lo más acogedora, los dos solos acurrucados junto al fuego.
Solo quedaba una hora para que volviese Laurence, así que, ignorando el té, decidió explorar el exterior de la casa. Cuando llegaron en el Daimler nuevo de Laurence, estaba atardeciendo y no había podido ver qué aspecto tenía la parte delantera de la casa. Atravesó el corredor hasta llegar al vestíbulo principal, donde abrió una de las hojas de la puerta doble de madera oscura, decorada con un bonito montante de abanico, y salió a la escalinata, a la sombra del porche. Un camino de gravilla, flanqueado de árboles de los tulipanes en flor intercalados con palmeras, se alejaba de la casa y subía, retorciéndose, hacia las colinas. Algunas de las flores, esparcidas en el suelo, recordaban a grandes tulipanes color naranja, y su color vivo destacaba sobre los arcenes cubiertos de hierba.
Sintió ganas de subir a las colinas, pero primero se acercó al lateral de la casa, donde una habitación cubierta pero sin paredes daba al lago, aunque a un ángulo ligeramente distinto del de su dormitorio. Esta habitación exterior o pórtico tenía ocho pilares de madera oscura, el suelo de mármol y muebles de ratán. Vio que ya estaba puesta la mesa para el almuerzo. Cuando una pequeña ardilla rayada subió corriendo uno de los pilares y desapareció tras una viga, Gwen sonrió.
Desandando los pasos hasta la parte delantera de la casa, empezó a avanzar por el camino de gravilla, contando los árboles. Cuanto más se alejaba, más pegajosa se sentía; pero no quería volver la vista atrás hasta contar veinte. Mientras contaba, aspirando el perfume de las rosas persas, se iba levantando el calor, aunque, por suerte, no llegó a ser asfixiante como el ambiente que reinaba en Colombo. A ambos lados del camino, los exuberantes márgenes estaban cubiertos de una alfombra de arbustos cargados de grandes hojas en forma de corazón y flores color melocotón.
Al llegar al árbol número veinte, se quitó el chal, cerró los ojos y giró sobre sus talones. Todo relucía. El lago, el tejado rojo de la casa, hasta el mismo aire. Respiró hondo como si así pudiese absorber cada partícula de la belleza que tenía delante: las flores perfumadas, la impresionante vista, el verde luminoso de las colinas de la plantación, el canto de los pájaros. Todo lo que la rodeaba se le subió a la cabeza. Nada estaba inmóvil, y el aire, lleno de una vida intensa y bulliciosa, zumbaba, en continuo movimiento.
Desde esta posición ventajosa, vio con claridad la forma de la casa. En la parte trasera del edificio un ala elevada se extendía en paralelo al lago, con la habitación exterior a la derecha. Daba la impresión de que habían añadido una ampliación a un lado de la casa, formando una ele. Junto a esta, había un patio y un sendero que desaparecía tras un muro de altos árboles. Aspiró una y otra vez el aire limpio.
El estridente toque de la sirena de mediodía hizo añicos la tranquilidad. Había perdido la noción del tiempo, pero le dio un vuelco el corazón al ver a Laurence salir de detrás de los árboles altos y acercarse a la casa con otro hombre. Parecía estar en su elemento, fuerte y al mando. Se echó el chal sobre los hombros y salió corriendo hacia ellos. Pero bajar la pronunciada pendiente corriendo resultó ser más difícil que subirla, y pronto se resbaló con la gravilla, se tropezó con una raíz, perdió el equilibrio y cayó hacia delante con tanta fuerza que se le escapó todo el aire de los pulmones.
Cuando recuperó el aliento e intentó levantarse, le falló el tobillo izquierdo. Se frotó la frente magullada y, mareada, se sentó en el suelo, intuyendo el comienzo de otra jaqueca provocada por el calor del sol. Por la mañana hacía fresco y no se le había ocurrido ponerse sombrero. Proveniente de detrás de los altos árboles, oyó un espantoso alarido, como de un gato o de un niño sufriendo, o tal vez de un chacal. No quería averiguarlo, así que se obligó a ponerse en pie. Esta vez consiguió sobreponerse al dolor y se acercó a la casa a la pata coja.
Justo cuando alcanzó a ver la puerta principal, Laurence salió de la casa y corrió hacia ella.
—Me alegro muchísimo de verte —dijo Gwen, con la respiración acelerada—. Subí a ver las vistas, pero me he caído.
—Cariño, es peligroso. Hay serpientes. Serpientes entre la hierba y serpientes arborícolas. Serpientes que nos libran de las ratas del jardín. Y todo tipo de hormigas y escarabajos venenosos. Será mejor que no salgas sola. Todavía no.
Gwen señaló las colinas donde había visto a las mujeres recoger el té.
—No soy tan delicada como parezco, y esas mujeres estaban en el campo.
—Los tamiles conocen la tierra —explicó, acercándose a ella—. Pero no tiene importancia. Apóyate en mi brazo, te llevaré a casa y le pediré a Naveena que te vende el tobillo. Si quieres, puedo llamar al médico de la zona para que venga de Hatton.
—¿Naveena?
—El aya.
—Ah, sí.
—Me cuidaba de pequeño y le tengo cariño. Cuando tengamos hijos… —Gwen enarcó las cejas y le dedicó una sonrisa cómplice. Laurence sonrió y terminó la frase—: cuidará de ellos.
Ella le acarició el brazo.
—Y yo no tendré nada que hacer…
—Hay montones de cosas que hacer. Pronto lo descubrirás.
Mientras bajaban la cuesta en dirección a la casa, sintió el calor de su cuerpo contra el de ella. A pesar del dolor del tobillo, experimentó un cosquilleo ya familiar y levantó una mano para tocarle el marcado hoyuelo de la barbilla.
Cuando Naveena terminó de vendarle el tobillo, se sentaron juntos en la habitación exterior.
—Bueno —dijo él, con un brillo especial en los ojos—, ¿te gusta lo que ves?
—Es perfecto, Laurence. Voy a ser muy feliz aquí, contigo.
—La culpa de tu caída la tengo yo. Quise hablar contigo anoche, pero te dolía tanto la cabeza que decidí esperar. Hay algunas cosas que tengo que mencionarte.
Gwen levantó la vista.
—¿Sí?
Los surcos de su frente se hicieron más profundos. Cuando entrecerraba los ojos, resultaba obvio que el sol le había acentuado las patas de gallo.
—Por tu propia seguridad, no te inmiscuyas en los asuntos de los trabajadores. No te preocupes de las líneas de trabajo.
—¿A qué te refieres?
—Donde viven los jornaleros de la plantación y sus familias.
—Pues parece interesante.
—Sinceramente, no hay mucho que ver.
Gwen se encogió de hombros.
—¿Algo más?
—Será mejor que no andes por ahí sola.
Gwen resopló.
—Solo hasta que te familiarices un poco más con las cosas.
—Muy bien.
—No dejes que nadie te vea en bata, solo Naveena. Te traerá el té de la mañana a las ocho. El té de cama, como lo llaman ellos.
Gwen sonrió.
—¿Y te quedarás conmigo para tomar el té de cama?
—Siempre que pueda.
Gwen le tiró un beso desde el otro lado de la mesa.
—Estoy deseándolo.
—Yo también. Y ahora, no te preocupes por nada. Pronto entenderás cómo funcionan las cosas. Mañana conocerás a algunas de las esposas de otros cultivadores. Aunque es un tanto excéntrica, Florence Shoebotham te será de gran ayuda.
—No me queda nada que ponerme.
Laurence sonrió.
—Esa es mi chica. McGregor ya ha enviado a alguien a la estación de Hatton a que recoja tu baúl en un carro de bueyes. Más tarde te presentaré al personal, pero, por lo visto, también te espera una caja de Selfridges. Deben de ser cosas que pediste antes del viaje, ¿me equivoco?
Gwen estiró los brazos, de repente más animada, al pensar en su cristalería Waterford y en su maravilloso vestido de noche nuevo. El vestido era el último grito: corto y con varias capas de flecos, en tonos rosa y plateado. Recordaba el día, en Londres, en que Fran había insistido en que lo mandase hacer. Solo diez días más y Fran estaría allí, con ella. Un grajo grande se lanzó en picado sobre la mesa y, rápido como un rayo, robó uno de los panecillos de la cesta. Rio y Laurence la imitó.
—Hay muchos animales. He visto una ardilla rayada que se refugió en el techo de la veranda.
—Hay dos. Tienen un nido allí arriba. No hacen ningún daño.
—Me gusta.
Gwen le tocó la mano y él se la llevó a los labios para besarle la palma.
—Una última cosa. Casi lo olvidaba, pero en realidad es lo más importante. Los asuntos domésticos son cosa tuya. No pienso interferir. Los criados responden ante ti y solo ante ti.
Hizo una pausa.
—Me temo que las cosas se han torcido un poco. Hace demasiado tiempo que los criados hacen lo que les viene en gana. Puede que sea difícil, pero estoy seguro de que volverás a meterlos en cintura.
—Laurence, estaremos bien. Pero no me has dicho gran cosa de la finca en sí.
—Bueno, la mano de obra es numerosa y está formada por tamiles. Los tamiles son unos trabajadores excelentes, a diferencia de la mayoría de los cingaleses. Alojamos a mil quinientos como mínimo. Les proporcionamos una escuela, por así llamarla, un dispensario y asistencia médica básica. Disponen de distintos subsidios, de una tienda y de arroz subvencionado.
—¿Y cómo se elabora el té?
—Se hace todo en nuestra fábrica de té. Es un proceso largo, pero algún día te lo enseñaré, si quieres.
—Me encantaría.
—Bien. Y ahora que está todo arreglado, sugiero una siestecita —dijo, poniéndose en pie.
Gwen observó los restos del almuerzo y se rodeó el cuerpo con los brazos. Respiró hondo y exhaló lentamente. Era el momento. Cuando Laurence se inclinó para darle un beso en la frente, cerró los ojos y no pudo reprimir una sonrisa de placer, pero al abrirlos vio que ya se había alejado.
—Te veré esta noche —dijo—. Lo siento muchísimo, cariño, pero tengo que reunirme con McGregor. La sirena de la fábrica de té sonará a las cuatro, y para entonces ya no estaré en casa. Pero tú sigue durmiendo.
Sintió que se le agolpaban las lágrimas tras los párpados, pero se secó los ojos con la servilleta. Sabía lo ocupado que estaba Laurence, y por supuesto la plantación era lo primero, pero ¿serían imaginaciones suyas o su encantador y sensible marido estaba un poco distante?