11
ESPERARON HASTA CASI EL ATARDECER. Verity aún no había vuelto de Hatton, así que Gwen montó guardia mientras Naveena envolvía al bebé en una manta y lo metía en una vieja cesta de recolección de té. Se subió a una calesa tirada por bueyes y puso al bebé en la parte trasera, pero, justo cuando estaban a punto de marcharse, McGregor salió de la penumbra. Gwen se escondió entre las sombras del porche, conteniendo el aliento, y escuchó cómo Naveena le explicaba que iba a visitar a una amiga enferma en una de las aldeas cingalesas.
—El carro no está para tu uso particular —le dijo McGregor.
Gwen notó que se le tensaba la mandíbula.
—Solo voy una vez, señor.
«Por favor, deja que se vaya».
—¿Tienes permiso del señor?
—La señora dijo.
—¿Qué llevas en la cesta?
El pánico invadió a Gwen y la dejó sin respiración.
—Una manta vieja que me dio la señora.
McGregor fue hasta el otro lado de la calesa, donde Gwen no podía oír lo que decía. Si le daba por registrar la cesta, podía darse por muerta. Mientras la anciana y el hombre intercambiaban algunas palabras más, Gwen rezó, por todo lo que valoraba en la vida, porque McGregor se marchase. Ahora no oía lo que decían; ni siquiera distinguía si seguían hablando, y en la oscuridad no veía si McGregor estaba registrando la cesta.
Cuando se le vino a la cabeza el recuerdo de su insensatez la noche del baile, le entraron ganas de dar un paso adelante y admitir su culpa. De no haber tenido celos de Christina, nunca habría aceptado la ayuda de Savi Ravasinghe, así que la única culpable era ella misma. Si hablaba ahora, todo terminaría… Pero entonces oyó unas pisadas y las ruedas de la calesa al echar a rodar y volvió a la casa, mareada del alivio.
La pobre Naveena no quería viajar a oscuras, pero la dificultad de mantener escondido al bebé sin que nadie lo oyese llorar era demasiado grande.
Durante el tiempo que pasó a solas, Gwen quiso dormir, pero no dejaba de ir a ver cómo estaba Hugh cada pocos minutos. Transcurrida más o menos una hora, oyó el coche de Laurence. Se pasó los dedos por el pelo enredado para arreglárselo y escapó al cuarto de baño, cerrando la puerta tras de sí. Se llevó los puños a las sienes, apretando con fuerza, y deseó que se la tragase la tierra. Pero, consciente de que era imposible, se echó agua en la cara, se recogió el pelo, se sentó al borde de la bañera y esperó a que dejasen de temblarle las manos. Cuando oyó que Laurence entraba en el dormitorio, se colocó una sonrisa en la cara, reunió el coraje necesario y entró en la habitación.
Laurence, que estaba inmóvil, miraba por primera vez a su hijo con una expresión de asombro en la cara. Gwen lo miró sin que notase su presencia, observando sus anchos hombros y las ondas que le formaba el pelo sobre la frente. Admirada por lo feliz que parecía, supo que no sería capaz de reabrirle la herida que llevaba en el corazón. No todo lo hacía por proteger a Laurence (también tenía sus motivos egoístas), pero, por el bien de los dos, tenía que seguir adelante con el engaño.
Dio un paso adelante y Laurence se giró al oírla. Se fijó en que, además de asombro, su rostro radiante reflejaba una expresión de lo que solo podía definir como alivio. Un alivio insuperable. Cuando se miraron, vio que su marido tenía los ojos brillantes, y pronto hizo una mueca, como si intentase contener las lágrimas.
—Se parece a ti, ¿no crees? —dijo ella.
—Es perfecto. —Laurence la miró, con respeto y temor—. Qué valiente has sido. Pero ¿dónde está el gemelo?
Gwen se quedó paralizada, incapaz de pensar ni de sentir, como si todos y cada uno de los momentos que habían pasado juntos hubiesen dejado de existir. Era un desconocido. Se resistió a las ganas de salir corriendo y, con un enorme esfuerzo que le costó toda su fuerza de voluntad, se acercó a él, incapaz de ocultar la angustia.
—Resulta que solo había un bebé. Lo siento.
—Mi querida niña, no tienes que sentir nada. No podría quererte más, pero esto… esto significa muchísimo.
Gwen se obligó a sonreír. Laurence abrió los brazos.
—Ven aquí. Deja que te abrace.
La estrechó y, al apoyar la cabeza contra su pecho, oyó su corazón.
—Gwen, siento mucho haber estado distante. Perdóname.
Poniéndose de puntillas, lo besó, pero se sentía desgarrada. Deseaba con todas sus fuerzas compartir con él este terrible enredo, sacar la verdad a la luz y escapar de la vida de mentiras antes de que empezase; pero la sonrisa que invadió el rostro de Laurence se lo impidió. Su marido había vuelto después de muchas semanas, no solo en sentido físico, sino también emocional. Consiguió dominarse y dejó que la abrazara, pero sabía que nada volvería a ser como antes. Notó que algo abandonaba su cuerpo, como un hilillo de agua: la confianza, la seguridad; no estaba segura de qué, pero al perderla, se quedó temblando y desesperadamente sola. Oyó el graznido agudo de los pájaros que echaban a volar sobre el lago y sintió los latidos del corazón de Laurence contra la mejilla. Estaba agotada, y ni siquiera la calidez de la sonrisa de él podía calmar el dolor aplastante que sentía.
Después de que la reconociese el médico, Gwen se inventó una sarta de excusas por las que Laurence debía dejarla a solas, aunque la verdad era que solo podía enfrentarse a su dolor en su ausencia. No dejaba de asaltarla un pensamiento recurrente: ¿era posible que dos hombres engendrasen gemelos? Se planteó preguntarlo argumentando que era para una amiga, pero con el embarazo no había tenido tiempo de entablar sus propias amistades en la isla, así que Laurence la descubriría. Gran parte del tiempo la pasaban aislados e iban juntos a la mayoría de los acontecimientos sociales, como el Baile del gobernador o el Baile del club de golf. ¿A quién podía confiarle lo ocurrido? A sus padres, no. Se escandalizarían. ¿A Fran? Tal vez pudiese hablar con Fran, pero pasarían siglos antes de que volviese a verla. Y el hecho de no recordar que el señor Ravasinghe le hiciera el amor no ayudaba. Aparentemente, había sido de lo más amable. Le había acariciado la frente. Se había quedado con ella porque se encontraba mal. Pero ¿qué más? No saberlo la estaba volviendo loca.
Laurence ya llevaba tres noches en casa y Naveena aún no había vuelto de la aldea. Gwen apenas se atrevía a imaginar qué pasaría si la mujer no había podido encontrar a una madre de acogida. A medida que aumentaba su ansiedad, empezó a obsesionarse con los ojos oscuros de la niña. Estaba constantemente en guardia y muy tensa, cualquier ruido repentino la sobresaltaba, y la constante preocupación porque Laurence descubriese la verdad la hizo enfermar.
Su marido entró de puntillas en su dormitorio justo cuando terminaba de darle el pecho a Hugh, a última hora de la noche.
—¿Por qué te empeñas en entrar a hurtadillas? —dijo—. Me has dado un susto de muerte.
—Cariño, pareces cansada —dijo Laurence, ignorando su mal humor.
Gwen suspiró y se apartó la cortina de tirabuzones de la cara.
Ahora que le había subido la leche, Hugh mamaba insaciablemente, pero acababa de quedarse dormido sobre el pecho de su madre. Laurence le colocó los almohadones, se sentó al borde de la cama y se volvió para darle la cara. Gwen se acomodó en la cama y giró el cuello para aliviar la tensión que le producía dar el pecho al niño durante tanto tiempo.
Laurence le cogió la mano.
—¿Has podido dormir últimamente, Gwen? Estás muy pálida.
—La verdad es que no. Tardo una eternidad en dormirme, y cuando por fin consigo pegar ojo, Hugh ya está despierto.
—Estoy preocupado. No pareces la misma de siempre.
—Por el amor de Dios, Laurence, acabo de dar a luz. ¿Qué esperas?
—Solo esperaba verte algo más feliz. Suponía que, estando tan cansada después de dar el pecho a Hugh, te quedarías dormida enseguida.
—Bueno, pues no puedo. —Habló bruscamente, casi en un ladrido, y se avergonzó al ver la expresión de tristeza que invadía la cara de Laurence—. El bebé tampoco duerme mucho.
Su marido frunció el ceño.
—Llamaré otra vez a John Partridge.
—No pasa nada. Solo estoy cansada.
—Te sentirás mejor si duermes como es debido. ¿O tal vez deberías limitar el tiempo que pasas dándole el pecho?
—Lo que tú digas —contestó, porque no podía contarle que el tiempo que Hugh pasaba mamando eran sus únicos momentos de paz interior. La lactancia tenía algo primitivo que la tranquilizaba. Observaba la suave curva de sus mejillas y sus largas pestañas y se sentía mejor; pero si abría los ojos azules para mirarla, solo veía los ojos oscuros de la otra.
Cuando no estaba mamando, lloraba. Lloraba tanto que lo único que podía hacer Gwen era esconder la cabeza bajo la almohada y llorar.
Laurence se inclinó para darle un beso, pero Gwen apartó la cara y fingió ocuparse de Hugh.
—Será mejor que lo meta en la cuna o se despertará en un pispás.
Laurence se puso de pie y alargó el brazo para darle un apretón en el hombro.
—Duerme. Te vendrá bien. Espero que Naveena te haya servido de ayuda.
Gwen se clavó una uña en la parte carnosa de la mano y bajó los ojos al suelo.
—Está visitando a una amiga enferma.
—Su prioridad deberías ser tú.
—Yo estoy bien.
—Bueno, tú sabrás. Buenas noches, mi amor. Espero que te encuentres mejor por la mañana.
Gwen asintió con la cabeza. No podía decirle que creía que no volvería a dormir jamás.
Cuando se marchó, pestañeó con fuerza, intentando contener las lágrimas de impotencia. Metió al bebé en la cuna y se miró en el espejo del baño. Tenía que cambiarse el camisón y el pelo se le pegaba al cuello en mechones húmedos; la piel de los pechos y del escote se le había vuelto casi translúcida y estaba surcada de finas venas azules. Pero lo que la dejó sin respiración fueron sus ojos. Sus ojos, normalmente de un violeta vivo, se habían oscurecido hasta parecer casi morados.
De vuelta en el dormitorio, completamente desesperanzada, Gwen se dejó caer en la mecedora. Tenía ganas de llorar, pero debía controlarse. Naveena llevaba fuera un día más de lo planeado, pero por fin oyó acercarse un carro de bueyes, seguido de voces. Esperó, con la mente en blanco.
Poco después Naveena entró en la habitación y Gwen se levantó, aspirando bruscamente.
—Ya está hecho —dijo Naveena.
Gwen exhaló.
—Gracias —dijo, a punto de llorar de alivio—. No debes hablarle nunca a nadie de esto. ¿Me entiendes?
Naveena asintió con la cabeza y le contó que le había dicho a la aldeana cingalesa que había accedido a ocuparse del bebé que Liyoni era la hija huérfana de una prima lejana y que ella, Naveena, no podía cuidar de la niña. Había ideado un sistema para que la mujer enviase mensajes a la casa desde la aldea. Una vez al mes, o bien el día justo antes o justo después de la luna llena, la madre de acogida, que no sabía ni leer ni escribir, le daría un dibujo pintado al carbón al culi que conducía el carro de bueyes que bajaba a diario al valle para ir a buscar la leche para la plantación. El culi recibiría unas cuantas rupias y pensaría que los dibujos eran para Naveena. Mientras los dibujos llegasen en torno al momento convenido, Gwen sabría que la niña estaba bien.
Cuando Naveena se marchó, una idea alarmante se apoderó de Gwen. ¿Y si Naveena no cumplía su promesa? ¿Y si hablaba de lo ocurrido? Las voces acusadoras que oía en su mente no dejaban de atormentarla, hasta el punto de que se tapó los oídos y gritó para no escucharlas.
«Una inglesa temerosa de Dios no da a luz a un niño de color».
Cuando Gwen abrió la boca, en un primer momento no pudo emitir ningún sonido, pero poco a poco, a medida que la pérdida de su pequeña le desgarraba el corazón, empezó a salirle un gemido grave de la misma boca del estómago. Para cuando le llegó a la boca abierta, se había convertido en un terrible rugido, como el de un animal, sobre el que no tenía control. Había renunciado a su niñita recién nacida.
Pasó otro día antes de que el doctor Partridge pudiese hacerle una segunda visita, y cuando llegó, la tarde ya estaba avanzada. Gwen observó las sombras alargadas en el jardín y apretó las manos una contra otra. Examinó la habitación y se pasó la palma de la mano por el pelo, que se había secado con una toalla. Naveena había dejado la ventana entornada y había colocado un gran jarrón de peonías silvestres sobre la mesa de al lado, así que por lo menos la habitación olía bien.
Gwen esperó al médico incorporada en la cama, girando una y otra vez las manos y mirándose las uñas sin verlas, mientras los dedos se le retorcían en todas las direcciones. Se había puesto un camisón recién lavado y, haciendo un esfuerzo por controlar las manos y pellizcándose las mejillas para darse algo de color, murmuró las palabras que debía decir. Por dentro, los nervios le provocaban náuseas, pero si conseguía recordar las palabras adecuadas… Oyó el chirrido de los neumáticos y se puso tensa.
Entonces, por la ventana abierta, le llegó la voz de Laurence. Tuvo que esforzarse por oír lo que decía, pero solía hablar en voz bastante alta, y le pareció que decía algo sobre Caroline. El médico le respondió en voz más baja.
—Maldita sea —continuó Laurence, subiendo el tono—. Gwen no es la de siempre. Debiste venir aquí, directamente. Sé que le pasa algo. Tiene que haber algo que puedas hacer.
Una vez más, el médico le contestó en tono discreto.
—Por el amor de Dios —insistió Laurence, y continuó, en voz más baja—. ¿Y si se repite la historia? ¿Y si no soy capaz de ayudarla?
—El parto afecta gravemente a muchas mujeres. Algunas se recuperan. Y otras no.
Gwen no consiguió distinguir el resto de la conversación, pero oyó que Laurence volvía a mencionar a Caroline. Se sentía como una niña que espiase a sus padres.
—¿Cuánto tiempo hace que está así? —le preguntó el médico.
Los dos hombres echaron a andar y dejaron de estar al alcance de su oído. Laurence se había llevado al médico a la orilla del lago para que no los oyesen los criados. ¡Así que lo sabía! Se le secó la garganta y, justo a tiempo, se obligó a no pensar en ello, aunque le temblaban todos los músculos de la tensión provocada por la espera. Inspeccionó la habitación, buscando un lugar donde esconderse, y se tapó hasta la barbilla con la sábana. Oyó un portazo y pisadas en el pasillo. El médico llegaría a su habitación de un momento a otro.
Se abrió la puerta. Laurence entró primero, seguido por el doctor Partridge, que se le acercó con una mano tendida a modo de saludo. Cuando Gwen se la tomó y sintió la calidez de su palma, se le llenaron los ojos de lágrimas. Era tan bueno que sintió ganas de contárselo, de soltarlo todo y acabar de una vez.
—Bueno, ¿cómo estás? —preguntó.
Apretó los dientes, lo miró a la cara e, intentando controlar el miedo a que el médico oliese la culpa que sentía, tragó saliva antes de hablar.
—Estoy bien.
—¿Te importa que reconozca otra vez al bebé?
—En absoluto.
Laurence fue hasta la cuna y cogió en brazos a su hijo, que estaba dormido. A Gwen le dio un vuelco el corazón al ver con qué fascinación lo miraba.
—Es un campeón. No deja de comer.
Gwen interpretó el comentario de Laurence como una crítica.
—Tiene hambre, Laurence, y así se tranquiliza. ¿O acaso no lo oyes llorar?
El médico se sentó en la silla junto a Gwen y, cogiendo en brazos al bebé, le echó un vistazo.
—Es más bien menudo, pero cada día está más hermoso.
—Nació prematuro —le recordó Laurence.
—Sí, por supuesto. Pero me sorprende que no fuesen gemelos. Debió de ser retención de líquidos, después de todo.
Gwen respiró hondo.
—Siento no haber podido estar contigo, aunque estoy seguro de que fuiste muy valiente.
—La verdad es que apenas lo recuerdo.
El médico asintió con la cabeza.
—Es lo que me dicen muchas madres. Gracias a Dios, existe la memoria selectiva.
—Y que lo digas.
Laurence, que esperaba de pie a los pies de la cama, tomó la palabra.
—En realidad, John, la que me preocupa es Gwen. Apenas duerme, y ya ves lo blanca que está.
—Sí. Está muy pálida.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Laurence, no te preocupes.
—¿Que no me preocupe? —Se golpeó la palma de la mano con el puño—. ¿Cómo puedes decirme que no me preocupe?
—Le daré un buen tónico, pero me temo que un somnífero podría hacer daño al bebé. Se cree que puede filtrarse a la leche materna. Espera un par de semanas a que las cosas vuelvan a su cauce y, si no mejoran, nos lo replantearemos. Quizás haya que llamar a una nodriza.
Laurence infló las mejillas y soltó el aliento.
—Si es lo único que puedes proponernos, tendré que contentarme por el momento. ¡Maldita sea! Pero quiero que tengas bien vigilada a mi mujer.
—Por supuesto, Laurence. Como debe ser. Tú tranquilo: Gwen está en buenas manos.
—Te dejaré a solas con ella un momento —dijo Laurence.
¿El médico y Laurence habrían tramado este plan entre los dos?
—¿Qué es lo que te preocupa, Gwen? —dijo el médico, después de marcharse Laurence. Dejó a Hugh en la cuna y la miró, perplejo.
Cuando vio sus bondadosos ojos grises, se le hizo un nudo en la garganta. Pero ¿cómo iba a contarle lo de Liyoni? ¿Y cómo iba a decirle que, al reprimir las lágrimas para derramarlas solo cuando estaba a solas o con Hugh, vivía con el miedo añadido de que su hijo creciese con su culpa corriéndole por las venas?
—¿Es solo falta de sueño? Puedes decírmelo, ya lo sabes. Mi trabajo consiste en ayudar. —Le dio una palmadita en la mano—. Hay algo más, ¿verdad?
Gwen se tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Yo…
El médico se pasó los dedos por las entradas de las sienes.
—¿Lo que te preocupa es volver a tener relaciones con Laurence? Porque puedo hablar con él.
Gwen agachó la cabeza, profundamente avergonzada.
—No, no es eso.
—Pareces completamente infeliz.
—¿Eso crees?
—Creo que tú lo sabes mejor que nadie. Es normal que una mujer esté agotada después de un parto prolongado, y además, con un bebé que mama constantemente, no me sorprende; pero me da la impresión, bueno, me da la impresión de que hay algo más.
Gwen se mordió el labio, en un intento por controlar sus emociones, y le rehuyó la mirada. «Una mujer blanca temerosa de Dios no da a luz a un niño de color…, ni entrega ese niño a otra mujer», pensó. Aunque intentaba convencerse a sí misma de que dar a un bebé era mejor que asfixiarlo, se sentía tan despreciable que las palabras jamás podrían aplacar su desdicha.
—¿Quieres contármelo?
—Oh, doctor, si…
Se abrió la puerta y entró Laurence.
—¿Habéis terminado?
El médico miró a Gwen, que asintió con la cabeza.
—Sí, hemos terminado por hoy. Creo que tu mujer se sentirá mejor si procura establecer unos horarios regulares de lactancia y hace algo de ejercicio. Y recuerde que puede llamarme a cualquier hora, señora Hooper.
Mientras acompañaba al médico hasta la puerta, Laurence se giró hacia Gwen.
—¿Te apetece que Verity te haga compañía? Estoy seguro de que estaría encantada de pasar tiempo contigo. Quiere ayudarte.
—No gracias, Laurence —dijo Gwen, en tono cortante—. Ya me las apaño sola.
Se volvió con aire de profunda tristeza. Al llegar a la puerta, la miró otra vez.
—¿Estamos bien? Quiero decir tú y yo.
—Por supuesto.
Asintió con la cabeza y salió del dormitorio. Había estado a punto de contárselo al médico, lo había deseado con todas sus fuerzas, y había hecho infeliz a su marido. Le tembló el labio y gimoteó cuando una punzada de dolor le atravesó la sien. Otra jaqueca. Cuando tuvo la cabeza tan hinchada que fue incapaz de mantenerse despierta, concilió un sueño inquieto. Y cuando el amanecer inundó la habitación de una luz grisácea, se despertó: sedienta, sola y necesitando a Laurence.
Se imaginó a sí misma con la niña en brazos, la vio tumbada en la cuna, junto a Hugh, y fantaseó durante tanto tiempo que la línea entre lo real y lo imaginario se desdibujó. Se imaginó a la pequeña mamando, mientras las pestañas se le agitaban sobre las mejillas oscuras. La imagen parecía tan real que no pudo evitar ir corriendo al cuarto de los niños, convencida de que Liyoni seguía allí y esperando, medio aterrorizada y medio deseosa, que estuviese profundamente dormida en la cunita de al lado de la de Hugh. Pero cuando llegó a la habitación, enseguida vio que allí solo dormía un niño. Se quedó quieta, escuchando a Hugh (solo se oía una diminuta respiración donde debería haber dos), sintiéndose como si la hubiesen cortado en dos.
Apretó los puños, se giró y echó a correr, sabiendo que nada llenaría jamás el doloroso vacío. Volvió al espejo, en busca de su verdadero rostro. Observó su reflejo y entornó los ojos, intentando recordar lo que había oído a Laurence decirle al médico. Hasta ahora las palabras le parecían inconexas. No sabía qué esperaba que significasen, pero en aquel momento le parecieron importantes. De repente le volvieron a la memoria y esta vez su significado estaba claro.
—Dios quiera que no vaya por el mismo camino que Caroline.
Sí, eso era. Y Caroline estaba muerta.
Después de eso, intentó no pensar. No pensar en lo que le había ocurrido a Caroline ni en su hija. Pero no podía dejar de llorar, y se pasó horas sentada a oscuras en el baño, donde podía ocultar las lágrimas. Naveena le trajo una taza de té caliente y una tostada, pero solo mirar la comida le provocaba náuseas, y dejó que se enfriase sobre la mesilla de noche.
Gwen sabía que no podía quedarse en su cuarto para siempre, ni podía permitir que lo ocurrido les arruinase la vida a ella ni a Laurence. Tenía que tomar una resolución inquebrantable en su interior; sacar el valor que nunca hasta ahora había necesitado. Mecánicamente, se obligó a lavarse.
Sentada frente al tocador, se examinó en el espejo. Le había cambiado la cara. Puede que no fuese evidente a ojos de los demás, pero Gwen veía los daños. ¿Cuánto tardaría su rostro en revelar su culpa? ¿Cinco años? ¿Diez? Inspeccionó la hilera de frascos de cristal, cogió su favorito, Après L’Ondée, y se aplicó unas gotas tras las orejas. Cuando el delicioso perfume se extendió por el aire, cogió el cepillo con mango de plata y, mientras se peinaba el cabello, tomó una decisión. Dejó el cepillo sobre la mesa y de entre los pañuelos de seda sacó la bonita acuarela que le había pintado el señor Ravasinghe.
Cogió la caja de cerillas que Naveena utilizaba para encender la chimenea y se asomó por la ventana. Daba la impresión de que el lago estaba cubierto de monedas de oro líquido que parpadeaban en la brisa, y escuchó los ruidos que indicaban que la casa volvía a la vida. El cielo parecía más luminoso por la mañana; las nubes, más esponjosas, y su corazón, algo más ligero. Llevó el lienzo hasta la papelera, encendió una sola cerilla y observó cómo se rizaba la imagen al arder.