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Sin líder y sin santa. Un cataclismo ideológico que tal vez él hubiera podido evitar. Pero no iba a hacer nada. Aquello que tenía en su poder desde hacía semanas de nada servía sin Mazarine. Ella era la única que podía saber dónde diablos se escondía la llave.

Aquella tarde de agosto, tras desalojar a la fuerza al vagabundo que había encontrado instalado en casa de su joven amiga, los ojos de Arcadius no daban crédito a lo que habían hallado.

Guiado por un pálpito inexplicable, sus pasos lo llevaron a la misteriosa habitación del fondo. Allí se había topado con un armario empotrado en la pared, de idénticas características al encontrado en la vieja masía de Manresa.

El antiguo mueble conservaba en su interior un gran espacio vacío que parecía haber estado ocupado por un voluminoso baúl, pues las marcas dejadas sobre la madera así lo atestiguaban. Pero lo importante estaba en el fondo. Tras descorrer el primer tablón de madera que hacía las veces de pared, Arcadius había encontrado una doble puerta.

Lo que en la mayoría de las casas de la rué Galande era una pequeña trampilla donde esconder alhajas y documentos, en aquel armario se convertía en un oscuro e interminable túnel. Su angustiosa claustrofobia a punto había estado de sabotearle su curiosidad, pero al final esta había vencido.

Lo primero que hizo fue conseguir una linterna con la que exploró aquel extraño pasillo, inexplicablemente rebosante de lavanda florecida.

Nada parecía tener sentido, y sin embargo todo encajaba. El campo de espigas perfumadas que nacía en aquel dormitorio y desembocaba en cascadas sobre las paredes exteriores de la casa, el misterio que encerraba la vida de Mazarine, sus silencios, sus desapariciones, el medallón… Estaba a punto de descubrir algo grande, su corazón se lo decía, pero no entendía por qué él había sido el elegido. Haciendo grandes esfuerzos por vencer su terror al encierro, continuó caminando por el estrecho túnel; bajó y bajó hasta tropezar con una pared que le cerraba el paso. Con el haz de la linterna rastreó aquel rincón, convencido de que aún no había llegado al final. Examinó palmo a palmo los bordes y el techo vegetal, se deslizó por la pared de musgo, y cuando estaba a punto de abandonar la tarea un aleteo de luz entre las espigas lo detuvo. Se agachó para cerciorarse de que no era un espejismo. Enredada en ramas y raíces, una placa de bronce con una hermosa paloma esculpida en altorrelieve parecía esconder la clave. La paloma, un símbolo de amor, de arte musical y poético utilizado por los brillantes trovadores occitanos; la paloma, el espíritu santo para los fervientes católicos; la paloma… pureza, armonía, esperanza y felicidad. De su pico, a modo de rama de olivo, colgaba un anillo. Arcadius tiró de este con fuerza y antes de que el mecanismo cediera el ave pareció batir sus alas. Atravesó la entrada con recelo. Aquel agujero daba nada menos que… ¡al subsuelo del altar de la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre!

Subió despacio y a tientas las escaleras de piedra que halló al otro lado, temiendo encontrarse con alguien. Pero la capilla estaba vacía y solo las lámparas votivas alumbraban tenues los arcos de la bóveda. Observó el lugar. Al lado izquierdo del gran retablo que presidía el altar reposaban, en una pequeña urna, los huesos y cabellos de una religiosa, varias fotos y un cartel que contaba su vida y milagros unido a dos inscripciones:

Je passerai mon ciel à faire du bien sur la terre.

Aimer c’est tout donner et se donner soi-même.

No, no era esto lo que buscaba.

Siguió investigando. ¿Qué podía encontrar en semejante sitio que perteneciera a los Arts Amantis? Junto a la santa religiosa, la imagen de san Juan Crisóstomo, patrón de la iglesia, miraba con ojos misericordiosos los capiteles esculpidos con hojas de acanto y arpías. Debajo suyo, en la penumbra, una hornacina protegida por un cristal contenía un cofre de metal. Arcadius dirigió la luz hacia él, analizándolo detenidamente hasta descubrir en su centro, entrelazado en letras y dibujos, el símbolo de los Arts Amantis.

¡Allí estaba! El cofre coincidía con la detallada descripción que había hecho la anciana de Manresa. Si era verdad lo que ella le había contado, en su interior estaba toda la historia de Sienna. Debajo, una inscripción rezaba:

No dormatz plus, suau vos ressidatz.

(No duermas más, despiértate suavemente).

¿Qué hacía ese cofre occitano en aquella parroquia de rito griego-melkita católico?

El crujido de una puerta y el rechinar de unos zapatos lo obligaron a esconderse tras una columna. Un hombre mayor apagaba los últimos cirios, desapareciendo en la oscuridad.

Ahora que había llegado hasta allí, necesitaba indagar más; tomar el cofre y estudiar su contenido. Pero… ¿cómo sacarlo sin que pareciera un sacrilegio?

Durante unos minutos estudió el mecanismo. El cristal estaba rematado en sus bordes de forma artesanal. Desprenderlo y volverlo a colocar no era un tema complicado; era una cuestión de paciencia y maña, algo que a él le sobraba. Decidió ponerse manos a la obra y, después de más de dos horas de sudores y descansos, logró retirarlo.

Tal vez por la mezcla de metales con que estaba fabricado el pequeño baúl era excesivamente pesado. Luchó y luchó buscando el modo de abrirlo. Empleó con maestría sus habilidades, probando llaves, pequeños garfios y ganzúas que nunca le habían fallado y siempre lo acompañaban. ¡No podía! Era totalmente imposible abrir el cofre de otra forma que no fuera con su respectiva llave. Llevaba un antiguo e ingenioso engranaje, que ni la herramienta más sofisticada hubiese servido para violentarlo. Su pesada estructura había sido ideada para resistir todos los ataques. Era una hermosa y exquisita obra de arte… de los antiguos Arts Amantis.

Volvió a escuchar pasos y una puerta se abrió. Apagó la linterna y, sin hacer ruido, volvió a dejar el cofre donde estaba.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó una voz en la penumbra.

Arcadius aguantó la respiración. Acababa de darse cuenta de que sus herramientas estaban esparcidas por el suelo, junto al vidrio que acababa de desprender. La voz insistió.

—Jérémie… ¿eres tú? Qué manía tienes de pasearte en la oscuridad.

Arcadius carraspeó, afirmando con un balbuceo.

—Te he dicho que siempre que quieras puedes venir, pero no me gusta que entres sin avisar.

—Ya marcho —murmuró Arcadius, tratando de hablar lo menos posible para no generar sospechas.

—Está bien. Al salir, no olvides cerrar.

El hombre desapareció y Arcadius volvió a tomar el cofre.

Cuando se hizo de noche, salía de la casa de Mazarine con la gata y su valioso hallazgo. A pesar de que no era amigo de lo ajeno, su avariciosa curiosidad había vencido.