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¿Qué le pasaba con los pies de Mazarine? Si no los veía, sentía que se ahogaba. Ahora que los tenía entre sus labios, Cádiz sabía que no podía perderlos.

—¿Sabes cómo me siento? —le dijo a su alumna, chupando con devoción uno a uno sus dedos—. Como el último náufrago de un barco que sucumbió en el mar. Agarrado a tus pies, floto entre las aguas desiertas de la vida.

—¿Qué te pasa con mis pies?

—Voy a contarte algo que me pasó cuando era mucho más joven que tú. Pero una cosa te digo: te queda terminantemente prohibido burlarte de mí, ¿de acuerdo?

Mazarine asintió juguetona, esbozando una sonora carcajada sin sonido. Pasó la mano delante de su boca y con un gesto ceremonioso hizo como si atrapara su sonrisa entre los dedos hasta esconderla dentro de su camiseta.

—¿Preparada?

—Sí, mi señor —le contestó siguiéndole el juego.

—Debía de tener unos dieciocho años. Por aquellos días yo ejercía de pintor callejero en Sevilla… ¡Ahhhh, Sevilla! Tendríamos que ir un día a Andalucía, tú y yo juntos, pintando, soñando… Te llevaría a conocer lo que es la alegría en estado puro… Córdoba, Granada… sus pueblos blancos: pañuelos al viento. Te enamorarías de ese sol, pequeña mía. La luz más violenta está ahí. Es lasciva y carnal. Marca perfiles y sombras como ninguna… es la luz que un verdadero pintor necesita. —Cerró los ojos nostálgico—. ¡Ahhhh, Sevilla!… cuánta sensualidad en el aire. Caderas que invitan a pecar, ojos que apuñalan dulcemente, bocas libertinas, carcajadas de ciruelas maduras que estallan jugosas… Te imagino bailando con tus pies descalzos… —La vena andaluza de Cádiz de repente emergió con toda su fuerza—. Con un traje de faralaes rojo… sangrantemente rojo. O no; mejor blanco, manchado con tu virginidad… ¡bella!…

Por un momento, el pintor soñó que era joven y se paseaba de la mano de su alumna por el barrio de Santa Cruz. La veía cabrioleando su danza por la plaza de Doña Elvira. Sobrevolando con sus pies alados las orillas del Guadalquivir. En su trance, escuchaba nítido el sonido de los cascos de los caballos… iban en coche por el parque de María Luisa.

Mazarine, queriendo saber más, interrumpió su ensoñación.

—Cádiz, ¿qué te pasó en Sevilla?

—Es verdad, me perdí. Como te decía, mientras en mi cuaderno cogía apuntes de todo lo que me sorprendía, delante de mí una hermosa gitana de ojos de miel quemada, boca de azafrán florecido y cabellos de yegua salvaje cantaba y bailaba por bulerías en plena calle. Jugaba a adivinar la suerte de los descreídos. Yo, que era un inexperto en eso del amor, solo al verla supe lo que era el deseo: VIDA, pequeña mía, PURA VIDA. Nada ha cambiado. Aún sigo pensando lo mismo: el deseo es lo que mueve el mundo. Sin deseo, la vida dejaría de ser…

Mazarine lo observaba extasiada. De besarle los pies mientras hablaba, Cádiz había pasado a pintar sobre ellos lenguas de fuego que subían por sus piernas y rozaban con la punta del pincel su pubis desnudo. Una hoguera que ardía.

—Supe que dejaría mi virginidad en ella y por ella. La agarré por los ojos y me la llevé entre callejuelas y besos a mi huerto. Nos metimos en un hostal de mala muerte, buscando encontrar la vida entre nuestras piernas. ¡Ay, pequeña mía!… y cuando se sacó los zapatos y se quitó las medias…

—¿Qué pasó? —preguntó, curiosa.

—Emergieron dos monstruos. Unos pies enormes, de empeines altos, venas dilatadas y dedos masculinos que no coincidían con su rostro.

Mazarine soltó una carcajada.

—Te dije que no te burlaras.

—Lo siento, no puedo evitarlo. ¿Y qué hiciste?

—Dios mío, ¡imagínate! ¿Qué podía hacer? Esa chica me miraba jadeante. Inmediatamente cubrí sus pies con la sábana, pero ella insistió en destaparse… Yo la arropaba y ella se destapaba. La pobre no entendía.

Mazarine no paraba de reír.

—Cuanto más observaba sus pies, menos me apetecía. Era terrible. Decidí concentrarme en la zona superior. De rodillas hacia arriba. Quería olvidar lo visto.

—¿Y?

—Y nada. No podía hacerlo. La imagen era demasiado fuerte. Sus uñas garfias seguían clavadas en mi pensamiento. A pesar de ver mi reacción, o tal vez por ello, la gitana no paraba de insistir. De pronto, se me ocurrió proponerle que se pusiera de nuevo los zapatos, que me excitaba verla así. Y al final, con mucho, muchísimo esfuerzo, lo logré. Pero el daño ya estaba hecho.

Mazarine lloraba de la risa.

—¿Así que te ríes, eh? Ya verás.

La joven comenzó a correr al ver que Cádiz quería lanzarle un gran pote de pintura. En pocos segundos su cuerpo caía al suelo bañado de rojos anaranjados.

—Revuélcate —le ordenó Cádiz, juguetón—. Deberás pagar tu burla, insensata.

Mazarine seguía riendo, untando sus manos en la pintura, marcando líneas sobre su cuerpo con los dedos. Su sexo desnudo palpitaba.

—Sigue tocándote… acariciándote. Voy a pintarte tal como estás, pequeña. Con ese brillo que quema tus ojos. Será el cuadro más bello de la exposición: Virgen amándose.

Cádiz se lanzaba de nuevo a la vida. En un lienzo de dos metros de largo inmortalizaba un deseo infinito por saciar. Sus pinceles expresaban toda su lujuria. Eran la extensión de su sexo hambriento; se hundían en la tela desquiciados, fecundándola una y otra vez… su excitación crecía a través de su arte.

Mazarine nadaba en su propio placer. Pintándose a sí misma, recorriéndose entera, descubría el arte de sentir su propio tacto. Su índice caminaba, exploraba rincones prohibidos, subía lomas, se deslizaba por valles y ríos recreándose majestuoso en sus vertientes húmedas. Entraba y salía sin preguntar a nadie… y sin vergüenza.

Los ojos de su profesor estaban entregados a su cuerpo, era un arte nuevo. A través del cuadro, un instinto animal les unía sin rozarse.

¿Por qué no podía sentir lo mismo por Pascal?