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A veces añoraba sus viajes sagrados haciendo de reportera indocumentada. Sara Miller era así. A punto de cumplir los sesenta, seguía prefiriendo el dulce anonimato del transeúnte, el radiante silencio de lo efímero, a ese despliegue de flashes y entrevistas en los que vivían sumergidos desde hacía muchos años ella y su marido.
Lo había conocido en pleno mayo del 68, entre gases, golpes, gritos y consignas lanzadas con adrenalina de revuelta estudiantil. Había volado de New York a París, enviada por el redactor jefe de política de The New York Times, que la encontró perfecta para infiltrarse entre los jóvenes y cubrir como fotógrafa los impresionantes disturbios callejeros que tenían en jaque al gobierno del general De Gaulle.
Solo llegar, se había sumado a sus consignas, abrazando el grito de espontaneidad intelectual y revolución idealista que se respiraba en medio de las llamas, el humo incendiario y los adoquines que se habían convertido en todo un símbolo: la revolución de las piedras y las palabras. El arma de la contra violencia con la cual los estudiantes se defendían de las brutales palizas de la policía estatal.
Mientras inmortalizaba con su cámara los arrebatos policiales, lo vio surgir de la nada, envuelto en nubarrones de humo y lucha. Sudoroso, épico y gigante; con sus deseos libertarios enardecidos y un adoquín pintado de rojo en su puño amenazante, vociferando anhelos. Cada piedra, una palabra. Un héroe —símbolo proclamando un mundo nuevo.
Su negra melena enmarañada le daba un aire de gitano resuelto, y su chaqueta de tercera mano con el cuello de un visón derrotado, le dejaba desnudo ante su cámara. Era hermoso. Un animal salvaje. En ese instante, Sara olvidó por completo dónde estaba y para qué estaba, y se dedicó a acribillarlo con su Leika, a inmortalizarlo en su retina. Las piedras iban y venían a su alrededor, golpeaban envueltas en palabras y gritos, garrotazos de matraca, pero ella no las sentía.
En medio de la cólera de los gendarmes que pateaban y humillaban, y de los desafíos de los jóvenes que se defendían e insultaban, acababa de nacerle la pasión. Sus ojos y los de él saltaban por encima de los hechos, se buscaban, se perdían y encontraban en la refriega.
Ella disparaba, corría, enfocaba, esquivaba… se acercaba. Él gritaba, golpeaba, lanzaba, evadía… se acercaba. Cara a cara los dos, jadeando, sucios, agotados y expectantes, se encontraron para librar otra guerra, la del amor.
El encuentro los enajenaba y apartaba de la revolución. Una poderosa luz les pulverizaba las conciencias, silenciándoles el presente hasta desintegrarlos. La cámara solo había sido la disculpa, el diálogo mudo de sus deseos. Atrás quedaban los sueños de muchos, una tierra fértil sobre la que empezaba a germinarles su propio sueño.
Ni ella habló, ni él hizo el menor intento de resistirse a la embestida fotográfica que la bella desconocida le propinaba. Las consignas de Sartre, el sentido de la contestation, las banderas, los puños, las voces, las pintadas… «L’imagination prend le pouvoir… Il est interdit d'interdire… Seamos realistas: pidamos lo imposible…», todo se desenfocaba y diluía en el lente de la Leika enloquecida.
Una vez agotados los carretes, las piedras, los gritos y empujones, se silenció la cámara. Sara y Cádiz fueron pegando sus caras, sus ojos, sus respiraciones, sus bocas, hasta encontrarse en el cemento de la calle, un gran lecho de piedra. Tirados, uno sobre otro, uno en el otro, uno dentro del otro. París enmudecía de beso.
Toda la tibieza jugosa nadaba entre sus lenguas. Una mezcla de sabores y palabras por decir se diluía en aquel espacio húmedo y oscuro. Largo… como un pasillo sin final.
A lo lejos, amortiguadas, se escuchaban voces: «Hay que cambiar la vida… putains, putains… No sueñen con ojos ajenos…», ellos continuaban soñando con sus lenguas.
—El amor está en el beso —le dijo Cádiz sin dejar de besarla—. Un beso no sabe mentir. Si no es de verdad, grita.
—A ver… ¿qué te dice este? —ella lo miró introduciendo su lengua hasta el fondo.
—Que tienes la boca llena de preguntas oscuras.
—Si es verdad lo que afirmas con tanta rotundidad, ¿qué tal si me lees esta?
Sara le había enseñado la lengua y él se la había mordido.
—Bruto.
Ese había sido no solo su gran reportaje, sino el de su vida; el que la había marcado para siempre. Las fotos se fueron, se publicaron, se premiaron, pero Sara nunca partió. Había cambiado su hermoso silencio singular, su vida en solitario, por esa arrasadora alegría plural, la de los dos unidos.
Ella, con su francés de instituto y su escueto español aprendido de la criada mejicana que había hecho de niñera en su infancia, terminó viviendo en la minúscula buhardilla de pintor pobre que Cádiz tenía en pleno Barrio Latino. Deshaciendo y volviendo a hacer lo que no se decían pero sentían —en aquellos años el compromiso de un artista no estaba con el amor, sino con su obra—. Escuchando blues y Je t’aime moi non plus de Serge Gainsbourg en un sinfín de dedos y jadeos. Haciéndose los desvalidos, adelgazando a punta de besos y caricias, en una dieta de salivas tibias y besos de pétalos.
Sara acabó improvisando en un baño su cuarto oscuro, donde reveló las mejores fotos de su vida. Y prefirió enviarlas a separarse de esa locura que, sin tener pies ni cabeza, la había lanzado a la vida bohemia de un París glorioso y poético, cargado de sueños revelados y en pie de lucha; de excesos inteligentes que se respiraban en el aire; de latinos y jóvenes de todo el mundo, una gran babilonia de locos efervescentes de ideas por cumplir.
Sin planearlo ni pensarlo, en ese escenario vital se convirtieron en un ser dual. Ella, una maga prodigiosa del objetivo, empezó a viajar por todo el mundo atesorando las imágenes más audaces e increíbles, para luego venderlas a precio de oro a los grandes magazines. Él, genial instigador del descaro, apuntaba a inscribirse entre los genios de un nuevo expresionismo. Un diamante en bruto a punto de crear un movimiento revolucionario en la pintura contemporánea. Sara lo intuyó desde el principio y había ido inmortalizando cada obra que salía de sus manos, fotografiándolo en la intimidad de su estudio; agigantando lo todavía inexistente, para enviarlo como una gran primicia a los directivos de la sección cultural de The New York Times.
Así había empezado su fama.
De ser criticado y vilipendiado por eruditos y retrógrados, había pasado a ser admirado por los jóvenes más liberales, que pronto lo convirtieron en el gran icono de la modernidad y la libertad sexual.
Su obra era el arte dual. La expresión más audaz del dualismo de Descartes. Mente y cuerpo, bien y mal, razón e instinto, cuerpo y alma. La cara y cruz del ser humano. Lo púdico y lo impúdico en un solo concepto. El pecado y la gracia girando sobre sí mismos. Un famoso crítico de arte, levitando en su agudeza visual, había acabado bautizando su obra como Dualismo Impúdico.
Los grandes del mundo se reverenciaban frente al maravilloso despliegue de psiquis pictórica que sus cuadros reflejaban. Admiraban su desparpajo y violencia; su lengua descontrolada; su furia oscura. Su inaccesibilidad. Nadie, ni siquiera su mujer, había llegado a manosearle la parte más profunda de su alma, allí donde brotaban todos sus cuadros.
Sara estaba preocupada.
Mientras que ella disfrutaba de un momento glorioso y su genialidad se desbordaba en pedidos que no alcanzaba a satisfacer, reportajes exquisitos, sofisticados cócteles bañados de mundanales artistas, y sus trabajos se exhibían en el Hamburger Bahnhof de Berlín, la Tate Modern de London, el Guggenheim de New York… y los grandes museos del mundo, mientras la gente se moría por tenerla cerca, notaba en los últimos trabajos de su marido una pesadumbre y languidez que llamaban su atención.
Aunque era muy sutil y aún no salía a la luz de la crítica, presentía que la fuente inagotable de su inspiración empezaba a secarse. Desde hacía algunos meses lo sentía deprimido, silencioso y esquivo. Con una creciente paranoia que lo tenía al borde del desespero: pensaba que el mundo entero lo esperaba para burlarse de él. No podía aceptar que se dieran cuenta de que ya no era capaz de crear nada nuevo, de que su actual obra se repetía sin ningún estallido creativo.
Ya antes habían vivido tensiones similares, cuando alguna de las exposiciones de Cádiz no había logrado sobrepasar sus desmesuradas ansias de éxito y su ego se había resentido. Ahora, era distinto. Atravesaban momentos profesionales diferentes.
Siempre habían hablado de las famosas crisis. La de los cuarenta la sortearon pensando en los cincuenta; la de los cincuenta, pensando en los sesenta, pero esta se les salía totalmente de las manos. Era una crisis producida por muchos motivos.
A veces deseaba que tanto esplendor focal no los hubiera iluminado; vivir en el más absoluto anonimato y poder envejecer con tranquilidad, sin exponerse a los reflectores y a las críticas. Estaban jóvenes, pero el mundo quería arrugarlos a la fuerza y lentamente lo estaba consiguiendo. Entre el antes y el después, la depresión se imponía.
Sin embargo, a pesar de todo su éxito, el tema pendiente de Sara era volver a vivir los años gloriosos, en los que ella y su marido se bañaban de mutua gloria, envueltos en su apoteosis y efervescencia; cuando ninguno de los dos miraba al otro para envidiarlo sino para admirarlo.
Necesitaba con urgencia resucitar la alegría en Cádiz.