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Ojos Nieblos andaba desesperado. Tantos días vigilando los movimientos de Mazarine solo le habían servido para excitarse mucho y nada más. Ni uno solo de sus comportamientos lo llevaba a sospechar que escondía algo, ni siquiera que pertenecía a algún hipotético grupo disidente de los Arts Amantis. Todo lo que hacía empezaba a parecerle una tediosa rutina totalmente estéril. Mazarine era la típica muchacha solitaria y rebelde que, como tantas, prefería la compañía de hombres mayores a la de chicos de su edad. Él, que había llegado a considerarla casi la resurrección de La Santa, ahora sentía vergüenza ajena de su descarnado comportamiento. Sobre todo, del que había presenciado en el Arc de Triomphe. Una mujer así no podía pertenecer de ninguna manera a la Orden. Una cosa era dejar que la admiraran, ofrecer la energía que poseía para que fuera recibida pasivamente, y otra muy distinta, revolcarse en la nieve sin ningún pudor.
Ahora estaba casi seguro de que el medallón había caído en sus manos por pura equivocación y, llevándolo ella, se denigraba. Lo único que le quedaba por hacer, antes de proponer a la Orden cerrar de una vez el caso y disculparse con el superior por todo el alboroto causado, era encontrar la manera de interrogarla sin asustarla, para tratar de desentrañar de dónde lo había sacado, y que esto le ayudara a avanzar en la pesquisa sobre el cuerpo. O en el peor de los casos recuperar el medallón, olvidándose de todo, y guardarlo como una reliquia.
Acercarse le implicaba un rechazo seguro, ya que su aspecto físico siempre había sido el gran impedimento para aproximarse a las mujeres, a no ser que lo hiciera provocando lástima.
La única vez que logró introducirse en la casa verde, de eso hacía ya algunos meses, no encontró nada sospechoso. Salvo la asombrosa energía de la chica, totalmente comprobada por él y que en las historias escuchadas se decía que poseía La Santa, nada la acercaba a la Orden.
Tras muchos días sin hablar con Arcadius, ese sábado Mazarine lo invitó a desayunar en La Friterie. Tal como le había prometido por teléfono, el anciano llegó con un antiguo pergamino escrito en occitano, donde aparecía una pequeñísima ilustración que recordaba en sus formas los relieves del medallón.
En la mesa contigua, Ojos Nieblos escuchaba atento mientras se bebía una taza de café au lait, escudándose en las páginas extendidas de la última edición de Le Fígaro.
—Mi querida niña —le dijo el anticuario con voz seria—. Quiero que tomes absoluta conciencia del valor de lo que llevas en tu cuello. He estado investigando y he encontrado una historia…
OCCITANIA, 8 DE ENERO DE 1244
EN LAS EMPINADAS LADERAS DE LA MONTAÑA DEL POG
—¡Noooo!… ¡Noooo!
Una hermosa adolescente corría descalza entre los nevados matorrales, tratando de huir de las sucias manos y el mortecino aliento de un monje.
—Piedad… Tened misericordia —suplicaba.
Su delicado cuerpo finalmente era alcanzado por él y arrojado con violencia a la nieve.
—Por favor… —lloraba—. Por favor…
Mientras su perseguidor rasgaba con lascivia enfermiza su vestido hasta dejarla desnudaba turba de bestias enloquecidas que lo acompañaba se preparaba para embestirla.
Los aullidos inconsolables de un chico se mezclaban con los de ella, rompiendo el silencio de la noche sin que nadie los escuchara. En todo el valle se respiraba el olor de la muerte.
Después de que el monje hubo descargado todos sus instintos, clavando y desclavando con furia su puñal de carne erecta entre las piernas de la niña, los demás verdugos cayeron como buitres a comerse las sobras.
—¡Bruja!…
Sus violencias desgarraban…
—¡Engendro del demonio!…
Rompían…
—¡Hija de Lucifer!
Humillaban…
Semen, salivas que colgaban, fluidos que laceraban y quemaban. Una jauría de animales devorándola, arrancándole a mordiscos las entrañas.
Sus últimas súplicas se silenciaron bajo las sucias manos del monje que apretaba y apretaba sus labios impidiéndole respirar. Poco a poco sus piernas dejaron de luchar, sus brazos languidecieron, sus poros se cerraron.
La usurpación de su alma, su vergüenza, la herida mortal y su dolor desparramado la dejaban inerte. Sus ojos cristalinos fijaron su mirada en el cielo. Una luna roja y distante estaba siendo testigo de su muerte. Sobre la nieve se fue extendiendo, silenciosa, una gran mancha de sangre y violación.
—¡La has matado! —gritó uno de ellos.
—¡Maldita hereje! No esperó a que la quemáramos viva.
—Qué nos importa. Prendámosle fuego —sugirió otro.
—¡No! —El superior recogió una piedra del suelo y la lanzó sobre la cara de la chica. Al verlo, los demás hicieron lo mismo.
Una lluvia de piedras fue cayendo sobre el cuerpo de la virgen violada…
Ya no dolía.
… hasta sepultarla.
Mientras Arcadius leía una narración escueta y fría, Mazarine había imaginado, con el alma apretada por la pena, los gritos, los insultos y vejaciones, el miedo y la impotencia de aquella niña perdida en medio del bosque. Estaba segura de que esa adolescente era La Santa. Lo presentía. Las marcas sobre aquel rostro, que durante tantos años ella había querido limpiar como si se tratase de tizne, y tanto la intrigaban, podían ser las producidas por la brutal lapidación. Esa niña tenía que ser Sienna. De pronto, Mazarine lo interrumpió.
—¿Sabes cómo se llamaba?
—No. Este pergamino está incompleto. Lo hallé por casualidad, escondido entre las páginas de un viejo libro que me llegó en una partida de esas aparentemente sin importancia. Una antigua biblioteca de un anciano que murió, y su hijo, parece que sin saber muy bien lo que atesoraba el padre, la subastó al mejor postor.
—Pero… tú me hablaste en la clínica de los Arts Amantis.
—Claro, pero no puedo asegurar nada. Todo son suposiciones, conclusiones a las cuales han llegado mis astucias de viejo. Me faltan muchos datos.
—¿Y el medallón?
—Ese es el tema. Lo que no acabo de entender es qué hace este sello —señaló una pequeñísima marca en una esquina del pergamino—, el símbolo de los Arts Amantis, en esta historia. Observa. —El anticuario sacó una lupa de su bolsillo y la colocó delante del documento—. ¿Este dibujo no te recuerda el relieve de tu medallón?
Mazarine acercó la medalla hasta el lienzo y comparó.
—Es… ¡idéntico!
—Sin duda, esta historia tiene que estar relacionada con los Arts Amantis, querida niña. Desgraciadamente, son piezas sueltas. Nada concluyente.
—¿Y qué pasó con el cuerpo?
—Si seguimos fielmente las tradiciones de la época, es probable que fuese tomado por los agresores como un trofeo.
—Pero, ¿qué podían hacer con él?
—Mostrarlo ante los demás, sembrar el miedo. No olvides que para ellos la chica era una bruja: su gran pieza de caza. Leones sangrientos con la cabeza de una gacela entre sus dientes.
—¿Y si no hubiese sido así? —preguntó Mazarine.
—Entonces, es posible que aquella niña fuera la hija de un gran señor feudal y que, a pesar de estar muerta, su cuerpo fuese recuperado para darle digna sepultura.
—¿Y si no la enterraron, Arcadius?
—¡Ay, niña!, estás entrando en el tortuoso terreno de las reliquias. ¿Sabes que durante muchos, muchísimos años, existió el tráfico de ellas? Se pagaban sumas de dinero exorbitantes por poseerlas. Eran consideradas verdaderas joyas. Quien lograba hacerse con alguna, de la manera que fuese, tenía asegurado el auténtico tesoro eterno. En aras de recibir esos favores sacrosantos, se cometieron terribles barbaridades. Los cuerpos de los considerados mártires eran troceados y cada parte vendida. Y si alguien se hacía con el cuerpo entero, el valor era incalculable.
Mazarine no podía imaginar que alguien fuera capaz de trocear a Sienna. Para ella, su santa aún estaba viva. La gran incógnita era: ¿cómo había ido a parar ese cuerpo a su casa? ¿Por qué tanto secretismo al referirse a ella?
Las únicas frases alusivas a la muerta y que cada mañana salían de boca de su madre eran: «Ve a ver cómo amaneció La Santa» y un «¡No la toques!», seguido de «Ni se te ocurra decir a nadie que Sienna vive aquí». Lo demás y verdaderamente importante había quedado en la nebulosa de su impenetrable silencio.
Arcadius notó que la chica había dejado de escucharlo, y llamó su atención.
—Mazarine, ¿dónde te has ido?
—Pensaba… en aquella pobre niña. Lo siento, continúa.
—Necesito hablar con tu abuela.
—Imposible, Arcadius.
—Tú, querida niña, quieres saber mucho, pero no colaboras. Si tuviéramos una sola pista. Dime… ¿dónde está tu abuela?
—Muerta, Arcadius. Mi abuela está muerta.
—Entonces, si queremos saber más sobre el medallón, no hay otra solución que hablar con tus padres.
—Eso… —la chica bajó la mirada—, tampoco va a ser posible.
—Ahh… mon chérie, por fin confías en mí. —El anticuario la abrazó—. Eres huérfana, ¿verdad?
Desde la otra mesa, Ojos Nieblos seguía la conversación sin pestañear. El viejo sabía mucho más de lo que él había imaginado. Necesitaba como fuera hacerse con el antiguo pergamino para enseñarlo a su superior y demostrarle lo eficaz que podía llegar a ser en sus pesquisas. Necesitaba, por una vez, que se sintiera orgulloso del niño basura que había salvado del triturador de desguaces hacía muchos años.
¡Violada! ¿Por qué nunca se había hablado en la Orden de la manera como en realidad había muerto La Santa? ¿Sería que no tenían ni idea de lo ocurrido?
La Santa, alrededor de la cual siglos atrás habían realizado tantas ceremonias secretas, había sido violada por un repugnante monje. Violada, en medio de la nieve.
¿EN LA NIEVE?…
¿Sería posible que se estuviera repitiendo la misma historia? Lo que él había presenciado en el Arc de Triomphe…: ¿no era también otra especie de violación? ¿Para qué si no aquel viejo pintor había lanzado el cuerpo de la chica a la nieve? ¡Para violarla!
Sí, Mazarine no podía ser otra que… ¡la reencarnación de La Santa! De ahí provenía aquella inexplicable energía que exhalaba su piel.
Dentro del cuerpo de Mazarine vivía el espíritu de Sienna.