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El gran día llegó. Ese 17 de julio un sol rabioso incendiaba el cielo, trazando llamaradas rojizas que parecían nacer en la cima del arco victorioso y se propagaban con fuerza, haciendo arder el infinito lienzo azul.
Ojos Nieblos miraba desde la avenida la descomunal tela que cubría el Arc de Triomphe, conmovido por la belleza de La Santa viva.
A pesar de que en la última asamblea el jefe le dejó bien claro que no volviera a acercarse a Mazarine ni al pintor, otra vez desobedecía. Soñaba ser el descubridor de la gran reliquia y sentirse aclamado y reconocido por todos como el salvador de La Orden. Estaba harto de tanta burla y desprecio, de que en la Hermandad se le minusvalorara y lo compadecieran. Podía ser repulsivo, pero no era tonto. Lo que los demás no veían con los ojos sanos, él con los suyos, desteñidos y desviados, lo había detectado.
Nadie podía engañarlo. La imagen del cuadro ampliado tenía que ser la de La Santa y costara lo que costase iba a encontrarla, aunque para ello tuviera que emplear la fuerza.
¿Y si secuestraba a la chica y chantajeaba al pintor? Tenía fotos de ella y él tirados en la nieve en la terraza del Arco. Ahora que sabía que el chico con el que andaba Mazarine era nada menos que el hijo del Dualista, esas fotografías podían ser importantes. ¿Y si fomentaba la lástima y se acercaba inspirándole pena? ¿Y si en la rueda de prensa, en el momento más interesante de la intervención periodística, le lanzaba una pregunta que lo dejara en jaque y lo obligara a confesar? ¿Y si…? Sí, era muy inteligente. Él, Jérémie Cabiròl, era realmente genial. Opciones tenía muchas, todas dignas de un ser superior. En realidad, hacía tiempo que merecía dirigir los Arts Amantis. Con el cuerpo en su poder, todo iba a cambiar.
Se fue acercando hasta la base del Arco, donde cientos de curiosos y corresponsales se amontonaban. Trató de colarse entre los periodistas haciéndose pasar por uno de ellos, pero cuando estaba a punto de subir unos guardias le pidieron la identificación que lo acreditaba; a pesar del teatro que llegó a hacer, le prohibieron el paso.
No se dio por vencido y esperó.
Arriba del monumento, el espectáculo era espléndido. Se había habilitado la corona del Arco, suprimiendo barandillas y nivelando suelos para ofrecer a los invitados una circulación fluida y sin interferencias visuales. Los cuadros, instalados de dos en dos, pendían del cielo gracias a un complejo mecanismo de poleas e hilos de acero que partían de las cuatro puntas de la terraza. Estaban colocados de manera que el espectador podía contemplar su dualismo sin desplazarse, ya que iban girando sobre sí mismos.
En el centro de la terraza, como amo del mundo, el artista parecía levitar igual que sus cuadros, rodeado por un remolino de personalidades. Sin que nadie lo notara, sus ojos se paseaban por los invitados buscando a su alumna.
De pronto, su mirada se clavó en unos pies desnudos que llevaban pintados la misma línea que él acostumbraba trazar cuando solía pintar a Mazarine. Levantó los ojos y se la encontró delante, hermosa y pálida, colgada del brazo de Pascal.
—Gracias, hijo. Pensé que tal vez no vendrías.
—Te dije que esta vez no faltaría. Además, quería que Mazarine viera lo que puedes llegar a hacer cuando nadie te ve.
Cádiz sonrió, evitando la mirada inquisidora de su alumna.
—¿Y Sara? —preguntó Pascal.
—Debe de estar contestando preguntas estúpidas. Ya sabes, estamos en la hoguera de las vanidades.
—En la que arder, no lo niegues, aún te encanta —completó el hijo con un ligero acento de sarcasmo.
—Vamos, Pascal, esto es el teatro de la vida. Todos somos actores, ¿verdad, Mazarine?
—Si usted lo dice —contestó ella con un deje de disgusto.
Ni una sola mirada.
Su pintor no la había mirado ni una sola vez. Hablaba evitando que sus ojos coincidieran con los suyos.
—¿Qué te parece todo esto? —preguntó Cádiz a Mazarine, señalando a su alrededor.
—¿De veras le interesa lo que esta pobre pintora pueda opinar?
Sara se acercó con un vaso de whisky y se lo entregó a Cádiz.
—Aquí tienes: tu gran «amor». Ya me has convencido de que sin esto no podrías vivir. Es lo único que amas de verdad.
El pintor vació de un trago el vaso; en esos momentos no estaba para entrar en guerras dialécticas. Mientras su mujer besaba a su nuera y a su hijo, el comisario se les acercó y con sus amanerados movimientos y su aflautada voz preguntó.
—¿No os parece im-pre-sio-nan-te? —Y sin esperar respuesta, agarró del brazo a Cádiz y le murmuró algo al oído.
Cádiz se alejó con él. En el piso inferior iba a dar comienzo la rueda de prensa.
Mazarine preguntó a Pascal qué pasaba y él le comentó que su padre estaba a punto de hablar a los periodistas.
Su corazón empezó a latir de prisa. Se acercaba el momento. Tal como le había prometido Cádiz la tarde de la comida en Le Dome, hablaría de ella. La daría a conocer delante del mundo como la coautora e inspiradora indiscutible de aquella maravilla.
Tras un largo discurso salpicado de frases intelectuales y provocativas frivolidades, tales como «el milagro del absurdo reside en eso, en dejarle ser absurdo», «el lienzo es tu espejo más íntimo», «hay que plasmar el absoluto, las medias verdades no existen en pintura», rematadas con el cierre magistral de «la seducción es el boceto de un proyecto de pasión», que provocaron aplausos, titulares y preguntas en los reporteros, el comisario dio por finalizada la intervención del pintor.
Así que era eso lo que ella había sido: cuatro trazos, una intención sin fin… ¡un simple boceto!
Ni una sola mención.
Cádiz se atribuía toda la obra. Incluso los cuadros en los que aparecía Sienna, decía que habían salido de sus manos en un momento de trance místico.
Era asqueroso, vil, repulsivo, sucio… ¡DENIGRANTE!
Mazarine desapareció lanzándose escaleras abajo sin dar tiempo a que Pascal lo notara. Necesitaba huir de aquella farsa inmunda, que nadie viera la tormenta que estaba a punto de desatarse en sus ojos. Las lágrimas volvían a correr por sus mejillas; era un llanto que la rodeaba con sus tentáculos, oprimiéndole el cuello con su abrazo líquido.
¡Cuánto egoísmo, cuánta manipulación, cuánta humillación! Caminó y caminó por las calles sintiéndose perdida; quería encontrar para su alma la ansiada levedad de no sentir. Arrancarse ese desesperado sentimiento que la hacía depender de aquel ser ególatra y mezquino.
Su móvil sonaba y sonaba en silencio, mientras su sombra esquivaba al mundo. Los transeúntes ignoraban la idea que empezaba a esbozarse en su mente y con los pasos se convertía en su salvación. Le había venido el deseo de no tener más deseos… Sí, se vengaría de él desapareciendo.
Estaba cansada de soportar ese algo que la quería matar condenándola a vivir; cansada de sufrir, de soportar esa turbia soledad. Cansada de dilatar una espera. La espera del amor… la espera de esos ojos gastados que miraban y prometían y nada daban. Le regalaría todo lo que había pintado para que acabara de cubrirse de gloria y se emborrachara de éxito.
La noche se fue cerrando sobre su larga silueta hasta que la desolación se apoderó por completo de su alma. Delante del Pont Neuf, las oscuras aguas del Seine la llamaban… Ojos Nieblos también.