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Desde que iba con Cádiz, Mazarine fumaba y eso le estaba suponiendo un gran mordisco a su escueta pensión de orfandad. Salió del estanco y contó el cambio: le quedaban cincuenta euros con setenta céntimos para acabar de pasar los últimos diez días de abril y comprar aquello que quería.
Cada inicio de estación, mientras los anuncios provocaban la compra con hermosas modelos vistiendo los últimos diseños de la temporada, ella huía de los escaparates de las tiendas de moda, dejando para otros la tentación de estrenar. Su vestuario se reducía a dos tejanos, cuatro camisetas, tres jerséis y su eterno abrigo.
No podía darse el lujo de tener ningún antojo extra. El poco dinero que le sobraba después de pagar el agua, la luz, el teléfono y la comida se lo gastaba comprando óleos y lienzos en la boutique Sennelier del quai Voltaire, donde le hacían descuentos de estudiante.
Esa tarde, lo único que quería conseguir era un abrigo ligero, pues el que llevaba empezaba a ser demasiado pesado para la primavera.
Desde que había empezado a asistir al estudio de Cádiz, vestir de negro se había convertido en su uniforme y único traje. En una tienda vintage de su barrio encontró, a precio de ganga, un gabán negro masculino de segunda mano y se lo quedó.
Con sus pies desnudos y la gabardina que acababa de adquirir apareció en el Hotel Costes. Al entrar, la atmósfera de velas derretidas, cortinajes barrocos, sofás rojo terciopelo y música chill out/lounge, la envolvió. En el bar la esperaba Pascal.
—¿Un mojito? Los hacen impresionantes —le dijo él, ofreciéndole un vaso con perfume a menta recién cortada—. Déjame mirarte… Estás preciosa.
Mazarine se acercó y le estampó un beso rápido en la boca.
—Así no —le susurró—. Tendré que enseñarte a besar.
La acercó y delante de todos volvió a besarla, esta vez apasionadamente.
¿Qué le ocurría a Pascal esa noche que lo sentía tan diferente? Era como si se hubiese desdoblado, y del fondo de esa bruma misteriosa de psiquiatra preciso emergiera otro ser mucho más pasional y seguro; más loco y divertido.
—Me gustaría saber… ¿qué te pasa? —le dijo Mazarine tras el beso.
—Ahora comprendo a los locos de amor. No entienden de razones. El amor los arrastra, revuelca, aplasta y ahoga, pero ellos resucitan en un beso. Preguntas… ¿qué me pasa? Me pasa que no puedo aguantar no verte. Odio el vacío que dejas cuando no estás. Me pasa que te amo.
Ella volvió a besarlo. Quería sentir todo lo que él sentía; olvidarse por un instante del dolor que le causaba Cádiz. Cerró los ojos y se dejó ir… No, no, no… ¿O tal vez sí? Un aleteo leve, casi nada… Sí. ¡Sí! Le gustaban sus besos. Eran blandos y jugosos. Su lengua entraba despacio, seguía sus labios sin prisa —orillas de una playa que prometía oleajes— y finalmente se lanzaba, como un pez volador en el mar salado de su boca, a encontrarse y atarse en las profundidades. Lenguas enroscándose y desenroscándose; laberintos oscuros, ecos sin voz; saliva tibia con aliento a futuro y sabor a menta.
—Mazarine… te amo —Pascal deslizó las palabras entre sus dientes húmedos y continuó besándola—. No sé quién eres en verdad. A veces pienso que ni siquiera perteneces a este mundo… pero te amo.
—Y yo a ti, Pascal.
Mazarine quería llenarse de amor, cargarse de motivos que la empujaran a corresponderle; vaciarse de esa sed de Cádiz que la estaba ahogando y llenarse de sed de Pascal: agua fresca y pura al alcance de su boca.
—Me gustaría preguntarte muchas cosas, ¿sabes? Dudas que me asaltan, lagunas que tengo con respecto a tu vida, pero no quiero condicionar mi amor a tus confesiones. El amor debe estar por encima de todo. Además, estoy convencido de que nada de lo que me respondas logrará cambiar mis sentimientos hacia ti…
—Ya sabes que odio las reglas —le dijo Mazarine.
—Lo sé. —Pascal miró los pies desnudos de la chica—. Me consta que es así. Por ese motivo, rompiendo todas las reglas del tiempo, quiero proponerte algo…
De pronto, un camarero los interrumpió.
—¿Monsieur Antequera?
Pascal asintió con la cabeza.
—Su mesa está lista. Pueden pasar.
Se dejaron conducir por los pasillos que rodeaban el imponente patio interior. Atravesaron un salón, dos, tres, hasta llegar a un discreto rincón donde les esperaba parpadeando una vela.
Comieron, bebieron, hablaron, rieron, se besaron y cuando llegó el momento del postre apareció el maître con un plato cubierto por una gran campana de plata.
—Crème brulée, mademoiselle —anunció a Mazarine, colocándolo delante de ella.
—No he pedido postre.
—Le aseguro que este no se lo puede perder.
Mazarine miró a Pascal, que le devolvió una mirada de no saber de qué se trataba.
—Permítame decirle que esta clase de postre solo puede ser descubierto por la mano de quien lo va a degustar. S’il vous plaît…
Mazarine volvió a mirar a Pascal, y con un gesto el psiquiatra la invitó a abrirlo. El maître se retiró, dejándolos solos.
Al levantar la campana, apareció una pequeña tarta, en forma de estuche de joya abierto, con un espectacular anillo de brillantes clavado en su centro. Sobre el plato, y escrito en syrup de chocolate, se leía: ¿Quieres… conmigo?
—¿Casarme? —Ya sé que puede parecerte prematuro, pero…
—¿Casarme? —repitió, sin dar crédito a lo que veía.
—No tiene por qué ser ahora.
Mazarine cogió el anillo untado de chocolate y, sin saber qué decir, se lo llevó a la boca y lo chupó.
El brillante resplandecía entre sus labios como una flor de luz.
—Estás loco, Pascal. Es… precioso.
—¿Quieres?
No podía responder. Tenía un nudo de temor, angustia, tristeza… y en el fondo de todo una especie de extraña alegría. Un anillo que simbolizaba un compromiso. Una renuncia que le abría otra puerta. Ella, casada con Pascal. ¿Y qué iba a ser de Cádiz? ¿Y de Sienna?
—Déjame que te lo ponga.
Pascal extendió su mano y Mazarine se lo entregó. Nunca había imaginado que una persona quisiera vivir con ella el resto de su vida. Que fuera especial para alguien.
El anillo se deslizó en su anular mientras sus pensamientos iban y venían de La Ruche al Hotel Costes, de Cádiz a Pascal, de la locura a la razón, de la pasión a la calma, del sí al no, del no al sí, en una mezcla de sentimientos revueltos.
—No contestes, mon petit chou. Cuando lo mires, solo quiero que tengas presente lo maravillosa que eres y lo mucho que te amo.
Pascal vio en los ojos de Mazarine dos lagos silenciosos a punto de desbordarse.
No sabía qué hacer. Si aceptaba quedarse con el anillo, suponía pérdida y olvido. Perder a Cádiz, olvidarse de aquellas tardes, de esa pasión que la arrastraba… de su pintura. No volvería a pintar más con él. Una vida quieta, sin galopadas de corazón. Suponía decirle la verdad: que estaba completamente sola. Que le había mentido; que no existía ni hermana, ni padres, nada a qué atarse, y que además Sienna compartiría sus vidas porque necesitaba sentirla cerca para siempre.
—¡Hey!… solo quiero darte alegrías. Te amo, Mazarine. Eso es todo.
Observó su mano: el diamante capturaba sus pensamientos, reflejando sus luces y sus sombras. Destellos de miedo y dudas… sus dedos jugaban con él. ¿Se lo quitaba? ¿Lo devolvía? Los ojos de Pascal, vaciados de amor, la miraban sereno. ¿Y si le decía que no, que no quería renunciar a su insípida vida? No. No podía hacerle eso. También lo amaba.
—Quiero decirte…
—Sssst… —el índice de Pascal se posó sobre los labios de su novia—. No digas nada. Déjame que sueñe que tus ojos me dirán que sí; que un día me abrirás el lugar donde residen tus silencios. No, no digas nada. Déjame perderme en la alegría de saberte mía, aunque aún no lo seas.
Mazarine no dijo nada.