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Se encontraron en el Charles de Gaulle. Cádiz los vio venir de lejos, pero prefirió no decirle nada a Sara. Su hijo abrazaba a Mazarine, que como un ente se dejaba llevar. No había conseguido calzarla ni vestirla con otra cosa que no fuera el gabán, y su estado de mutismo in crescendo la convertía en virgen ausente. Parecía poseer un silencio de mármol, haber alcanzado un estado de soledad que le permitía conectar desde los ojos con otras extrañas soledades que se paseaban por el aeropuerto. Quienes la miraban, quedaban atrapados por su serena altivez. A su paso, cualquier ruido enmudecía. Nadie se atrevía a romper aquella paz que arrastraba su largo abrigo.
A Cádiz aquella triste visión lo mató de impotencia; él, que todo lo lograba, tenía que conseguir regresarla a la vida. No iba a permitir que se perdiera en ese mundo oscuro. Se acercó y la abrazó con ternura, llamándola pequeña, pero los brazos de ella se quedaron caídos.
Sara también se conmovió al verla. Desde la visita que había hecho al piso de su hijo, la notaba aún más lejana, y tal vez por ello mucho más bella.
Tomaron el avión privado, y durante las tres largas horas que duró el viaje nadie habló. Era como si la presencia de Mazarine los contagiara de silencio; como si el hablar, el nombrar cualquier palabra, pudiera lastimarla.
Cuatro soledades sin punto de encuentro. Variaciones de una misma melodía.
Cádiz aguantó sus ansiedades a punta de whisky helado, tratando de arrancar con las uñas sus recuerdos; sin conseguir despegar sus ojos de los pies descalzos de su alumna, que lo llevaban a soñar las tardes de pinturas, erotismo y risas compartidas en La Ruche.
Sara distrajo sus pensamientos releyendo por enésima vez La sonata a Kreutzer de Tolstoi; de vez en cuando la historia vivida con Germán acariciaba su alma, dejándole un regusto de añoranza y vacío.
Pascal, perdido en hipótesis médicas, soñaba con encontrar la fórmula magistral para salvar a Mazarine y hacerla suya, mientras su hombro aguantaba su cabeza dormida y sus dedos acariciaban sus manos.
Mazarine, la gran ausente, soñaba ser la que no era. Una doncella, rodeada de espigas, dormida. Viviendo lo que los muertos viven: una nada tranquila.
Aterrizaron en Ouarzazate antes del anochecer. Después de una larga discusión sobre lo que le convenía o no a Mazarine, entre todos decidieron obviar el paso por Marrakech por considerarlo demasiado ruidoso.
En el aeropuerto les esperaba un chófer que les condujo hasta el Dar Ahlam, uno de los hoteles más sibaritas del mundo, situado en Skoura, la puerta del desierto. Habían reservado una espléndida villa con dos habitaciones, rodeada de palmeras, fuentes y pétalos, donde pasarían la primera noche antes de emprender el viaje que les llevaría a navegar, a lomos de camello, el infinito mar de arena.
Tras una delicada cena de velas, perfumes, miradas y penumbras, todos se fueron a descansar.
Pero Cádiz no podía conciliar el sueño. Mientras los demás dormían, empezó a vagar por la casa sin rumbo. Se deslizó en la oscuridad del pasillo, alumbrado solo por las velas de los candelabros que los sirvientes habían dejado encendidas en el suelo, y descubrió que la puerta de la habitación donde dormían Pascal y Mazarine se encontraba entreabierta. Sin hacer ruido, se metió dentro. La tenue luz que se filtraba por la ventana caía sobre el rostro de su alumna, que parecía soñar acurrucada al lado de su hijo. Se dedicó a observarlos. Hacían una hermosa pareja. Sentía rabia y dolor, amor y frustración. Miraba a Pascal, y por más que luchaba contra sus sentimientos tenía que aceptar que lo amaba. Aquel muchacho era carne de su carne. ¿Cómo podía hacerle daño?
La miraba a ella, y una locura parecía poseerlo y empujarlo a arrebatársela de su lado. A echarlo fuera de su cama. Mazarine era su pequeña, su vida. ¿Por qué tenía que haberse metido en medio?
Era imposible sacársela de la cabeza. La obsesión que sentía le quemaba el cuerpo hasta enloquecer. Su relación carnal con Sara estaba muerta y ya no hacían nada para arreglarlo… ya no sabían. Su impotencia sexual era absoluta, pero la fiebre continuaba; era una fiebre que pasaba por poseer de una vez por todas aquel cuerpo joven, poseerlo no sabía de qué manera. Tenerla cerca, aunque solo fuera para besarle los pies, para lamerlos y chuparlos, para pintarlos y acariciarlos.
De pronto, Mazarine emitió un quejido y Pascal despertó. Al descubrir a su padre se sorprendió.
—¿Qué haces aquí?
Cádiz disimuló.
—Lo siento hijo, no podía dormir. Vi la puerta abierta y pensé…
Pascal lo interrumpió.
—Sssttt. Baja la voz, podrías despertarla. ¿Qué querías decirme?
—No sé… —Cádiz hizo una pausa—. Se me ocurre que tal vez si le dejáramos un lienzo y acrílicos… si pintara… si yo pintara con ella…
—La idea no parece descabellada, no sé cómo no se me había ocurrido. ¿Te importa si lo hablamos mañana?
No lo hablaron.
El ajetreo del día les distrajo. Sara había ido temprano al zoco y regresaba con ropa para Mazarine, que, tras resistirse a cambiarse el gabán, finalmente había aceptado vestir una túnica negra. Cádiz, evitándolos, había huido a las tiendas de arte y volvía cargado de tintes, colorantes, pinceles y telas.
Llegaron a las dunas al anochecer, montados sobre camellos. En el campamento los esperaba una gran fogata rodeada de músicos, que al verlos empezaron a tocar.
El sonido de los Krakesh y los Tbel unido a los Zghorit de las bereberes formaban un concierto único que embrujaba las sombras y se alzaba nítido sobre la noche sin luna.
Los ojos de Mazarine parecieron reaccionar ante aquel cielo inimaginable, de constelaciones de encaje y nebulosas, y por un instante a Pascal le pareció ver en los labios de su novia una tenue sonrisa.
Se convirtieron en nómadas. Cada día levantaban el campamento y recorrían otro tramo del desierto. Pasaban las mañanas saboreando paisajes, las tardes visitando oasis y las noches comiendo tajines, dátiles y frutos secos, probando recetas exquisitas al calor del fuego y de la música. El silencio de Mazarine se había convertido en parte del viaje. Su observación, en su posible cura.
Cádiz se pasaba las horas sumergido en una tienda que, a modo de estudio, hacía levantar. Por allí desfilaban hermosas mujeres bereberes que iba dibujando, apoyado en su whisky para no llevar a cabo la descabellada idea que empezaba a rondarle.
Pascal aguardaba sin prisas a que se produjera en Mazarine el milagro de la palabra, mientras Sara corría por el desierto con su cámara, disparando a cuanta maravilla encontraba.
Un séquito de árabes les seguía dondequiera que iban, y todo cuanto necesitaban les era suministrado al instante.
Una mañana, en un arranque de locura, la fotógrafa decidió internarse de lleno en el desierto para retratar a los hombres azules. Entre el personal que les atendía, la belleza de uno de ellos había llamado su atención. Aquellos hombres eran llamados los exiliados de la tierra porque dos mil años atrás los egipcios los habían expulsado, y sin querer habían acabado convertidos en herederos de ese extenso territorio que alguna vez había sido verde y fértil. Quería hacer un reportaje que mostrara al mundo ese otro desierto, el que ya no existía. Desfilarían desnudos en un éxodo doloroso, con sus pieles azules sobre el amarillo tostado de la tierra estéril. Enseñaría cómo era su vida errante en medio de la arena.
Se iría con dos ayudantes hasta un poblado que decía mantener las antiguas costumbres nómadas, y acamparía entre ellos hasta hacerse amiga y fotografiarlos sin vergüenza.
Como el reportaje le llevaría algunos días, había quedado de alcanzarlos tan pronto le fuera posible.
Aquella noche, entre las lenguas del fuego y los cantos de las Howañyat, Cádiz sintió que los ojos de Mazarine le observaban. Lo miraba fijo por encima del hombro de Pascal, con la vehemencia de los primeros días. Una mirada que quemaba.
¿Había vuelto? Necesitaba averiguarlo.