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Cuando estaba a punto de entrar en el piso de su hijo, Cádiz se arrepintió. Le preocupaba que, al reconocerlo, Mazarine no quisiera saber nada de él. Se moría por verla, pero temía no poder controlar su impulso de abrazarla y sacarla volando de aquel lugar.

—¿Qué pasa, Cádiz? —preguntó Pascal manteniendo la puerta abierta—. ¿No vas a entrar?

—¿Dónde está?

Pascal señaló el ventanal del fondo. La silueta de su alumna se recortaba a contraluz rodeada de un halo blanco que reverberaba, haciéndola parecer una visión irreal. Estaba sentada de cara a la ventana y una burbuja de silencio se extendía por el salón, aislándola del mundo. Sus pies desnudos resaltaban sobre el oscuro parquet. Con el ruido de la puerta, ni se inmutó.

—Lleva ahí todo el día y ni siquiera se ha levantado para comer. Hoy, lo único diferente que hizo fue buscar entre mi ropa y vestirse con una gabardina negra que encontró.

—Nos la llevaremos.

—¿Tú crees, padre?

—Estoy convencido.

—¿Y si no mejora?

—Se pondrá bien.

—Ojalá tengas razón.

—Es una artista, y no conozco a ninguno que sea indiferente a la belleza. Si lo que busca es silencio, le daremos el más hermoso que existe en la tierra. Un silencio infinito, de luz y polvo dorado, teñido de sol y soledad.

—¿Y si no vuelve a hablar?

—Despertará.