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¿Qué iba a hacer sin Mazarine?
Desde su desaparición los días rodaban lentos, repetidos y vacíos. Estaba a las puertas de un agosto incierto y París ya se había vaciado. Como psiquiatra, no sabía qué terapia aplicarse, porque hasta sus mejores razonamientos se venían abajo cuando la imaginaba en brazos de otro. Su distracción se agotaba. Los pacientes marchaban de vacaciones esperando que un viaje calentara sus almas… ¡Hasta las penas soñaban con tener sus días de descanso! En verano las ansiedades y tristezas viajaban ocultas tras enormes gafas de sol; acampaban en las playas, a la sombra de alguna palmera, o se ahogaban de mar y sal. Algunas se emborrachaban y por momentos sentían alcanzar la gloria, aquella felicidad líquida que bajaba por el esófago y llenaba, el agujero que más dolía hasta anestesiarlo. Otras, terminaban matizando los moratones del desconsuelo y los fracasos con un excelente bronceado. Tras las vacaciones, todas las penas regresaban más adoloridas que nunca.
A su novia se la había tragado la tierra o el aire, el agua o el fuego. Se la había tragado la vida. Cansado de aprenderse las calles del barrio, ahora lo único que le quedaba era esperar. Esperar no sabía qué, pues era probable que jamás regresara. Mazarine había sido una delgada neblina diluida en el horizonte de la nada.
Rebuscaba en su corazón y no encontraba una razón válida que justificara su partida. Flotaba en un suspenso, en un fatal instante que nunca se desencadenaba.
¿Sí o no?
La incertidumbre de lo que seguía no lo dejaba vivir. Se arrepentía de haberse ilusionado. Él, que tanto hablaba de centrarse en el presente sin siquiera cerrar el pasado, ya había planeado un futuro al lado de alguien que bien podría haber sido un fantasma.
Miró el reloj. La tarde caía y el consultorio estaba vacío. La secretaria hacía rato había marchado deseándole bonnes vacances. ¿Buenas vacaciones? ¿Adónde? No se iría. Su descanso sería buscar y aguardar. No pensaba decírselo a nadie, ni siquiera a sus padres; suficiente tenía con la vergüenza de aceptar haber sido abandonado sin explicaciones. Con Cádiz y Sara ya no hablaba de ello. Aunque su madre hacía lo imposible para tratar de distraerlo sugiriéndole planes veraniegos, se negaba a entusiasmarse con ninguno. Parecía que todos querían hacerle olvidar que su compromiso había existido, convencerle de que lo sucedido había sido producto de su imaginación. Y de no haber sido por su terquedad, hasta lo habrían conseguido.
Esa noche, para variar, volvería a caminar las calles de Saint-Germain y sus alrededores.
Guardó los historiales de la tarde, apagó las luces y el aire acondicionado, revisando que todo quedara en orden; el lugar permanecería cerrado un mes. Cuando estaba a punto de tomar el ascensor, el sonido leve de un sollozo lo obligó a girarse.
En una esquina, arrinconada en el suelo, una chica lloraba.
—¡Dios!
Pascal no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Allí estaba ella, con sus pies descalzos sumergidos en un charco de lágrimas. Infinitamente triste, pero viva. Corrió a abrazarla.
—¿Dónde has estado? ¿Qué te han hecho? ¿Qué te ha pasado?
Llanto.
—¿Por qué lloras?
Ni una palabra.
Pascal la cargó en sus brazos. Ella se dejó llevar a la consulta, abrazándolo por el cuello como una niña desvalida. Una vez dentro, quiso dejarla en el diván de la sala, pero Mazarine no lo soltó.
—Está bien —le dijo amoroso—. Quédate aquí, cerca de mi corazón.
La meció sin preguntarle nada, dejando que las lágrimas la lavaran. Así permanecieron hasta la medianoche, envueltos en la penumbra del salón y en el silencio triste de los gemidos.
—No te voy a pedir que me expliques nada, pero quiero que sepas que los dolores que no se hablan terminan echando raíces. Como a los grandes árboles, hay que evitar tenerlos cerca de casa, porque al final acaban estrangulándola, engulléndose sus cimientos, destruyéndola. No lo olvides, mon petit chou, tú eres dueña de tus dolores hasta que decidas echarlos fuera.
Pero Mazarine no podía hablar; después de la desaparición de Sienna, había perdido la voz.
—¿Quieres venir a mi casa? —le preguntó Pascal, acariciándole los cabellos.
Ella negó con la cabeza.
—No pienso tocarte, si eso es lo que te preocupa.
Sus ojos lo miraron enlagunados de tristeza.
—¿Por qué no me hablas?
Mazarine volvió a abrazarse a su cuello.
—Quien te ha hecho esto se acordará de mí. ¿Puedes caminar?
Asintió.
—Entonces, vamos.
Cuando la tuvo en su piso del passage Dauphine, Pascal le preparó una bañera con sales y aceites. Quería romper el estado de shock en el que se encontraba, rodeándola de sensaciones placenteras. La desnudó como si se tratase de una niña y ella se dejó desvestir, ida de su cuerpo, con la mirada puesta en la ventana… volada hacia ninguna parte. Verla en aquella indefensión le produjo una inmensa ternura. La sumergió en el agua con delicadeza mientras preguntaba.
—¿Quieres música?
Mazarine no respondió.
—¿Te apetece que me quede contigo?
Nada. Ni un solo gesto.
—Voy a prepararte una infusión. Dejaré la puerta abierta, d’accord?
Un trac vocal. Mazarine sufría la pérdida absoluta de la voz. Una afonía súbita, probablemente desencadenada por una impresión muy fuerte.
En los años que llevaba de ejercicio profesional jamás había tratado un caso como este, aunque haciendo prácticas en un hospital psiquiátrico de Buenos Aires había seguido muy de cerca la historia de una adolescente que, poseedora de un secreto familiar, había caído presa de aquel síntoma de conversión. Nunca llegó a enterarse de su evolución ni de si ella había recuperado finalmente la voz, pues a los pocos días de ingresada había sido trasladada a otro pabellón, y a pesar de que el caso era fascinante la pista se le perdió.
¿Cómo iba a sacar a Mazarine de aquel episodio si ni siquiera sabía qué motivo se lo había provocado?
Para tratarla necesitaba conocer algunos datos. ¿Dónde estaba su familia? ¿Por qué parecía no tener a nadie?
¿Y si le pedía que le contara lo ocurrido escribiéndolo en un papel?
Tras consultar sus libros y llamar a un colega comentándole el caso, Pascal regresó al baño y encontró a Mazarine profundamente dormida.
La sacó del agua y la llevó en brazos hasta la cama. Acabó de secarla y la vistió con un pijama suyo, cubriéndola después con una manta. No se separó de ella en toda la noche, con la ilusión de que el amanecer le regalara de nuevo su voz, pero al abrir los ojos Mazarine parecía haberse ido aún más lejos. La situación había empeorado. Ya ni siquiera lo miraba cuando la llamaba por su nombre, ni respondía ante ningún estímulo sonoro o visual. Le hizo un reconocimiento general, y a pesar de que todo parecía en orden, Pascal sabía que dentro de ella algo se había roto. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de llevarla al hospital e inmediatamente la desechó. Internarla complicaría aún más la situación. La única alternativa que le quedaba era mantenerla en su piso y observarla. Se dedicaría en cuerpo y alma a sacarla de aquel abismo, aunque para ello tuviera que renunciar a todo.