35

Eran las tres de la mañana y, a pesar de que su habitación estaba caldeada, Sara Miller se había despertado envuelta en un malestar indefinido, tiritando de frío. En los últimos años el helaje se le metía en el cuerpo desde el otoño y no marchaba hasta bien entrada la primavera.

Se levantó y caminó a tientas por el pasillo hasta el ventanal del gran salón. Le dolían los huesos y el alma. Encendió un cigarrillo y miró a la calle. La oleada de frío que azotaba Europa había llegado a París, congelando sus calles y monumentos. A lo lejos, la silueta de la Tour Eiffel asomaba triste entre la bruma. Las sombras se erguían sobre la ciudad, creando una sola unidad de formas póstumas. Un paisaje ceniciento, de sueños desoladores perdidos en la majestuosidad de una ciudad vacía.

No tenía ganas de nada. Toda la energía que la había hecho avanzar en la vida desaparecía. Su última obra continuaba victoriosa en las aceras de Les Champs Élysées, pero ella no tenía deseos de seguir. Miró el reloj y decidió marcar el teléfono de su marchante y amiga en New York. Al otro lado se escuchó un grito de alegría.

—¡Sara! ¿Qué haces a estas horas despierta?

—Necesitaba hablar con alguien.

—¿Te pasa algo?

—No puedo dormir, hace un frío aterrador.

—Tú nunca me llamas para decirme que tienes frío. Te está pasando algo grave.

—Tal vez.

—¿Y Cádiz?

—Duerme.

—No me refiero a ese tipo de respuesta. ¿Estáis bien?

—Sí, creo que sí.

—¿Crees… o estás segura?

Sara se quedó en silencio.

—¿Sara? —preguntó la voz.

La fotógrafa volvió a hablar.

—Sospecho que se ha enamorado locamente, pero por más que lo pienso no logro entender de quién.

—Pero… si a ti nunca te preocuparon los enamoramientos de Cádiz.

—Esta vez presiento que es distinto. Está totalmente hermético; no quiere hablarme de ello y yo no quiero estropearle su próxima exposición. Después de mucha espera, parece que su obra avanza.

—¿Por qué no te vienes?

—¿Y dejarlo?

—Por unos días te vendrá bien. Tengo una exposición de una extraordinaria pintora colombiana: Catalina Mejía. Tienes que ver sus cuadros. Son magníficos.

—Déjame pensarlo.

—Conocerás gente nueva. Hace tiempo que no te acercas por tu ciudad. Te presentaré amigos y te olvidarás un poco de todo. Deja que Cádiz te eche de menos…

—¿Y si lo pierdo?

—¿Si lo pierdes?… ¿He escuchado bien? Esta no es la Sara que yo he admirado siempre. Quien tendría que estar preocupado de perder a alguien es él. Lo que tú necesitas es airearte. Si no lo perdiste en aquellos años locos… Olvídate de él… por unos días. Tengo una idea de la que quiero hablarte. ¡Un bombazo!

—Nada me ilusiona.

—Cuando te explique lo que tengo en mi cabeza, te ilusionarás. ¿Vendrás?

—No te lo aseguro.

—Sí, vendrás. Dime que sí.

—¿Cuándo es la exposición?

—En quince días, lo justo para que no te lo pienses más.

—De acuerdo, iré.

Al colgar volvió a meterse dentro de ella, en su ovillo interior. Una minúscula mariposa había perdido sus alas y se arrastraba hasta su nido convertida en larva. ¿Por qué no podía sacudirse de la piel esa pérdida que todavía no se había producido?

Encendió un nuevo cigarrillo, y otro y otro, hasta que amaneció. La pesadilla de la noche no se había llevado sus angustias. Tenía que hacer. Pensar. Moverse. Buscar. Encontrar. Distraer al monstruo de la duda. Entender. Hacer como si existiera. Comer. Andar. Conversar de cosas sin sentido. Reír de nada. Llorar de risa. Aunque la risa no llegara. Crear sin ganas. Desaparecerse de todos los espejos. Y de los cristales que reflejaran su ánima.

—¿Qué te pasa, cariño? —La voz de su marido le llegó de lejos.

Sonreír. Tenía que sonreír. Sara se dibujó una sonrisa en la boca y contestó.

—Es el frío, no me ha dejado dormir.

—Ven. —Cádiz le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia él.

—Me voy a New York —le dijo, deshaciéndose del abrazo.

—¿A New York? ¿Por qué? ¿Para qué?

—Tú y yo sabemos que algo está pasando entre nosotros. No soy idiota.

—No te entiendo, Sara.

—Tienes que resolver un tema y esta vez no puedo ayudarte. Necesito alejarme de todo, hasta de mi propio desconcierto. Estoy muy cansada.

—¿Crees que New York es el mejor sitio para descansar?

—Allí nací. Quiero perderme en sus calles, volver a no ser nada.

—No tienes que irte. Lo que me pasa no tiene solución; no es lo que imaginas.

—No te mientas a ti mismo, Cádiz.

—¡Mírame! Estoy viejo, Sara. Tú misma me lo has dicho. Viejo… para todo. Es solo vejez y me repugna. La vejez es el final. Mientras éramos jóvenes nunca nos preocupó tomar conciencia de que el tiempo pasaba. Creíamos que siempre iba a estar allí, a nuestro lado. Dándonos y dándonos, cuando en verdad lo que hacía cada segundo era quitarnos y quitarnos. Nos chupaba la sangre con su alegría estival. Estamos hablando y… aquí está, ¿no lo sientes? Acechando con su tic tac escabroso. Arrancándonos el aliento a mordiscos. Robándonos el aire; las migajas de alegrías que pudieran quedarnos… Me lo está quitando todo… De pronto me he despertado viviendo mi peor pesadilla: ya no soy digno de alcanzar la belleza.

—¿Es bonita?

—Sara… no hay nadie.

—Todo envejece, Cádiz. Incluso aquello que una vez fue hermoso puede llegar a ser repulsivo. Nadie se libra del tiempo, nadie. Lo único que no cambia es la honestidad. Esa sí que no envejece. Ser honestos con nosotros mismos… —Sara lo miró con amor—… y con las personas que amamos.

—No hay nadie.

Cuando Sara Miller escuchó la segunda negación de su marido, supo sin lugar a dudas que mentía. Que era hermosa. Que la desconocida era hermosa y joven, lo que ella ya no era. Que Cádiz se había enamorado… y que iba a sufrir. Que iban a sufrir.

Horas después pidió a su secretaria que le reservara una suite en el hotel Mercer de New York. Se iría no en quince días, sino al día siguiente.