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Los vio a lo lejos. Sobre una colina, dos puntos blancos se dibujaban en el amanecer. Tenían que ser ellos, aunque el vestido blanco no coincidiera con el negro atuendo que siempre llevaba Mazarine.
Pascal se alegró. Quería ir más de prisa, pero las piernas se le enterraban en la arena y no lo dejaban avanzar. Los cuerpos se movían y el viento levantaba delante de sus ojos un velo de arena que le impedía distinguirlos con claridad. Continuó caminando y cuando creyó tenerlos al alcance de un grito, los llamó.
—MAZARIIIIIINE… CAAAAÁDIZ…
Pero no respondieron. ¿Qué era lo que hacían? Continuó aproximándose despacio, tratando de adivinar sus movimientos. Pero cuanto más cerca parecía encontrarse, más lejos los veía. Ese era el espejismo del desierto; las distancias jugaban a alargarse y acortarse según los deseos.
Diez minutos más tarde los tuvo frente a él. Estaban de espaldas y el brazo de su padre rodeaba los hombros de su novia. ¿Sería verdad lo que le parecía escuchar? La voz de Mazarine caía clara sobre aquel manto de silencio.
Volvió a llamarlos y esta vez fue Cádiz quien se giró.
¿Qué iba a hacer?
Su hijo se aproximaba feliz.
—Mon amour… —le dijo Pascal a Mazarine, acercándose a abrazarla—. No lo puedo creer, estás hablando. ¿Sabes lo que esto significa? Has recuperado la voz. ¿Qué te ha hecho el brujo de mi padre para que ahora hables, ah?
Mazarine se dejó abrazar desconcertada. Su cuerpo todavía se estremecía con las réplicas de aquel terremoto que la había sacudido.
Cádiz se apartó de ellos y empezó a caminar hacia el campamento.
—No te vayas —le pidió Pascal—. Tienes que explicarme la fórmula.
—Estoy cansado, hijo. Muy cansado. Si no te importa, lo hablaremos más tarde… —miró a Mazarine—. Tú también deberías descansar, pequeña. Ha sido una larga noche.
Pascal observó a su novia, que de repente parecía infinitamente triste.
—Me gustaría quedarme sola —suplicó ella con tono fatigado.
—¿Me parece que interrumpí algo importante? —intervino Pascal molesto.
Cádiz y Mazarine se miraron.
—Solo ha tomado conciencia de sus sentidos, Pascal —aclaró Cádiz, mirando con ternura a su alumna—. Ese ha sido el verdadero milagro, ¿verdad, Mazarine? La naturaleza ha hecho el resto. Este amanecer, la inmensidad… tal vez las palabras estaban a punto de salir y simplemente han decidido hacerlo hoy… —su voz cansada se esfumaba—. Os dejo.
—¿Por qué no regresamos los tres? —sugirió Pascal, sin entender demasiado lo que pasaba.
—Yo me quedo un rato —dijo ella.
—Está bien, cariño —Pascal se acercó y le dio un beso rápido en la boca—, pero no me hagas sufrir otra vez. No desaparezcas de nuevo.
Cuando llegaron al campamento, en una de las jaimas los esperaba Sara Miller. Regresaba feliz, cargada de collares y adornada con henna.
—Me las pintaron en el campamento —dijo mostrándoles las manos—. No os podéis imaginar el reportaje que he hecho… ¿Qué os pasa? Solo hace dos días que me he ido y os encuentro… no sé, cambiados. ¿Y Mazarine?
Pascal se acercó a su madre y la abrazó.
—Ha vuelto a hablar.
—¿De veras? Es una noticia fantástica. ¿Cuándo?
—Ahora.
—¿Y cómo fue?
Pascal miró a su padre con ojos interrogantes y este decidió contestar.
—Anoche, mientras daba un paseo, la encontré y se me ocurrió que era una buena idea llevarla a la kasbah y que tomara un hamman marocain, ya sabes lo maravilloso que es. Hablé con la encargada del centro y la dejé allí. Estoy convencido de que aquello le sirvió, ya que esta mañana, cuando la volví a ver, hablaba.
—¿Y dónde está?
—Ahora viene, madre.
—Esto merece una celebración, ¿no creéis? —Sara miró a su marido y a su hijo entusiasmada—. ¡Desayunaremos con champagne!