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Había pegado la página robada con la imagen de ese Cádiz cargado de humo y sensualidad en la pared del lado de su cama. Era la primera vez que colgaba algo en su cuarto y, después de verlo, a Mazarine le gustó. Corrió con sus pinceles y acrílicos a pintar, alrededor de la cara de su profesor, decenas de pies que fueron saliendo del cuadro hasta manchar el techo de pisadas rojas y negras; figuras superpuestas entre sí vagabundeando sin rumbo, pisando la imagen de Cádiz en un caos maravillosamente surrealista. El arte era así. Un lienzo, un instante. El alma. Una pared en blanco, una violación. Una mancha, dos, cien. Un antes y un después. Como lo mejor y lo peor de la vida. Lo que no se pinta, no existe. ¿No era lo que le había dicho Cádiz el viernes anterior, cuando empezó a pintar sobre su espalda?
La humedad de la pintura en su piel, ese roce frío del pincel acariciando y dejando huella, le producía un cosquilleo interior sublime. Y después, siempre después de la pintura, la lenta ceremonia del lavado. El agua escurriendo, entrando, buscando canales, pliegues por donde deslizarse hasta formar delgados ríos profanos. Sí, con Cádiz se sentía niña frágil, protegida.
Lo ayudaba. Sabía que la obra que se estaba produciendo dentro de La Ruche sobrepasaba los límites marcados en sus anteriores exposiciones. El hecho de abordar por primera vez la temática de los pies dentro del Dualismo Impúdico era un reto que estaba multiplicando sus posibilidades de pintor revolucionario. Abría otros horizontes. Podían existir muchos «dualismos impúdicos»; incluso se podía trasladar a las cosas; el mundo de lo inerte también tenía cabida. Esa misma pared que acababa de profanar con sus brochazos, había perdido su pudor gris de lienzo triste.
Mazarine se acurrucó en la cama, pensando en Cádiz. De pronto empezó a improvisar una canción y se fue arrullando, meciendo su cuerpo: «Yo no soy nada de lo que me ocurre. Mi yo se divide». ¿Lo había leído de Freud?
Se durmió.
Horas más tarde, en el interior de la casa verde, unos pasos recorrían palmo a palmo la estancia.
Ojos Nieblos había logrado burlar la cerradura, haciendo alarde de su destreza felina. Buscaba, abría cajones, cajas; miraba, escudriñaba, repasaba estanterías; esculcaba libros, carpetas y fólderes, seguido silenciosamente de la gata de Mazarine que parecía sufrir un trance hipnótico. No había nada. Lo que buscaba no estaba en la planta baja. Ni siquiera estaba seguro de que existiera en alguna parte de esa casa; simplemente había querido adelantarse, ser el más listo, para ver si podía dar una sorpresa al gran jefe y de paso a los demás.
Al empezar a subir las escaleras, escuchó una voz.
—¿Mademoiselle?… Ven aquí, gatita. Mademoiselle, qué mala eres. Mira que dejarme sola.
Era Mazarine llamando a su siamesa.
—¿Me vas a hacer levantar?
Silencio. Ni un solo miau.
—Está bien, ya bajo.
Ojos Nieblos se escondió rápidamente detrás de la puerta de la cocina, observando cómo descendía por las escaleras la figura grácil de la chica. El camisón de algodón dejaba traslucir un cuerpo menudo, de cintura fina y caderas suaves. Una preciosidad, pensó el intruso. Al agacharse para recoger a la gata, el hombre fijó la mirada en el medallón que colgaba del pecho de la joven y en sus senos pequeños y firmes. Sintió ganas de estirar la mano y tocarlos.
—Así me gusta. —Después de levantarla, Mazarine dio un beso en la boca a su gata y subió.