36
Desde que se veía con Mazarine, Pascal procuraba comportarse como un hombre sin profesión, a pesar de que algunas actitudes de la chica le empezaban a preocupar como psiquiatra. Percibía que tenía una vida oculta, a la cual él no tenía acceso. Estaba casi convencido de que lo de su hermana gemela era una invención infantil, que tal vez encubría una carencia. Pero su magnetismo era tanto que ni siquiera él mismo podía apartarse de su influjo. Estaba sometido a su albedrío.
Aquel halo de indefensión, que contrastaba con la vehemencia con la que exponía sus argumentos, le seducía. Si no quería hacer algo, no había poder humano que la convenciera. Era ella quien empezaba a dominar la relación, y él, sabiéndose un perdedor enamorado, se dejaba arrastrar por su fuerza.
A pesar de haberle rogado que no fuera descalza por las calles, por lo menos hasta que el invierno amainara, Mazarine se empecinaba en no hacerle caso. Si bien la sensualidad que desprendían sus pies era sentida hasta lo más hondo de su cuerpo —no sabía por qué quería privarse de degustar aquella delicada visión—, también era cierto que le despertaba su más elevado instinto protector.
Nunca en toda su vida se había encontrado con una mujer que desprendiera tanta energía y le provocara tantas sensaciones y tan dispares. Las pocas horas nocturnas que ella le dedicaba cubrían con creces sus días.
Era un torbellino de fuerza que lo arrastraba, lo seducía, lo obnubilaba hasta enloquecer. La deseaba con todas sus fuerzas. Pero la distancia que ella había marcado desde el comienzo de la relación le impedía un acercamiento más allá del de un noviazgo a la antigua usanza. Era como si Mazarine estuviera fuera del tiempo y de la cotidianidad de la vida. Acceder a su cuerpo era algo impensable, y aquello le producía un deseo mayor. Cuando la sentía a su lado, le invadía una sensación de irrealidad mística. Después de haber tenido todos los affaires juveniles que había querido, lo que sentía por Mazarine lo derrotaba por completo.
Caminaban cogidos de la mano entre el bullicio de la noche que empezaba. El Boulevard Saint-Germain acogía sereno a los transeúntes que escapaban del trabajo, enfrascados en conversaciones, risas, exclamaciones y planes nocturnos. Mientras Mazarine saboreaba como niña hambrienta un palmier pur beurre que acababa de comprar en la pastelería, Pascal le propuso detenerse en su librería favorita: L’Écume des Pages. Sobre las mesas verdes, cientos de libros de arquitectura, fotografía y arte eran hojeados y analizados por aquellos que, al no poder comprar, no se privaban del placer de observar. Art nouveau, art déco, modernismo, racionalismo… Todas las corrientes pictóricas. Impresionismo, surrealismo, expresionismo, die brücke… Las obras, en ediciones lujosas, competían en belleza. Junto a ellas, la de Cádiz, con fotos realizadas por Sara, era la gran sensación. El mismo libro que Mazarine había visto en la librería Shakespeare and Co., del que había robado una página, era hojeado por un cliente que aprovechaba para tomar apuntes.
Pascal estuvo a punto de contarle a la chica que el hombre que estaba en el libro era su padre, pero se contuvo. Mazarine estuvo a punto de contarle que el hombre que estaba en el libro era su amado profesor, pero se contuvo. Solo verlo en las fotos se le encogió el alma. No pudo seguir del brazo de Pascal.
—Salgamos de aquí —le dijo, lanzando a una papelera el palmier que no pudo seguir comiendo—. Me ahoga el olor a libros.
—Pues a mí es lo que más me gusta: el aroma de las páginas impresas. —Pascal la miró; su rostro estaba pálido—. ¿Te sientes bien? Te invito a un café, ¿quieres?
Mazarine sintió el dolor de no tener a su profesor en ese instante, de que el vehemente Pascal no fuera Cádiz.
Ya en Les Deux Magots se escondió tras su impenetrable silencio, aquel escudo que el psiquiatra estaba empezando a conocer. Se había ido de sí, mientras la espuma de su capuchino se diluía en la taza y la cucharilla giraba y giraba mezclando recuerdos. El rostro de Cádiz, sus ojos observándola, su risa persiguiéndola… sus manos repintando su cuerpo. No soportaba estar sin él. Necesitaba a Cádiz para ser. Después de un buen rato perdida, su voz se abrió.
—Pascal, ¿tú crees que las vidas que ya están destrozadas pueden volver a pegarse? ¿Recoger los pedazos y unirlos como si fuesen porcelanas rotas?
—¿Por qué me lo preguntas?
—¿Tú no arreglas vidas? ¿No es a eso a lo que te dedicas?
—Para que una vida se arregle, primero hace falta quererla. Querer la vida.
—¿Cómo se puede querer a un intangible?
—La vida no es un intangible, Mazarine. Tócate. Es tu cuerpo, tu respiración, lo que ves… —pasó su dedo por su boca—. Lo que sientes.
—Amamos lo que no podemos tener, Pascal. Es en la carencia donde está el dulzor. Lo que poseemos no nos duele. En cambio, lo que no podemos alcanzar…
—¿Quién te dijo que el amor es dolor?
—¿No amas más al agua cuando tienes sed? Si se une el deseo y el objeto deseado, todo se diluye, deja de valer la pena.
Pascal se acercó, buscando sus labios.
—Déjame probar. Tengo sed.
—No —le dijo Mazarine, apartándolo—. No quiero que se te peguen mis reflexiones. Me gusta como piensas.
—También puede pasar que se te peguen las mías —añadió Pascal acercándose a ella. Buscó su boca y la besó—. Mi sed por ti no se calma bebiendo, ¿te das cuenta? Sigo sediento. Cuanto más bebo de tu agua, más la amo.
Mazarine pensó en su sed. En la de ella. Tenía sed de Cádiz. Una sed que se le ponía en la garganta y la quemaba. Un dolor mudo que suplicaba y erosionaba. Ni un solo beso. Cádiz no le había dado ni un solo beso.
—¿Por qué estás tan triste, pequeña?
—No me llames pequeña, ¿me has oído? Nunca más vuelvas a llamarme pequeña.
Mazarine quería guardar esa palabra para su profesor. Le pertenecía. Él era el primero que la había llamado así, y sí, por qué no iba a reconocerlo, junto a su profesor se sentía pequeña y desvalida.
—Está bien —le contestó Pascal—. Solo quería acariciarte con mis palabras.
—Pues elige otra, mon amour.
Pascal no quiso seguirle el juego y volvió a insistir en lo que de verdad le importaba.
—¿Qué te tiene tan triste? ¿Es lo mismo que te llevó a llorar la noche en que te vi por primera vez?
—Mira, Pascal, no me cabe duda de que tus intenciones son buenas y quieres ayudarme; pero te voy a decir una cosa: primero, yo no soy tu paciente, y segundo, no tienes que preocuparte por mí porque no me pasa absolutamente nada. Si quieres estar conmigo, tienes que entender que el silencio y la melancolía forman parte de mi carácter.
—Llevamos viéndonos casi tres meses y ni siquiera sé a qué te dedicas.
—Eso no tiene nada que ver con lo que me preguntas.
—No quiero que sientas que te estoy interrogando. Esa no es mi intención. Desde el amor que te tengo, quiero conocerte mejor… para avanzar.
—¿Avanzar? ¿Hacia dónde? ¿Tú crees que si sabes más de mí avanzamos?
—No sé si avanzamos, pero por lo menos no nos desencontramos. Podría pasarnos que de no conocer nada el uno del otro, no tengamos futuro.
—¿Futuro? Esa palabra no tiene futuro. ¿No te das cuenta de que media humanidad vive pensando en el futuro y se queda sin presente? Estar vivo para quedar muerto. Ese es el futuro. ¿Qué diferencia hay entre la vida y la muerte?
—Un abismo, Mazarine. Entre la vida y la muerte hay un gran abismo que no quieres ver.
—La muerte es solo un sueño. Cerrar los ojos. Descansar. ¡Qué más da! Estamos de paso. Por eso no importa a qué te dedicas, pues todo lo que haces son entretenimientos para no ver que nos dirigimos a estar muertos.
—Está bien. Si no quieres decírmelo, no importa.
—Estudié Bellas Artes.
—¿Y tu hermana?
—¡Ay! Mi hermana se pasa el día durmiendo. Esa sí que vive bien. No hace nada.
—¿Y tus padres?
—Ya te lo he dicho, siempre están lejos. No los veo nunca.
—¿Los echas de menos?
Mazarine recordó el instante en que besaba la frente helada de su padre muerto, y asintió.
—A mi padre. Solo a mi padre… a veces.
—¿Se lo dices?
—No. —Mazarine levantó su mirada y la clavó en Pascal—. Oye, no quiero hablar más de eso. ¿Por qué no haces como yo? ¿No ves que nunca te pregunto nada? ¿Sabes por qué? Porque no me importa. Me importan estos ratos en los que hablamos y paseamos. ¿Me invitas a cenar? Hay un pequeño bistrôt cerca de aquí.
Sobre la mesa, la boina de Mazarine y su bufanda aguardaban. Sus pies descalzos resplandecían en el suelo ajedrezado. Pascal se levantó y dejó unas monedas junto a la cuenta. Mientras se colocaba el abrigo y se preparaba para marchar, pensó que al llegar a su apartamento iba a buscar el libro de psicopatologías.