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Tal vez la pasión y el amor solo residen en la observación de lo amado, pensó Cádiz al ver a Mazarine acercarse a las rejas del portal de La Ruche y cruzar el camino al estudio. Le abrió la puerta y esperó detrás, dejando que fuera su alumna quien empujara.

Se había pasado el fin de semana imaginándola y ahora que la tenía delante quería mirarla en silencio; sin una palabra que rompiera la extraordinaria magia que le producía la contemplación de su imagen finísima, de repente tan necesaria.

Se miraron y permanecieron mudos viviendo el hechizo del encuentro. Alumna y profesor, suavidad y fuerza, juventud y madurez, ingenuidad y maestría, ímpetu y reflexión, instinto y experiencia, el equilibrio de la belleza duplicado en los contrastes.

Los ojos de Cádiz se deslizaron lentos por el cuerpo de ella, hasta caer rendidos a sus pies. El tejano de su alumna se arrastraba y sus dedos blanquísimos se asomaban desnudos, recibiendo el suave tacto de esos ojos gastados. Una espera incierta, una promesa.

La pasión que allí había arrancado empezaba a hacer su propio camino sin tenerlos en cuenta.

Después de muchas primaveras marchitas, un brote destiempado florecía en el corazón de Cádiz. Todo lo que había desfilado por su vida en los últimos años y que le había ido llevando a las puertas de un final insípido, desaparecía. Ese tren fantasma en el que sin darse cuenta se había subido, el que solapadamente lo conducía a aceptar una vejez con desgana, ahora le regalaba un viaje de regreso a la vida.

Una chica, que podía ser su hija, le enseñaba un camino de luz que lo sacaba de ese túnel espeso. Y se iba a dejar inundar por esa luz, aunque lo encandilara y le dejara ciego. Ver… sin llegar a más. Un placer nuevo.

—Mazarine…

Al oír la voz de su profesor, Mazarine sintió aletear una mariposa entre sus piernas.

—Quítate la camiseta. Obedeció.

—Vamos a volar.

La imagen de su alumna dejando al descubierto sus delicados senos, y ese medallón oscilante en su pecho, produjo de nuevo en Cádiz el deseo de inspiración.

—Pareces una virgen bizantina —le dijo.

Sin tocarla, nada más que con la punta de su pincel, el pintor trazó debajo de sus senos una cruz de doce puntas de color granate. La humedad de la pintura se había hecho amiga de la sed de Mazarine, le saciaba la piel. Una gota espesa se desprendió de la cruz y la fue caminando. Resbaló por su ombligo, se coló en su pantalón, aterrizando en el centro de su pubis.

Un suspiro.

Sobre el medallón, la luz del sol descargó toda su furia, dejando a la intemperie sus relieves grabados.

—¿Conoces su significado? —preguntó Cádiz señalando la medalla.

Mazarine sentía la gota sobre su pubis, temblando, penetrando. No podía contestar. Su pensamiento estaba abajo.

Cádiz empezó a trabajar la tela en blanco, acariciándola con hambre, poseyéndola con desespero, con toda la fuerza de su recién recuperada pasión. En una agitación insaciable que le excitaba cuerpo y mente. El deseo nacido de la observación de su alumna mancillaba el lienzo y lo sublimaba hasta convertirlo en una obra de arte gloriosa.

¿Cómo iba a hacer para no acercarse a ella más de la cuenta, sin romper esa magia?

Más pintura, más colores, brochazos.

El pintor pasaba de la tela a la piel, sin distinción, en una locura cromática exquisita.

Confusión y caos. Piel y lienzo, un solo cuerpo. Sobre el pecho de Mazarine, otra gota y otra y otra resbalaban, entraban, bajaban sin permiso, profanaban su intimidad, su vergüenza, su no saber. Se paseaban libertinas dentro de los tejanos, acariciando con el tacto de muchos dedos sus piernas; ríos que morían en los pies dejándolos pintados de vida.

Un silencio y otra vez el violonchelo, su voz.

—Mazarine…

La alumna levantó su mirada brillante de deseo y la clavó desafiante en su maestro. ¿Qué más le iba a pedir?

—Sácate el tejano.

Era una locura. No podía continuar con ese juego; no sabía qué seguía, qué sentía. Todo giraba a su alrededor.

No se movió.

—Mazarine… —repitió Cádiz—. Sácate el tejano… por favor…