33

SAMANTHA

Nos pasamos el resto de la noche tiritando, acurrucados el uno contra el otro, pero sólo para calentarnos. La supervivencia está por encima del romance. Sé que mañana va a ser un día largo, de caminatas por la nieve, y el cuerpo ya se está quejando. En cuanto empieza a amanecer, me siento ansiosa por que esto acabe. No puedo seguir más tiempo enjaulada en esta tienda.

Mi nerviosismo despierta a Zain, que me mira. Yo abro mucho los ojos. Sigue siendo raro verle sin sus hechizos y, además, con la luz naranja de la tienda su aspecto resulta todavía más extraño. Esboza una media sonrisa, agarra su gorro y se cubre el pelo con timidez.

—Muy bien —dice restregándose los ojos—. Vamos a recoger deprisa y luego haré un conjuro para buscar el camino de regreso. Creo que vale la pena arriesgarse a perder la varita a cambio.

Ya estoy embutiendo el saco en su bolsa y metiéndolo al fondo de la mochila. Consideramos la posibilidad de dejar aquí la tienda; la cuerda suelta ha rasgado el doble techo cuando el viento la azotó ferozmente. Pero ambos somos conscientes de que tal vez la necesitemos de nuevo para pasar otra noche en la montaña.

Me ato las botas y salgo de la tienda. El panorama me hace detenerme en seco. Todo a mi alrededor, hasta donde alcanza la vista, está impregnado por los destellos rosas, anaranjados y amarillos que lanza el sol sobre la nieve al asomarse por las imponentes cimas de la cordillera. Y a lo lejos atisbo la montaña más alta del mundo, el monte Oberón, que incluso aquí domina la línea del horizonte, aunque el horizonte sea una línea de gigantes. Es accidentada, escarpada, una belleza abrupta.

Zain está guardando la tienda detrás de mí.

—Sam, ¿inspeccionaste la cueva ayer?

—Bueno, no exactamente… —digo sin despegar la vista del paisaje. Quiero empaparme de él, como si fuera mi última oportunidad para verlo.

—Tal vez haya pelo de abominable ahí dentro.

Sin querer, me estremezco.

—Si quieres ir a comprobarlo, adelante.

Se acerca a mí y me pone las manos en los hombros. Me quedo mirándolo.

—No tardaré más de cinco minutos, ¿de acuerdo? Una inspección rápida, para evitar que esto sea un gasto inútil para los equipos de rescate, y emprendemos el camino a casa. Ni un desvío más, ¿trato hecho?

—Trato hecho.

Incluso ahora, al contemplar la entrada de la cueva, tengo que darme la vuelta. Me acuerdo del bramido que oí ayer y me preocupo. ¿Y si fue algo más que el viento?

Preparo las dos mochilas, de modo que, en cuanto Zain haya terminado, nos las pongamos e iniciemos la marcha. Me siento algo aturdida, mareada. Lo más seguro es que se trate de la reacción de mi cuerpo a la altitud. Abro la solapa que hay en la base de la mochila y saco del fondo la bolsa roja aplastada que contiene los ingredientes para las pociones. Necesito masticar un par de hojas de coca, tal y como Kirsty nos aconsejó.

Estoy a punto de volver a guardar la bolsa roja cuando me llama la atención un movimiento en el lateral de la cornisa. Es la nieve, que se está desprendiendo por el borde.

—¿Zain? —digo, volviendo la cabeza. Lo primero que pienso es que la cornisa se está desmoronando, pero algo me hace cambiar de opinión. Lo que sucede en realidad es aún más aterrador—. ¡¿Zain?! —lo llamo en voz más alta.

—¿Sam? ¿Qué pasa? —Oigo sus pasos, que se acercan retumbando en la cueva.

Pero va a ser demasiado tarde.

Porque ahora sí que veo lo que está pasando. Una mano enorme —de dedos negros y nudosos, acabados en uñas largas y afiladas— está encaramándose a la cornisa. Los dedos, al buscar donde agarrarse, se entierran en la nieve.

Zain frena en seco a mi lado.

—¿Qué pasa?

No respondo porque, tan pronto como termina de hablar, se da cuenta. Me pone un brazo delante y retrocedemos varios pasos. No sé cómo cree que va a protegerme con un brazo. Si lo que se acerca a nosotros es lo que me parece, ya estamos muertos.

Zain saca la varita de su funda, justo debajo del brazo. Espero que sea lo bastante listo como para recordar que tal vez sólo tenga una oportunidad para usarla. Si la desperdicia… ¿He dicho ya que estamos acabados?

Aparece ahora un brazo, tan largo como si tuviera doble articulación, doblado en ángulos poco naturales. La nieve se le adhiere al pelo, cubriéndolo como una chaqueta. Entonces emerge la cabeza. No, no es la cabeza; es una joroba, una gran extensión de los hombros que se eleva sobre su cuerpo. Sus ojos, cuando aparecen, son oscuros, pequeños y redondos como canicas. El abominable nos ve y, por un momento, da la impresión de que va a salir corriendo y a dejarnos en paz.

Zain cree que el bulto es la cabeza. Apunta con la varita al abominable y, antes de que yo pueda detenerle, ataca. La criatura suelta un grito de dolor, aunque no un grito normal: se trata de un chillido tan fuerte como el de una banshee, y tengo que taparme los oídos.

El abominable, normalmente solitario, es una criatura que huye del hombre si tiene oportunidad, pero Zain lo ha hecho enfadarse. Ahora Zain sale corriendo hacia el borde de la cornisa, pero, como ya nos temíamos, está demasiado alta para saltar sin rompernos las piernas, el cuello o ambas cosas.

El abominable ya está trepando a la cornisa. Su cara se halla completamente negra y tiene la joroba chamuscada donde Zain le ha dado. Es el doble de grande que Zain. Él intenta en vano volver a usar la varita, pero está echando humo y ardiendo por dentro. Con eso es imposible hacer magia de nuevo.

Le agarro de la mano.

—¡Vamos!

Sólo hay un sitio adonde ir: atrás, al interior de la cueva. Encontrar algún lugar donde escondernos, esperar a que se aburra, trazar algún tipo de plan.

Salimos corriendo hacia la cueva. El abominable se detiene junto a nuestras mochilas —quizá crea que también son una amenaza, allí colocadas como si fueran otros humanos— y las agarra con sus gigantescas manos para destrozarlas y despedazarlas con las uñas. Rasga la tienda de campaña y la convierte en tiras de plástico naranja que lanza al aire. Luego prueba con los dientes y es entonces cuando sé que nuestro pequeño respiro ha llegado a su fin, porque en esas mochilas no va a encontrar nada sabroso. Las aparta hacia un lado.

—Por aquí. —Zain me agarra del brazo. Ha elegido un camino por donde el túnel se tuerce formando un canal estrecho, pero el abominable nos ha visto. Se acerca trotando hacia nosotros y toda la cueva tiembla con su movimiento. Las estalactitas se agitan y, al caer sobre el monstruo, se rompen en su espalda. ¡Con razón el conjuro de Zain no surtió efecto! Su pellejo debe de ser extremadamente duro si unas estalactitas antiguas, que a nosotros nos habrían matado con facilidad, apenas le afectan.

En los segundos que tarda la criatura en llegar a la entrada del túnel estrecho, ya sabemos que no hay escapatoria. Nos pegamos a la pared de roca y me pongo de frente. Si este va a ser mi final, lo afrontaré con valentía.

Zain intenta trepar por la pared buscando algo, cualquier cosa que nos ayude a abrirnos paso entre las rocas o a contraatacar. Pero no hay nada.

Lo único bueno es que el abominable no puede alcanzarnos. Introduce el brazo por el túnel, y esas garras y esas uñas se acercan tanto que grito y grito y grito. Zain me agarra y me aplasta contra la roca mientras el abominable chilla de frustración. Al final retira las garras, tal vez a sabiendas de que no tenemos dónde ir, y se sienta justo delante del túnel. Cojo una piedra del suelo y trazo una línea en nuestra hornacina. Hasta aquí llega el abominable. No podemos traspasar esta línea. Zain me mira y asiente.

Entonces hunde la cabeza entre las manos.

—¿Qué… qué hacemos? —balbucea—. Cielos, jamás saldremos de esta. Vamos a morir aquí.

Tiene razón. Podríamos morir aquí. Da miedo verle derrumbarse de este modo. Yo haría lo mismo… si no tuviera un plan.

Con el pánico, lanza su varita humeante más allá de la línea. El abominable vuelve a meter el brazo en el túnel para intentar coger el maldito trozo de madera que antes le hirió. Pero necesito la varita. Doy un salto y la agarro yo también.

El abominable me araña la mano y grito de angustia. Zain tira de mí.

—¿Qué estás haciendo? —me grita.

Me llevo la mano al pecho. La sangre brota de las heridas y no puedo mirarla porque podría desmayarme. Zain coge su bufanda y me la enrolla con fuerza alrededor de la mano. Me tiemblan los músculos del brazo, así que lo aprieto fuerte contra el cuerpo.

—¿Para qué has hecho eso? —susurra.

—Tengo un plan, pero necesitamos tu varita.

—Vale, pero podrías haber dicho algo…

—¡No me ha dado tiempo! ¿Puedes calmarte? —Las lágrimas me ciegan. La mano me escuece a rabiar. Tengo suerte de que las garras de los abominables no sean venenosas. O al menos eso creo.

—Lo siento. —Me agarra de los hombros con cuidado de no apretarme la mano—. Entonces, ¿un plan? Eso es más de lo que yo tengo. ¿Puedo ayudar?

—Creo que vas a tener que ayudar, sí. Lo único que tenía en las manos cuando la criatura nos atacó es esto. —Señalo la bolsa de ingredientes que he dejado tirada en el suelo—. Creo que en ella hay algo que podría servirnos.

Zain recoge la bolsa roja. Tira del cordón para abrirla y echa un vistazo dentro.

—Dios, Sam, me dan ganas de besarte.

—No empecemos con eso otra vez. El plan todavía no ha funcionado y, sinceramente, no estoy segura de que tenga éxito desde esta distancia. O por lo menos… no con el abominable tan despierto. Vamos a tener que esperar un poco.

Él se encoge de hombros.

—Bueno, no tenemos otra cosa que hacer.

—Cierto.

—¿Para qué necesitas la varita?

—Está ardiendo, mírala. —La varita sigue al rojo vivo y echando humo. La soplo y el rescoldo se aviva. El fuego es ligeramente mágico, por supuesto.

Nos acomodamos al final de la cueva para esperar a que el abominable dé alguna muestra de cansancio. Después de una hora, el abominable se ha calmado por fin y ha dejado de arañar los bordes del túnel, aunque nos sigue mirando con esos ojos de enfado brillantes, pequeños y negros. Lleva así un buen rato.

—Muy bien —digo—. Saca unos cuantos pétalos de la bolsa y ponlos alrededor de la varita.

Son los pétalos de dulce de montaña que recogí ayer. Un potente sedante… que sólo afecta a los abominables. La naturaleza suele ofrecer sus remedios cerca de dónde hacen falta. Por fortuna, el instinto me avisó cuando veníamos hacia aquí.

Los pétalos tienen que quemarse o no funcionarán. Pero no van a quedarse fijos en la punta de la varita.

—El cordón —continúo.

Zain asiente y desanuda el cordón de la bolsa. Luego ata los pétalos a la varita. El humo, que antes era negro, pasa de inmediato a azul claro. Funciona. Me pongo detrás del preparado humeante y lo colocamos justo en la línea. Entonces comienzo a moverlo por el túnel.

El abominable cierra un ojo. Debe de ser por el preparado, pero tampoco podemos estar seguros.

—Vamos a tener que acercárselo más.

—Pero… ¿está haciendo efecto?

—No lo sé. Si tenemos suerte, se quedará dormido ya. Pero no nos queda mucho pétalo de dulce de montaña.

Me agarra de la mano (la mano buena).

—Voy delante de ti, ¿de acuerdo? Es mi varita y yo decido.

—¡Pero es mi idea!

—Y ya has resultado herida por ella. Pero prométeme una cosa: si pasa cualquier cosa, lo que sea, sal corriendo. Corre todo lo rápido que puedas y no mires atrás.

—Los dos estamos metidos en este lío. No voy a dejarte.

—¡No seas cabezota!

—No estoy siendo cabezota, sólo te aviso: o salimos los dos de aquí o no saldrá ninguno. O funciona o no.

Me mira con detenimiento a los ojos, pero no va a detectar ni una pizca de debilidad en ellos. Al final, se rinde. No tiene mucha elección.

—¿Lista?

—Lista.

Traspasamos la línea juntos y nos detenemos con la respiración entrecortada. Creo que ni siquiera me late el corazón. El abominable no se mueve… Quizá le haya llegado algo del humo sedante.

Avanzamos otro paso. Zain intenta ir por delante, a pesar de nuestro acuerdo, pero yo me sitúo a su lado. Permanecemos codo con codo y damos otro paso. Sigue sin moverse. Un paso más… Entonces se produce un movimiento. El abominable gruñe y cambia de postura. Estamos sujetando la varita, con los pétalos todavía humeantes en la punta y el humo azul flotando en dirección a la criatura. Intenta levantarse, pero nosotros seguimos avanzando. El humo se vuelve más denso. Veo cómo el abominable gime, se resiste, los párpados se le quedan sin fuerzas. Esto va a funcionar.

El humo se enrosca alrededor del monstruo, impelido por él, atraído por él, y se instala en su pelaje, en sus ojos. Él consigue seguir de pie —es muy fuerte—, pero cuando intenta dar un paso se desploma somnoliento. Casi estamos ya en la cueva propiamente dicha. El abominable se ha caído y está tumbado en el suelo. Con mucho esfuerzo, abre un ojo para mirarme.

Zain empieza a correr hacia la entrada de la cueva, hacia la luz, hacia la libertad y la salida.

Por un segundo, no lo sigo. Miro fijamente al abominable y él me mira a mí. Zain grita mi nombre.

El humo empieza a dispersarse. Pero no puedo haber recorrido todo este camino para nada… Sencillamente, no puedo. Me lanzo hacia el abominable, pero aún tiene suficiente fuerza como para alejarme de un golpetazo. Retrocedo de un salto.

—¡Corre, Sam! —brama Zain, y me aparto a regañadientes de la bestia. Entonces veo una bola de pelo enganchada en una de las estalactitas que se cayeron al suelo y me las apaño para arrancar un puñado de un tirón.

Salgo corriendo.

No miro hacia atrás. Noto que el abominable se pone de pie con torpeza, tropieza con la pared de la cueva y provoca otro derrumbe del techo. Voy esquivando las rocas que caen, y es la adrenalina lo que me hace continuar. Veo a Zain gritándome desde la entrada de la cueva, su silueta a contraluz, pero de pronto no le oigo. El gorro que lleva puesto se le levanta con una fuerte racha de viento y sale volando. Entonces, por detrás de él, se eleva un enorme helicóptero, cuyas hélices golpean con furia el frío aire de la montaña.

Zain se agarra al asidero que hay junto a la puerta y salta sobre el primer escalón mientras me tiende el otro brazo. Corro hacia su mano y tira de mí.

De golpe estoy dentro del helicóptero, abrochándome el cinturón de seguridad. Atrás, en la cornisa, no se ve al abominable por ningún sitio; nunca se acercaría a una terrible bestia voladora como esta. Sin embargo, cuando nos alejamos de la montaña, de vuelta a la seguridad y a casa, juro que oigo un grito afligido, casi humano, desde las profundidades de la cueva.