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SAMANTHA

Unas luces parpadeantes azules y rojas resplandecen sobre la calle Kemi y el corazón se me pone en un puño. Enseguida me viene Molly a la cabeza. Paso a toda prisa por delante de unos furgones policiales y de unos camiones de bomberos que están subidos a la acera y entro como un rayo por la puerta principal de la tienda.

Dentro, la escena es desoladora. Sobre el oscuro suelo de madera hay papeles esparcidos por todas partes. Un hombre con uniforme azul oscuro que lleva una caja de herramientas me aparta de su camino de un empujón. Forense. Hay más hombres trajeados detrás de la caja registradora. Todavía no he visto a mi familia.

—¡Gracias a Dios que ya estás aquí! —chilla mi madre saliendo de la biblioteca.

Se ve obligada a empujar la puerta con fuerza para apartar los escombros y poder abrirla. Respiro por fin cuando descubro que Molly está detrás de ella, con la boca abierta. Y no es para menos. Si pensaba que el suelo de la tienda estaba hecho un desastre, la biblioteca se encuentra aún peor. Hay páginas por los aires y tapas de libros hechas pedazos y desparramadas por toda la sala. Ninguna estantería se ha librado de la masacre: sin importar lo antiguo que fuera el libro o lo exquisitos que fueran sus contenidos, todo está hecho un auténtico caos. Nos abrimos paso hacia lo que era la colección más preciada de mi abuelo, donde un equipo de forenses está arremolinado alrededor de una estantería abierta. La puerta que abrí antes de la ceremonia de Molly.

La puerta que no estoy segura de haber vuelto a cerrar después.

Esta antiquísima habitación, por contra, no está destrozada —al menos han tenido un poco de sentido común—. Pero hay huecos en las estanterías, como si fuera una boca mellada, y marcas negras de chamusquina en las paredes. Entonces un olor me sacude. Es acre, metálico. Retrocedo para salir de la vieja biblioteca y alejarme de ese hedor.

—¿Quién ha hecho esto? —susurro. Se trata del universo de mi abuelo, que ha sido ultrajado. Y es culpa mía.

Uno de los detectives se acerca a mí.

—¿Eres Samantha?

Afirmo con la cabeza, pero mis gestos parecen independientes de mi mente, como si estuviera desconectada.

—Sé que es duro, pero tienes que ayudarnos. Quienquiera que haya sido el que ha entrado para robar vuestros libros ha intentado también incendiar la tienda. Por suerte, cuenta con un sistema de seguridad incorporado para apagar el fuego.

¿Un sistema de seguridad? No sabía que tuviéramos nada, aparte de una cerradura anticuada en la puerta principal.

—¿Samantha?

Estoy divagando. Intento prestar atención al detective.

—Hmmm, esta mañana estuve en la biblioteca pensando en investigar un poco acerca de pociones amorosas… —Miro de reojo a mi madre con culpabilidad.

—Pero ya no estás en la Expedición —dice el detective conforme va tomando notas—. Ya sabes que las pociones amorosas fueron prohibidas hace más de cien años. En caso de que tu familia estuviera escondiendo algo, las consecuencias serían serias…

Me sube el calor a las mejillas.

—¡No estábamos escondiendo nada! A veces esos hechizos censores se desintegran con el tiempo. Era improbable, pero quería asegurarme. Entonces pensé que el libro que buscaba estaría en la vieja biblioteca, pero tuve que irme… —Se me llenan los ojos de lágrimas—. ¡Lo siento mucho, mamá! —Me tapo la cara con las manos.

—No es culpa tuya, cariño. —Su voz se endurece cuando se dirige al detective—. Ya tiene las respuestas que necesitaba de mi hija; ahora céntrese en averiguar quién ha hecho esto.

—Sí, señora. Ha habido delincuentes merodeando por esta zona. Creemos que pudieron pensar que esta tienda era un blanco fácil.

—¿Delincuentes que sólo roban libros?

—Todavía no sabemos qué libros faltan, lo que dificultará su localización. Don Ostanes está siendo… poco colaborativo. —Garabatea unas cuantas notas—. En fin, creemos que, quienquiera que fuese, les vio salir a todos de casa.

—Entonces, ¿piensa que ha sido premeditado? —grita mi madre.

El detective se apresura a tranquilizarla:

—Aún no hay nada seguro. Estamos barajando varias teorías. De momento, vamos a tener que cerrar su tienda durante algunas horas, tomar huellas, llevar a cabo una rigurosa investigación…

—¡De eso, nada! —Mi abuelo aparece por la puerta—. Fuera, fuera. No quiero a sus dotados metomentodo en mi casa. Ya les avisaremos si les necesitamos.

El detective alza las manos.

—De todos modos, me parece que ya casi hemos terminado. Si no quieren que hagamos nada más…

—Ya han hecho suficiente, gracias.

El detective se queda mirándolo fijamente unos segundos y después inclina la cabeza. No hay mucha gente lo bastante valiente como para discutir con mi abuelo cuando está de este humor, y el detective no es una excepción. Avisa a su equipo con un chasquido de dedos y salen todos por la puerta principal arrastrando los pies. Luego él se gira para decir algo, pero mi abuelo le da con la puerta en las narices.

—Papá, ¿nos vas a decir qué está pasando? —le pregunta mi padre.

—No. Y no necesitamos a ninguno de esos incordios de policías porque yo sé exactamente quién ha hecho esto. John, Katie, necesito que cojáis a Molly y que os vayáis —les pide.

—¿Por qué? —exclama mi madre, estupefacta.

—¡Papá, sé razonable! ¡Esta también es nuestra casa, aunque la hayan atacado!

—No. Este es un asunto de alquimistas y mi aprendiz es la única que puede quedarse. ¡Así que marchaos todos!

Cuando mi abuelo se pone así, es terrible. Los demás obedecen sus órdenes, a pesar de todo. Me gustaría ir tras ellos, pedirles que se queden, pero, si se trata de un asunto importante para los Kemi, soy consciente de que tengo que obedecer.

—¿Hueles eso? —me pregunta él una vez que se han ido. Se le ensanchan las fosas nasales—. Siempre que un dotado hace magia deja un olor característico, un rastro. Suele ser inapreciable, pero no en este caso. No en nuestra tienda.

—¿Ha sido un dotado? —Alarmada, abro los ojos de par en par.

—¿No reconoces el olor?

Me concentro. Me lleva un par de intentos, pero al final mi memoria acaba fusionándose con mis sentidos. Sí que lo reconozco. Es el mismo olor metálico y nauseabundo que me asaltó en el palacio.

—No… ¿Emilia? ¿Qué iba a querer ella de nuestra biblioteca?

Mi abuelo asiente. Alarga el brazo para tocar el polvo negro que ha tiznado la pared. No son manchas de chamusquina.

—Lo más probable es que quisiera lo mismo que tú esperabas encontrar. Como no consiguió lo que pretendía, intentó prender fuego a todos esos libros antiguos. Pero este polvo neutraliza los hechizos.

—¿Cómo es posible?

—Porque el conocimiento que se encierra en estas paredes vale más que cualquiera de nuestras vidas. Todos los Kemi lo han sabido siempre. Y cuando Thomas Kemi ganó la primera Expedición Salvaje, gastó todo el importe del premio en construir esta tienda y equiparla con diversas medidas especiales de protección, que se fueron reforzando desde entonces con cada nueva victoria. De ese modo, ningún Kemi tendría que preocuparse jamás de las intromisiones de gente como Emilia Thoth.

—¿Y los libros que faltan?

—Los cogí yo para que la policía lo considerase un robo y no le diera más vueltas al asunto. Pero nadie podrá llevarse nada de esta tienda mientras haya un maestro Kemi al mando. Nada.