13

SAMANTHA

Kirsty me deja en casa en silencio. Hemos estado calladas casi todo el camino. Anita y Arjun se ofrecieron a traerme de vuelta en su coche, pero yo no iba a poder afrontar su entusiasmada conversación. Por otro lado, tampoco quería darles pena; tienen cosas más importantes de las que preocuparse, como averiguar el siguiente ingrediente.

Olvido o amnesia permanente: mezclar cuatro hebras de tentáculo de medusa con dos vasos de agua del Leteo. Calentar hasta que esté tibia y beber en la taza favorita.

Eso es lo que necesito ahora. Algo para olvidar que he decepcionado a Kirsty, deshonrado a mis padres, desobedecido a mi abuelo y fracasado a la primera de cambio.

Me quedo un momento en el callejón con la espalda apoyada en la pared. Cierro los ojos y respiro… Cualquier cosa con tal de no llorar. Los primeros signos de luz se perfilan en el horizonte: amanece un nuevo día. Fue una idiotez intentarlo. ¿Quién me creo que soy, saliendo a las Tierras Salvajes con Kirsty y sin un plan? Es mi primer sorbo de aventura, pero resulta bastante amargo.

Por lo menos, ya puedo quitarme los zapatos mojados.

Hago de tripas corazón y me dirijo hacia la puerta lateral para entrar en la cocina. Toda la familia —excepto mi abuelo— está sentada a la mesa, esperándome. No levantan la vista de inmediato, así que por una milésima de segundo me pregunto si es que no se han enterado todavía de las noticias. Pero mi madre se levanta y saca del horno un plato lleno de tortitas, mi comida favorita. Hay sirope de arce de verdad en la mesa, del caro. Y ahí es cuando me doy cuenta de que lo saben. Claro que lo saben.

De repente, no puedo evitar que se me llenen los ojos de lágrimas. Mi madre viene hacia mí como un rayo y caigo entre sus brazos.

—Ya está, cariño —murmura, acariciándome la cabeza como si volviera a tener la edad de Molly—. Lo has intentado.

Asiento con la cabeza apoyada en su hombro y al final me libero de sus brazos.

—Es que pensé que…

Mi padre y Molly están detrás de ella. Mi padre me mira con una mezcla de preocupación y de te-lo-dije, mientras que Molly está consternada por ver a su hermana mayor llorando a moco tendido. Pensé que de verdad teníamos una oportunidad para cambiar las cosas. Ahora debo volver a guardar mis esperanzas en el cajón.

Me seco las mejillas, mi madre me acompaña a la mesa y me sienta empujándome con suavidad.

—Come, jovencita. Ha sido una noche larga…

Vierto el sirope de arce, rojizo y dorado (arce: para el consuelo y la apatía, para templar la sangre), y hundo el cuchillo en la montaña de tortitas.

Pero entonces me doy cuenta de algo inusual. Además del traqueteo de los cubiertos sobre los platos, no se oye ruido de fondo. La tele que hay sobre la encimera de la cocina está apagada.

Mis padres siempre ven los programas matinales, por muy temprano que sea. Es un ritual diario: el primero que llega a la cocina enciende la tele y comprueba el tiempo, las noticias y el tráfico de ese día. Intento que mi voz parezca natural:

—¿Podemos encender ya la tele?

Mis padres dudan. Agarro el mando y mis peores pesadillas se materializan en la pantalla.

Es el escudo familiar. El único recordatorio de que los Kemi fueron una gran familia ahora tiene encima una X gigante. Empieza a sonar una voz en off:

—Después del impactante anuncio sobre el estado de la princesa, anoche se convocó una Expedición Salvaje. De los doce alquimistas participantes, la primera eliminada es Samantha Kemi, representante de la familia Kemi, en otros tiempos ilustre, que ha sido incapaz de conseguir el primer ingrediente. Para el resto de los equipos, la Expedición continúa y la competición por la cura de la princesa se vuelve cada vez más apremiante…

Mi madre coloca el dedo sobre el mío para pulsar el botón del mando. La pantalla se apaga.

—¿Por qué no descansas un poco y luego por la tarde te vienes con nosotros a la ceremonia de entrega de objetos de Molly?

Y así es como mi día pasa de ser una locura a ser normal.

—Vale. Pero antes tengo que hacer una cosa.

Con pocas ganas, empujo la pesada puerta de madera que comunica la cocina con el laboratorio, lista para enfrentarme a la ira de mi abuelo.

El laboratorio se mantiene en una oscuridad semipermanente, ya que las viejas ventanas están demasiado manchadas por el humo de antiguos experimentos y es imposible limpiarlas. El olor a lámpara de queroseno, a materia vegetal hervida y a fluido conservante invade mis fosas nasales, un olor tranquilizador y repulsivo. Me lleva unos segundos localizarle, porque está encorvado sobre la mesa, tan inmóvil que no parece respirar.

A medida que me acerco a él, su imagen se distorsiona a través del cristal de un enorme matraz redondo; su nariz bulbosa se hace más protuberante a causa de la refracción de la luz y, de pronto, un ojo se vuelve gigante y verde por la parte convexa.

—Sam, ven. Dime qué estoy destilando. —Su voz es amable, no hay rastro alguno de enfado.

Me acerco y casi me caigo de espaldas por los gases nocivos que emanan de la mezcla burbujeante. La sustancia es de color magenta intenso. Reprimo las náuseas y apoyo las manos en la vieja y nudosa mesa de roble. Mi abuelo siempre me recuerda que los pequeños detalles son los más importantes. Como, por ejemplo, mezclar las pociones sobre una superficie orgánica para que los ingredientes naturales mantengan sus propiedades. Intentamos aferrarnos a los materiales naturales, a pesar de que no siempre sea posible ni práctico. Al otro lado de la mesa, vierte desde un vial dos gotas de un líquido dorado y brillante. Un laberinto de delicados tubos de cristal bombea el líquido, que da vueltas y más vueltas con intervalos de aire antes de caer en la poción del matraz.

Aguanto la respiración y me inclino un poco más para mirarlo de nuevo.

—Hmmm, parece… ¿algún tipo de poción para el dolor de cabeza?

Él chasca la lengua.

—¿Y por qué iba a añadir vara de oro a una poción para el dolor de cabeza?

Vara de oro: para el dolor de garganta y las carteras vacías.

Tiene razón, claro. No es para el dolor de cabeza.

—¡Concéntrate, Sam!

Pero no voy a dar con la solución. He estado despierta toda la noche y me caigo de sueño. Mi abuelo suspira.

—La Expedición es una tarea de tontos, Sam. No puedes pretender recuperar la prosperidad de los alquimistas mediante una simple excursión. Mientras los ingredientes sintéticos sigan predominando, no hay sitio para nosotros.

Las conversaciones de este tipo son las que me provocan una vieja frustración que me revuelve el estómago.

—Pero ¿por qué, abuelo? Si actualizamos unos cuantos sistemas de negocio, reponemos algunos de los ingredientes y le damos un poco de publicidad… Hay gente que recuerda el nombre de los Kemi. Gente que volvería a comprar aquí si supiera que hemos vuelto a la acción.

Sacude la cabeza.

—No. Lo único que podemos hacer es seguir estudiando nuestro oficio para que, cuando el mundo recupere por fin la cordura, no desaparezca nuestro conocimiento.

—Pero la princesa…

—No voy a ayudar a la familia real. Este lío se lo han buscado ellos solos. ¿Y cómo vas a confiar en gente que exilia a su familia?

—Te refieres a Emilia.

Asiente con la cabeza.

—Les asusta que el poder de la princesa se transfiera a ella. Yo estuve en una Expedición Salvaje, Sam. Ya lo sabes. Y deja que te diga que las «normas» de las Expediciones Salvajes no significan nada para la familia real, siempre y cuando consigan su remedio. Fui aprendiz de tu bisabuela y ella tenía que haber ganado aquella Expedición, sin lugar a dudas. Zoro Aster le robó la poción y la presentó como si fuera suya. El Cuerno de Auden la aceptó. Después, Zoro Aster le contó a todo el mundo que la poción estaba elaborada con sintéticos, lo cual legitimó su empresa para siempre.

—¡Pero alguien debería contarle eso a la familia real!

—¿Y crees que no lo intentamos? Pero tu bisabuela perdió su diario de pociones, donde se detallaba la fórmula. Sin el diario, era nuestra palabra contra la de ellos. Y como la condenada familia real ya había conseguido el remedio que necesitaba, ¿qué más daba? No tuvieron inconveniente en quitarnos nuestros encargos y dárselos a Zoro Aster y su nueva compañía de sintéticos. Siglos de servicio leal olvidados como si nada… Tu bisabuela nunca volvió a ser la misma. Por eso nunca debes fiarte de la familia real ni de los sintéticos.

Tengo muchas más preguntas, pero estoy demasiado cansada para plantearlas. Además, él ha vuelto a concentrarse en su poción.

—Voy a descansar un poco —digo.

En vez de ir directa a la planta de arriba, me detengo en la biblioteca, mi lugar favorito. Quizás aquí encuentre alguna pista sobre lo que sucedió en esa época. Rodeada de libros, mi mente se desvía de nuevo hacia la poción amorosa. En algún lugar de esta sala podría estar la solución. Anita y Arjun siguen necesitando la receta adecuada; ellos todavía no están eliminados de la Expedición. Tal vez pueda ayudarles.

Recorro con los dedos la caligrafía dorada y tortuosa de los lomos de los libros. Después de tantos años de abandono, los títulos son casi indescifrables. Casi todos son libros de recetas, algunos obviamente escritos por magos locos que no tenían ni idea de cómo elaborar una poción.

Observo el gran muro de libros que hay frente a mí. No hay ninguno titulado LA MEJOR RECETA PARA POCIONES AMOROSAS ESTÁ AQUÍ, pero en alguno de ellos tiene que haber una pista. Saco de la estantería tres tomos que podrían ser buenos candidatos y cargo con ellos hasta la mesa.

El título del primero está casi borrado, pero, al abrir las crujientes tapas, soplo una nube de polvo y leo: Quatro cientos empleos del hálito del pricolici.

Genial. Cuatrocientos usos del aliento de un animal que se extinguió hace trescientos años.

Pero las cosas como son: yo vivo para esto. Si no es por las palabras obsoletas y los consejos antiguos de su interior, será por el crujir del pergamino cuando paso cada página y la separo con delicadeza de la siguiente. Las letras se adhieren entre sí como amantes, tinta que el tiempo convierte en pegamento.

Hojeo con cuidado el resto del libro. Nada. Pero para mí eso es lo emocionante: la investigación, el tamizado de las palabras como si buscara diamantes entre granos de arena. En la cuarta pila de libros es donde encuentro el primer destello de una piedra preciosa. Se trata de la palabra filtro: el término antiguo que hace referencia a una poción amorosa. Pero la emoción se disipa igual de rápido cuando percibo el rastro de la purga que tuvo lugar hace más de un siglo, cuando las pociones amorosas fueron declaradas ilegales. Las dos primeras frases siguen intactas, con letra fina, negra y cursiva, como puntos oscuros sobre la página: «Un filtro es una de las pociones más peligrosas conocidas por la humanidad, tanto para quien lo prepara como para quien lo recibe. Proceda con la máxima precaución». Después, las letras se amontonan en un batiburrillo negro, como si intentaran evitar un hechizo que fuera a hacerlas desaparecer. En el amasijo de letras distingo un par de palabras antiguas —indicum y eluvium—, pero no sé si son importantes o sólo forman parte del galimatías. He oído que cuanto más antigua es una receta, más cuesta destruirla totalmente. Y la prueba de ello está en esta página, delante de mis narices.

Tal vez necesite libros todavía más viejos… y sé dónde encontrarlos.

Este era antes uno de nuestros rituales semanales, un secreto especial entre mi abuelo y yo. No sé si alguna vez habrá llevado allí a Molly, tampoco se lo he preguntado nunca. Me gusta creer que él compartía su amor por los libros conmigo y sólo conmigo. Regreso a la entrada de la biblioteca y cojo la llave que cuelga fuera, junto a la puerta. Siempre me ha extrañado que mi abuelo tenga la llave allí, al alcance de cualquiera. Entonces sus palabras me resuenan en los oídos. «Hace falta algo más que una llave para abrir una puerta, pequeña. También tienes que saber dónde está la cerradura».

Y yo lo sé.

Sólo he estado en esa sala en compañía de mi abuelo y al tocar la llave siento un escalofrío que me recorre la espalda. Nunca me han prohibido de forma expresa que entre allí sola, pero tampoco he tenido jamás una razón para hacerlo: la mayoría de los libros son viejísimos y están escritos en una lengua antigua que no entiendo.

La frialdad de la llave hace que me quede paralizada un instante. Contengo la respiración hasta que los pulmones me queman y el corazón me late en los tímpanos. No sé por qué estoy aguzando el oído, si no se oye más que el sutil zumbido de una bombilla y el débil repiqueteo de las sartenes mientras mi padre lava los platos. Dejo salir el aire con una gran exhalación, sacudo los brazos y las piernas y me dirijo al lado opuesto de la biblioteca.

Tengo que agacharme para alcanzar la estantería exacta, y sonrío al pensar que ya soy mucho más alta que mi abuelo. Siempre me pareció una especie de gigante, pero ahora, con mi casi un metro ochenta que sigue en aumento, le saco la cabeza a él y a la mayoría de las chicas —y a algunos chicos— de mi clase. A veces siento rechazo hacia mi figura desgarbada de pies demasiado grandes para mi edad y brazos y piernas demasiado largos para mi cuerpo. En una ocasión, en la boda de la hermana mayor de Anita, los Patel intentaron vestirme con su ropa tradicional —un precioso shalwar kameez azul y dorado—, y me sentí como una princesa, salvo por el hecho de que los pantalones me quedaban muy por encima de los tobillos y parecía una giganta disfrazada.

El libro rojo resalta tanto que parece estar llamándome, aunque sé que otros pasarían por delante como si nada. Lo saco y justo detrás, oculta entre las sombras, está la cerradura. Introduzco la llave, la giro un cuarto de vuelta y siento que toda la librería cobra vida y se vuelve hacia mí.