5

SAMANTHA

El rey se pone a hablar:

—Samantha Kemi, como aprendiz del alquimista certificado Ostanes Kemi, se te convoca al Gran Palacio inmediatamente.

Parpadeo, ya que ahora mismo me resulta imposible hacer cualquier cosa que requiera más racionalidad. El rey de Nova —al cual sólo he visto por la tele, en los periódicos y una vez, desde muy lejos, en el balcón del castillo— me está convocando al palacio.

Pero ¿de verdad puede llamarme para que acuda al palacio? Tiene que tratarse de alguna clase de truco, porque no hay razón para que la familia real quiera nada con una humilde aprendiz de alquimista…, a menos que yo haya hecho algo malo. Pero entonces sería la policía quien estaría llamando a mi puerta, no la familia real. Aquí tenemos un gobierno, políticos y leyes, como todo el mundo. Los reyes son meros representantes, no dictadores.

No pueden usar su magia para detener a alguien en medio de la calle y convocarlo al palacio.

No es real. Es una broma.

—¿Anita? —digo.

—Sam, tengo que irme.

Aparto la vista por un momento de la cara del rey. Anita está mirando su móvil con los ojos como platos. Parece asustada. Y no da muestras de estar viendo la expresión que pone el rey mientras le hago esperar. Debe de tratarse de un mensaje privado sólo para mí.

—Han convocado a mi padre y mi madre quiere que vuelva a casa ahora mismo —me informa, enseñándome el teléfono para que vea el mensaje de texto.

—Vete —digo, y trago saliva con cara de no entender nada.

—¿Qué está pasando? —susurra.

Supongo que estamos a punto de averiguarlo. Me da un abrazo rápido y desaparece entre la gente en dirección a su casa.

Cuando vuelvo a mirar hacia la pantalla, el rey ha desaparecido y, por un instante, imagino que todo ha sido un sueño. Ahora hay otro hombre allí: un tipo con una barba bifurcada que le sobresale del mentón.

—Samantha Kemi, soy Renel Landry, consejero de la familia real. ¿Puedes confirmar que has oído esta convocatoria y que estás lista para viajar al Gran Palacio inmediatamente?

Me pregunto si tengo elección. ¿Qué demonios puede querer de mí la familia real?

—S-sí —tartamudeo.

No me puedo creer que nadie se haya parado a mirar este extraño espectáculo, pero todo el mundo pasa por delante de la parada de autobús como si la marquesina no existiera. El poder de los reyes. El consejero se mueve hacia un lado y me hace un gesto con la mano para que acuda a través de la pantalla.

—Ya te has transportado otras veces, ¿verdad?

¿Transportado? La idea termina por hacerme perder los nervios y casi me río en su cara. Pero me calmo y sacudo la cabeza.

—No, señor. —Después me fijo y veo tras él una sala opulenta, la mitad de una inmensa lámpara de araña detrás de su cabeza, unos lujosos tapices en la pared y, de pronto, me invade una inmensa curiosidad que se transforma en valentía—. Pero he visto a otros hacerlo y estoy segura de que yo también soy capaz.

Me lanza una mirada fulminante y enseguida soy consciente de que no se fía ni un pelo de mí.

—Tanta seguridad es inapropiada. El viaje al Gran Palacio es largo…

La verdad es que no me siento cómoda con la idea de transportarme. Conozco unas cuantas normas básicas: hay que agarrarse bien, tener la boca cerrada, no perder jamás el contacto visual. Cualquier pantalla —o espejo— puede utilizarse para la transportación, aunque las familias más dotadas tienen una pantalla específica denominada «convocador». Para largas distancias —o para viajar al extranjero—, la mayoría de la gente utiliza la Terminal de Transportación de Kingstown.

Pero transportarme yo sola, desde una marquesina de autobús en medio de la calle, es una historia totalmente distinta.

Oigo que el rey grita una orden:

—¡Tráela ya! Estamos perdiendo tiempo.

Renel hace una mueca y vuelve a mirarme con ojos llenos de determinación, aunque sin perder su pátina de desprecio. Odio los aires de superioridad con que los dotados miran a la gente como yo.

—Muy bien, señorita Kemi. Dices que puedes hacerlo y es urgente que acudas a palacio lo antes posible.

Extiende los brazos y las barreras que había entre nosotros desaparecen. Empuja con la punta de los dedos el cristal de la pantalla, que ondea como un estanque perturbado por una piedra.

—Ya voy —digo con más decisión de la que siento. Estiro los brazos y agarro sus manos extendidas, le miro a los ojos y me dejo arrastrar hacia dentro del cristal.

El suelo se escurre bajo mis pies y la muchedumbre se disipa a mi alrededor, a pesar de que ni siquiera noto que me esté moviendo. La habilidad mágica de Renel es fortísima; me guía con soltura hacia el palacio a través de las corrientes de magia. Me lleva cada vez más arriba y veo de reojo que estamos siguiendo la línea ascendente y abrupta de los tejados. Es una sensación rarísima: no es como volar, puesto que no hay viento ni corriente de aire, sólo los ojos de Renel clavados en los míos y la presión de sus brazos tirando de mis hombros.

Todo sucede muy rápido. De pronto, cuando nos acercamos al castillo, en la parte alta de la ciudad, algo me arrastra directamente hacia arriba, hacia el cielo cada vez más oscuro. Con el corazón en un puño pese a saber que no queda mucho, siento unas ganas irresistibles de mirar abajo para ver la ciudad. Es una locura, hacerlo podría significar mi muerte, pero la tentación es enorme. Bajo la vista.

Renel gesticula, se le empapa la frente de sudor.

—¡No pierdas el contacto visual! —grita, aunque es demasiado tarde.

Estoy cayendo en picado. La magia que me sostenía ha desaparecido. Lo primero que me llama la atención es el frío. Sangre de dragones, ¡hace un frío que pela! Entonces el estómago me da un vuelco y empiezo a gritar mientras el viento me ruge en los oídos.

Unos brazos irrumpen a través del aire, cuatro manos vigorosas me agarran de los hombros. El viento y el frío han cesado de una forma tan brusca como un portazo y, con un último gruñido de esfuerzo, me empujan a través de una pantalla hacia un brillante suelo de mármol.

Aterrizo con un golpe que sin duda me provocará mañana un moratón azul-amarillento en la cadera.

Ungüento de avellana de Ágata: para eliminar los moratones en menos de veinticuatro horas.

Renel espera mientras me pongo de pie. Siento que me entra un ataque de vergüenza y el calor me va subiendo por la nuca hasta las mejillas. Como si no tuviera bastante con ruborizarme frente al rey y su consejero, la sala está, además, llena de gente. Me relajo un poco cuando veo al señor Patel entre la concurrencia. Su rostro es el único que muestra un mínimo de preocupación. Me alejo de la gran pantalla por la que he venido, que está colgada en la pared, e intento mezclarme con los demás.

El rey camina de un lado para otro y su imagen es desconcertante. Presenta un porte autoritario, con traje militar y todos los botones brillantes y lustrosos, obviamente preparado para su aparición televisiva. Esta no es una ocasión para gente como yo, con los vaqueros rotos y la camiseta del grupo de música que quería llevar al concierto. Me cubro el pecho con los brazos mientras pienso que ojalá pudiera escabullirme bajo la hermosa alfombra oriental. O al menos llevar una camiseta más elegante.

—¿Podemos empezar? —dice el rey dirigiendo la vista hacia Renel mientras sigue caminando.

—Estamos esperando a uno más.

—Pues no podemos seguir esperando. Empecemos. —Levanta con impaciencia la mano enguantada. Renel emite un profundo suspiro—. La princesa Evelyn ha sido envenenada.

La conmoción se propaga por la sala y me llevo la mano a la boca. Era lo último que esperaba. La familia real es intocable. El palacio es uno de los edificios más seguros de Nova. ¿Quién podría saltarse las barreras mágicas levantadas por una de las familias más poderosamente dotadas del mundo?

—¿Está bien la princesa? —pregunta alguien.

—No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es esto… —Renel titubea. Se dirige al centro de la habitación, donde se halla una elevada columna de tela de terciopelo carmesí. Cuando retira la tela, aparece un inmenso cuerno de caza curvado, tan largo como mi brazo y negro como el ébano lacado. En el hueso hay grabadas complejas escenas de caza y sus extremos están rodeados por unos delgados aros de oro. Está flotando en el centro de la estancia, envuelto por un haz de luz dorada. Es tan bonito que quita el aliento. Y sólo puede significar una cosa—. El Cuerno de Auden se ha despertado. La vida de la princesa está en peligro y el Cuerno os ha convocado para que participéis en una Expedición Salvaje para encontrar el remedio.

Una sacudida eléctrica me recorre el cuerpo. ¿De verdad puede estar pasando esto? Pero no quiero preguntarlo. Las Expediciones Salvajes proclaman a las «estrellas de rock» de la alquimia. La columna dorsal se me endereza, dejo caer los brazos y levanto un poco más la cabeza.

—Por encima de mi cadáver. —Detrás de mí suena un gruñido que reconozco. Mi abuelo entra en la sala acompañado de dos guardas. La boina que siempre lleva puesta se le ha torcido y parece como si apenas hubiera podido abrocharse el abrigo antes de que lo trajeran aquí, supongo que desde la tienda, pues mi abuelo nunca se transportaría. Se quita a los guardas de encima, se acerca a mí dando grandes zancadas delante de todo el mundo y me da un tirón del brazo.

—Ostanes, detente —dice el rey.

Se produce una parada de respiración colectiva y la sala se queda en silencio. Mi abuelo se muestra reticente, pero se detiene y se gira hacia el monarca.

—Los Kemi no buscamos agujas en los pajares de la realeza —masculla apretando los dientes—. No tenemos por qué estar aquí, ya que no vamos a participar.

En la voz de mi abuelo hay rabia y desafío, e incluso un toque de miedo que me provoca escalofríos.

—Dejen que se vaya —interviene una voz masculina. El vello de los brazos se me eriza cuando Zol se adelanta. Probablemente sea el hombre más rico de Nova, presidente de la corporación ZA y muy cercano a la familia real. Reprimo las ganas de encogerme ante su presencia—. Alteza, con todos mis respetos, ¿por qué no se dirigió directamente a nosotros? Tenemos los mejores remedios del mercado. Podemos curarlo todo, crear cualquier poción. Tengo a cien graduados en prácticas que superarían a cualquiera de los aquí presentes. Pero ¿una Expedición Salvaje? ¿De verdad es necesaria?

—Estoy seguro de que preferirías enviar a la Expedición a uno de tus becarios antes que arriesgarte tú mismo —dice mi abuelo.

—¡Calla, viejo! —espeta Zol.

—¿Estás proponiendo que ignoremos la llamada del Cuerno de Auden y arriesguemos la vida de mi hija? —pregunta el rey.

—No, por supuesto que no, majestad —responde Zol con una reverencia.

El rey se desploma en su trono.

—Creedme, si pudiéramos evitar todo esto, lo haríamos. Pero las Expediciones Salvajes llevan siglos protegiendo a mi familia. Si se ha convocado una Expedición, la única opción que nos queda es obedecer.