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PRINCESA EVELYN

Sintió cómo el corazón le palpitaba en el pecho, pero esta vez la sensación era de pura agonía.

¿Por qué Lyn no había respondido aún a sus insinuaciones? ¿Por qué seguía distante? ¿Acaso no se daba cuenta del daño que le estaba causando? ¿Era tan desalmada y mezquina como para no ver que la estaba destrozando cada vez que se separaban?

Eve había dispuesto una hermosa cena para dos con su mejor cubertería de plata y la vajilla china de bordes dorados decorada delicadamente a mano. Ella misma había enviado la invitación, escrita con su excelente caligrafía en un grueso papel color crema y lacrada con su sello.

Pero la silla de enfrente seguía vacía.

En el sitio de Lyn había una cajita. Dentro estaba el anillo de persirela favorito de Eve. Pero si Lyn no aparecía, nunca podría pedirle que se casaran. ¿Cómo podía rechazarla? Era una crueldad, simple y llanamente.

Un dolor intenso le atravesó las palmas de las manos. Al bajar la vista, vio que había estado apretando los puños con tanta fuerza que se había clavado las uñas y se había hecho unas heriditas en forma de media luna.

Habría sido fácil encontrar a alguien que se casara con ella y que llevara la corona. Durante toda su vida supo que un día la magia sería excesiva para ella y que tendría que buscar a alguien con quien compartir esa responsabilidad. Sus padres se habían encargado de que no lo olvidara. Y, cuando cumplió los dieciséis, ellos empezaron la selección: más de un millar de jóvenes se apuntaron a las pruebas para ser su futuro marido. Los medios de comunicación se volvieron locos con el proceso. La revista Crown incluso publicaba un gráfico semanal, «El termómetro del seductor», que clasificaba a los últimos candidatos.

Ella postergó la idea porque le parecía un juego estúpido, hasta que la magia la desbordó por primera vez. En ese momento descubrió lo que supondría perder el control por completo. De pronto, la presión se volvió real, intensa, como si estuviera atrapada en un reloj de arena que la iba sepultando a toda velocidad.

Por eso tenía que ser Zain.

Él era su mejor amigo y creyó, como una tonta, que era su única posibilidad. Incluso se lo pidió en una ocasión. Por entonces tenían diecisiete años y estaban sentados en las torretas de la Torre Occidental, un ala del castillo que su madre odiaba porque, por más tapices que colgaran en las paredes y más radiadores mágicos que encendieran, las corrientes de aire siempre lograban colarse entre las rendijas y hacían tintinear la porcelana en las vitrinas. Sin embargo, a Evelyn y Zain les encantaba esa zona, porque el viento parecía perseguirles por lugares recónditos, abriendo puertas secretas detrás de los tapices y silbando por huecos de escaleras cubiertos de telarañas. De ese modo encontraron una escalera que conducía a la parte más alta de la torre del palacio. Aquellas torretas, desde donde se divisaba toda la ciudad de Kingstown, eran uno de sus lugares favoritos.

En ocasiones, Evelyn deseaba poder formar parte del mundo de abajo, como Zain. Él le contaba cómo era su vida en un colegio normal, aunque a menudo ella se descubría deseando que Zain también asistiera a su academia de élite. Evelyn respetaba su voluntad de no aprovecharse de su posición de altamente dotado. También solía meterse con él porque estaba obsesionado con la historia. Zain tenía todas las comodidades modernas que quería y, sin embargo, insistía en estudiar las técnicas antiguas, casi siempre a espaldas de su padre. Esa era otra de las razones por las que ambos exploraban el ala vieja del castillo. Zain quería ver si allí se escondían libros antiguos o grimorios que pudieran resultarle útiles y que no tuvieran nada que ver con su padre.

Ella le complacía en todo; quizá por eso creyó haberse enamorado de él, porque era su único amigo y le desesperaba la idea de perderle. Ahora que había conocido a Lyn, sabía que aquello fue una idea falsa, por supuesto. Ella no amaba a Zain, tan sólo había sentido miedo ante la posibilidad de pasarse toda la vida junto a alguien insoportable si se casaba con otra persona. Al menos sabía que Zain le agradaba.

Arriba, en las torretas, con la cabeza apoyada en el muro de piedra aún cálido por el sol, reunió el coraje para preguntárselo:

—Si te lo pidiera, ¿aceptarías?

—¿Pedirme qué?

—Que te casaras conmigo.

Zain se echó a reír, cosa que en ese momento a ella le pareció una crueldad.

—Algún chico te robará el corazón y te olvidarás por completo de mí.

—¿Y si eso no pasa?

Él debió de percibir algo raro en su tono, porque le agarró la mano.

—Eh, tranquila. La situación no va a llegar hasta ese punto. No me lo volverás a preguntar porque tendrás a un millón de chicos que desearán darte el sí… —La miró fijamente con el ceño fruncido—. Y porque sabes que yo no lo deseo.

En ese instante, a Evelyn le dio un vuelco el corazón, a pesar de que sabía la respuesta de antemano. Él ya soportaba el peso de cientos de obligaciones por parte de su padre; no podía obligarle, además, a un matrimonio que él no deseaba. La cuestión era que los pretendientes tenían la posibilidad de elegir, pero ella no.

Casarse o que te casen. «Pero estamos en el siglo XXI», pensó enfadada. Por eso creó la poción amorosa. Quería recuperar el control de su destino.

Sin embargo, parecía que el destino tenía otros planes.

Se levantó de la mesa para acercarse a la ventana. Vio que Lyn estaba allí, justo al otro lado del cristal. Le hizo un gesto con la mano para llamarla, pero ella sólo le devolvió el gesto. Eve dio un zapatazo. Deseaba que la otra chica dejara de ser tan cabezota y viniera con ella a cenar.

Entonces entró Renel. Llevaba una manta, la favorita de Eve, tejida con una lana suavísima y con adornos de seda.

—Vamos, Evelyn. Llevas horas aquí, debes de estar helada —dijo.

Sí que tenía frío. Tenía las uñas amoratadas y los brazos con la piel de gallina. Tal vez por eso Lyn no le respondía. Quizá le causaba repulsión…

—Sí, Renel, rápido, tráeme la manta, por favor. De hecho, ¿por qué has dejado que pase tanto frío, insensato? ¿No deberías haberte dado cuenta antes de mi malestar?

Renel dejó atrás su habitual actitud comedida y la remplazó por una sonrisa de alivio. Por algún motivo, eso la enfadó todavía más.

—¿Estás seguro de haber entregado la invitación a Lyn? ¿Por qué está ahí fuera esperando?

—Yo… No lo sé, alteza.

—Y tráeme un poco de ungüento, hombre. Mira lo que me he hecho. —Levantó las manos, que ya sangraban profusamente—. Apenas tengo fuerzas para curarme las heridas. Me siento como si llevara días sin comer ni beber. Quizá podamos convencer a Lyn con una degustación de delicias. Sírvelas ahora.

—Enseguida, alteza —asintió Renel, recuperando su expresión neutra. Chascó los dedos e inmediatamente aparecieron en la mesa una jarra de vino y un amplio surtido de frutas relucientes. Luego avanzó para colocarle la manta sobre los hombros. Al hacerlo, se situó justo delante de la ventana. Eve chilló y le lanzó la manta a la cara.

—¿Cómo te atreves a taparme la vista de Lyn? Eres un grosero y un maleducado. ¿No has aprendido nada desde que estás aquí, esclavo vil y vulgar? ¡MUÉVETE, idiota!

Pero, como él seguía obstruyendo su preciosa vista, Eve movió mentalmente uno de los vasos hasta su mano, para demostrarle que iba en serio, y se lo lanzó a la cabeza con todas sus fuerzas. Renel lo esquivó, y el vaso se hizo añicos contra la pared que había detrás. En ese momento volvió a vislumbrar a Lyn y percibió la angustia de su rostro. Se apresuró a ir junto a ella y, con las prisas, empujó al hombre, que cayó al suelo. Intentó abrazar la ventana que la separaba de su adorado amor y se sintió aliviada al ver que Lyn por fin se había decidido a ir con ella. Extendió una mano para tocarla a través del cristal y Lyn copió sus movimientos, imitándola.

Eve cerró los ojos para no mostrar a Lyn la magnitud de su tristeza. Aun así, no pudo reprimir las lágrimas que le brotaban pese a sus esfuerzos.

—Lo siento mucho, querida Lyn. Nunca pensé que Renel haría algo así. Creí que podía confiar en él, pero nunca más cometeré ese error. No podría soportar estar separada de ti.