capítulo sesenta y ocho
Visitantes
unin, vigilado atentamente por Val, bebía un tazón de leche de cabra mezclada con miel y pimienta. La bebida le calentaba la garganta con un suave picor y lo obligaba a carraspear. Tosió, abrió la boca y le salió un murmullo:
—No quiero más. Gracias —bisbiseó, y apartó el cuenco.
—Da gracias porque te quedó algo de voz, viejo necio —le amonestó Val con una sonrisa que desmentía su tono malhumorado.
Junto a Munin, Erec exhaló un suspiro de satisfacción, se relamió y recogió con el índice las migajas del pan esparcidas por la mesa.
—¿Dónde están Senlac, Gan y Nit? —le preguntó Val—. Ya es tarde. Está a punto de caer la noche.
—En el bosque, desde el amanecer. Espinela fue con ellos. Como la muerte del dragón y el viaje del Unicornio trajeron la primavera antes de tiempo, hay animales amodorrados por todas partes. He visto osos, tejones, abejas, sapos… Ayer, Gan pasó todo el día mirándolos. Hay mucho que aprender. También hay brotes rarísimos, flores nunca vistas. Yo creo que son efímeras, pero Senlac opina que pueden durar. Dice que las semillas estaban en el bosque desde hace muchos años.
—No comieron nada —acusó Val.
Munin alzó los hombros en un gesto de alarma fingida.
—No son niños —susurró.
Erec sonrió, se sentó al lado de su amigo y le puso la mano en la rodilla.
—Tú tampoco, pero te conviene descansar y permitir que Val te atienda.
Munin sonrió resignadamente y abrió las manos como diciendo: «Lo sé». Los tres se acomodaron alrededor de la mesa en un silencio cómplice. Val colgó el puchero sobre el fogón y esperó a que el agua hirviera para echar un puñado de tomillo.
—¿Cuándo vais a destapar la olla mágica? —preguntó.
Erec apoyó los codos sobre las rodillas y clavó la vista en el fuego.
—Todavía nos falta un poco. Mañana, tal vez. Cuervo está bien. El dragón y el Lobo están muertos. Me imagino que ahora mismo, mientras hablamos, se gestan problemas en Moriana por la sucesión. Eso no es asunto nuestro ni de Cuervo. Si estuviera en peligro, ya el cuervo ese que anda con él habría venido a avisarnos.
Suspiró. Seguía cansado, pero estaba contento. Cuervo y Soledad habían sobrevivido, Alosna estaba a salvo. El futuro era un misterio. No tenía fuerzas ni para echar los dados y tratar de averiguar lo que les deparaba el mañana. Un ronquido lo distrajo y se volvió a mirar a Munin, quien dormía con la barbilla apoyada sobre el pecho como un ave canosa.
Entonces se oyeron ladridos y dos golpes en la puerta.
—Ya están aquí. No tardaron, creí que pasarían más tiempo en el bosque —dijo Erec levantándose con dificultad. Los huesos de sus rodillas rechinaron.
Abrió la puerta. En lugar de los magos, en el umbral había una muchacha morena, con una tosca capa de viaje y una bolsa al hombro. Detrás de ella, a paso lento, venía un perro negro y viejísimo, con el hocico canoso y los ojos casi apagados, azulosos. A pesar de la edad, el perro movía la cola y olfateaba laboriosamente el aire. La muchacha lo llamó:
—Ven, Carbón.
El perro se dejó caer a su lado. Ella le frotó la cabeza con los dedos y se irguió. La muchacha tenía la pequeña nariz roja y pelada por el frío. Sus ojos, sobre los pómulos redondos, eran enormes y oscuros. Traía el pelo recogido en una trenza de la que escapaban mechones rebeldes que se rizaban alrededor del cuello. Se secó la nariz con la manga, sonrió y un hoyuelo se dibujó en su mejilla.
—Soy Ámbar de Peña Verde, hija de Brau y Caliela, nieta de Liaza, la curandera —dijo—. Cuervo me dijo que viniera a aprender con vosotros.
Dejó la bolsa en el suelo y se restregó las manos. Erec sintió la abierta curiosidad de la muchacha como un hormigueo que lo obligó a sonreír. Enarcó las cejas y extendió el brazo.
—Pasa, muchacha —dijo, y se apartó para dejarla entrar.
Tagaste había pasado una de las peores noches de su vida. Había dormido, junto con Edurne, en la cámara real, a los pies del lecho del Lobo. Se habían preparado un camastro con jergones rellenos de estopa y se habían cubierto con varias pieles, pero aun así estuvieron helados. El único fuego encendido en la habitación era el de las antorchas.
Edurne, encogida sobre sí misma y con el rostro oculto entre las manos, lloró toda la noche en un lamento discreto y continuo por el rey al que había criado.
La reina y Lirio dormían en sus habitaciones. Que estuviesen pálidas, con las caras hinchadas por las lágrimas, no llamaba la atención. «El rey está a punto de morir, es natural que estén llorosas», decían unos. «Qué fidelidad», murmuraban otros. Todos se apartaban a su paso susurrando palabras de aliento. Sabían que el rey estaba quemado y al borde de la muerte; lo que ignoraban era que el Lobo había entrado ya en el reino oscuro. Béogar, con el anillo real oculto entre los pliegues de la ropa, cenaba con los barones y se esforzaba por no delatarse.
Meroveo había sollozado como un muchacho al saber de la muerte del Lobo. Béogar le prohibió sentarse a la mesa con los capitanes y lo dejó a cargo de la puerta. Tagaste se sentía seguro. Conocía de primera mano la ferocidad de Meroveo y sabía que si Garlón de Salgar intentaba entrar por la fuerza, Meroveo desenvainaría.
Por la ventana abierta se colaban el frío y el viento. La figura del muerto, semejante a una cordillera vista de lejos, dibujaba sombras móviles en la pared. Tagaste no podía dejar de temblar. Se arropó lo más apretadamente que pudo, sin destapar a Edurne. La pobre apenas había logrado conciliar el sueño y sus ronquidos tenían una resonancia húmeda, el eco del moco y las lágrimas.
Tagaste se echó el aliento en los dedos y se tocó la mejilla entumecida. Tenía miedo por Soledad. Estaba seguro de que su vínculo con ella —y al pensarlo se frotaba el hombro, allí donde había estado la C de Cicuta— era tan fuerte que, si algo malo le sucedía, él se daría cuenta. Pero ¿cómo asegurarlo? ¿Cómo imaginarla segura si el dragón había ido tras ella, con Senen para mostrarle el camino? ¡Maldito Senen!
Alagrís, empujado por el viento cálido que el Unicornio había convocado, sobrevolaba el bosque. Era una noche estrellada, clara como un trozo de hielo. Debajo de él, entre la maraña de ramas desnudas, vislumbraba a Soledad sobre el Unicornio: una figura sobre el blanco de la nieve, la fina cabeza de la muchacha, la espalda inclinada, la capa como un pendón que se agitaba en el aire. El halcón reconocía un parentesco con el Unicornio, fundamentado en la velocidad y la luz. No importaba que el Unicornio fuera semejante a los caballos: se parecía más a las aves que el dragón. El dragón no pertenecía al aire. Era nativo del fuego y los animales no le importaban. Alagrís había presenciado el combate, se había lanzado contra Tengri y sus ojos como soles venenosos. Y Tengri había muerto.
Ahora iban a Bento, donde esperaban Tagaste y Sagramor. Las estrellas se movían lentamente en la bóveda negra. El Unicornio corría y el halcón volaba sobre él.
Val contempló a la muchacha, miró las esparteñas envueltas en trapos, la gruesa lana de la falda, la capa, el rostro joven y franco. Observó al perro mientras este se echaba cachazudamente junto al fuego, como si conociera la casa desde siempre.
—Conocí a tu hijo y él me dijo que podía venir aquí —le explicó la muchacha a Erec, y se dejó caer en el banco al lado de él—. Ayer por la tarde crucé el río a la altura del Paso del Mago. Todavía está helado, pero ya hay mucho hielo negro que se puede quebrar, y tardamos horas en esquivarlo. Caer en el agua… Dicen que el corazón solo puede latir tres veces si caes entre los témpanos del río. Luego, puf, te mueres. Además, mi perro es viejo y le dolían las patas. Extendí la manta sobre el hielo, lo puse sobre ella y lo arrastré hasta la otra orilla. Me duelen los brazos, la espalda…
Se frotó los hombros y la nuca con un suspiro satisfecho. El perro la miró, gruñó complacido y se mordisqueó el pelaje en busca de pulgas.
Erec los miró a los dos, asombrado por la familiaridad con la que se acomodaban en la casa. Ámbar era muy joven y sus manos parecían las de una mujer del campo.
—Todavía me queda comida en la bolsa, pero tenía miedo de perderme. Un miedo tonto, porque tu hijo me describió los caminos y veredas. ¿Sabes algo de él? —inquirió.
Erec apuntó a Val. Ella tardó unos segundos en contestar.
—Tú lo viste después que nosotros. ¿Qué sabes tú de él? Estamos preocupados. Y el padre de Cuervo es él —aclaró señalando a Munin, quien, sentado sobre la cama, observaba todo con los ojos muy abiertos.
—Solo sé que fue tras Soledad, la hija del Lobo, a encontrarse con el rey —respondió Ámbar pausadamente—. El dragón asolaba el reino, pero en mi aldea, a dos días de aquí, nadie lo ha vuelto a ver desde el otoño. Una noche pasó sobre nosotros echando lumbre. Quemó como por juego las copas de los árboles del bosque. Pero no destruyó nuestra aldea. Mi abuela murió esa noche.
Erec percibió un cambio de tono en la voz de Ámbar al mencionar la muerte de la abuela: un oscurecimiento, una mínima vacilación. Consideró los ojos de la muchacha.
—¿Cómo se llamaba tu abuela?
—Liaza. Liaza la curandera.
Algo se movió en la memoria de Erec. Algo lejano, un eco. Algo que quizás tenía que ver con Prisco. Estaba cansado, así que lo dejó para después. Ya recordaría de qué se trataba.
—Y tú, ¿por qué estás aquí? —susurró Munin.
Ámbar sonrió.
—Cuervo me dijo que viniera, que me recibiríais. Él y yo trabajamos fabricando medicinas, curando a la gente de Peña Verde. No vengo huyendo ni me sigue ningún pecado. Cuando haga falta, cruzaré la frontera de vuelta y ayudaré a los de Peña Verde. Tengo familia: padre, madre, un hermano. No los he abandonado. Solo quiero aprender. Traje esto, además.
La muchacha metió la mano en su bolsa y sacó el puño cerrado. Una sonrisa traviesa le cruzó la cara, y luchó por reprimirla. Grave, con los ojos empequeñecidos por el esfuerzo de poner gesto serio, abrió la mano. Erec alzó los brazos y dio un pequeño grito de alegría. Ámbar rio y puso la estatuilla sobre la mesa.
El pequeño dragón de piedra había sido de Prisco. Era una estatuilla muy vieja y a Prisco le gustaba su pátina sedosa, el brillo que las caricias de mucha gente a lo largo de centenares de años habían logrado sobre la aspereza del basalto. Se la había regalado a una mujer de Peña Verde. Una buena mujer, una amiga.
—Un mago se lo dio a mi bisabuela. Lo reconociste, ¿verdad? —preguntó la muchacha.
Erec asintió, contento, y sopesó la estatuilla.
—Tienes que hablarme más de esa Liaza tuya, de tu aldea. Yo fui discípulo de ese mago. Se llamaba Prisco y era muy sabio. Fue como mi padre.
Ámbar sonrió, triunfante. El hoyuelo se marcó en su mejilla y acentuó la sonrisa.
—¿Ves, Carbón querido? El dragón de Liaza perteneció a un mago muy bueno.
Desde su lugar junto al fogón, el perro gruñó gustoso y resopló. Era evidente que la muchacha y el animal pasaban mucho tiempo juntos. Aunque ella no era una maga, podía comunicarse perfectamente con él.
Munin susurró:
—Bienvenida, Ámbar de Peña Verde. Yo te enseñaré lo que sé. Y cuando mi hijo regrese, nos organizaremos para buscarte un lugar donde vivir. Mientras, esta será tu casa.
Ámbar se puso en pie y fue hacia Munin. Con delicadeza se inclinó en una reverencia, tomó la mano del viejo y se la puso sobre la frente.
—Obedeceré en todo —respondió con sencillez.
Erec rio por lo bajo. Por lo visto, las sorpresas todavía no terminaban. Una muchacha, una aprendiza, enviada, ni más ni menos, por Cuervo. Y, como diría Espinela, ¿por qué no?