capítulo cuatro
En un confín de Moriana
n Moriana, cerca de donde tuvo lugar el duelo entre Erec y el rey Dogoero, había una aldea, pequeña como Nebral pero más humilde, llamada Peña Verde. En la parte más próxima al Paso del Mago, a las afueras del poblado, se levantaba una choza: la casa de Liaza, la vieja curandera. Detrás de la casa había un huerto minúsculo donde Liaza cultivaba hierbas medicinales. Un perro llamado Carbón, negro y con el hocico emblanquecido por las canas, vigilaba la casa y el huerto, aunque apenas tenía ánimos para ladrar un poco a las ardillas.
Mientras en Bento el rey Lobo roncaba narcotizado por el jarabe de adormidera, sordo al tráfago de los esclavos que murmuraban en el pasillo, en Peña Verde, Liaza y su nieta preparaban potaje de nabos para su cena de pobres. El humo del fogón las hacía toser. El fuego, encendido en un brasero de barro colocado en medio de la choza, no calentaba. Ámbar removió los rescoldos con una vara. Un leño se partió y las chispas alborotaron a las gallinas que temblaban, esponjadas, en un rincón. Las plumas cubrían el suelo. De cuando en cuando, una flotaba hasta el fuego y el hedor a pluma quemada se añadía al humo acre de leña verde y bosta de vaca.
La muchacha se envolvió los dedos con la punta del delantal y sacó un cuenco de cerveza de entre la ceniza.
—Ya se calentó.
Se lo tendió a la abuela. Liaza, agradecida, sonrió y apretó el cuenco entre las palmas entumecidas. Bebió un trago y la cerveza, espesa y tibia, le caldeó la garganta. Bebió un poco más y dejó de tiritar.
—Abuela, ¿sabes? Sobró un pellejo en casa de mis padres. No está bien curtido y apesta un poco, pero nos servirá. Mañana, cuando termine de ordeñar, lo traigo y tapamos la ventana. Vamos a estar mejor.
Liaza asintió. Las mujeres cenaron y Ámbar metió a Carbón en la casa. El animal se echó a roer un hueso, gruñendo quedamente. Ámbar se incorporó con un bostezo. Liaza la miró.
—Acuéstate, que mañana tienes que ahumar pescado con tu madre.
La muchacha se volvió con una sonrisa.
—¿Te acerco el banco al fuego?
—¿Y si se me quema la falda? —preguntó Liaza secamente—. No, este frío no se quita acercándome al fuego. Es la edad… Me duelen los huesos. ¿No tienes sueño?
—Sí, pero no mucho. Abuela, háblame de los magos —suplicó la muchacha, acuclillándose frente a la anciana. Puso las manos, toscas y enrojecidas, sobre los magros muslos de la vieja. Ámbar tenía los ojos grandes y la nariz corta, quemada por el sol y el viento de la montaña.
Liaza, a su pesar, se dispuso a reprenderla:
—Ya he hablado mucho. Demasiado. Tu madre está furiosa conmigo. Dice que es culpa mía que tengas la cabeza llena de tonterías. ¿Es cierto que no quieres ayudar a tu hermano con el pescado?
—¡Abuela! ¡Ya hice lo que me tocaba! Ayudé en la siembra, anoche prensé el cuajo para los quesos y los acomodé en la casa para que acaben de fermentar. Florián se queja porque es un haragán. También escondí tres leños grandes y secos para ti. Mañana los traeré junto con el pellejo y dormiremos bien calientes, ya verás.
Liaza acarició la mejilla morena y el pelo rizado de su nieta.
—No desobedezcas —le dijo con severidad impostada—. Además, quiero que por la tarde me ayudes a secar valeriana para las infusiones. Duérmete, te digo.
Ámbar tomó las huesudas manos de su abuela entre las suyas.
—Enséñame el dragón y me acuesto —le pidió—. Anda.
Liaza rio. Los ademanes de su nieta le recordaban a los de su esposo, el difunto Cadal. Ámbar se le parecía en todo. Liaza y Caliela eran rubias. Según Liaza, la mirada azul de su hija era fría, sobre todo cuando la comparaba con el cálido fulgor que brillaba en los ojos negros de su nieta. Después de la muerte de Cadal en la batalla de Monte Bermejo, Liaza había languidecido hundida en un marasmo de dolor y resentimiento, hasta que Caliela tuvo a la niña. A Liaza le bastó una mirada para reconocer en el pequeño rostro arrugado y rojo las facciones de su marido muerto. Entonces comprendió cuánto la amaría.
Cuando Caliela tuvo a Florián y empezaron los problemas entre los dos niños, Ámbar se fue a vivir con su abuela. Su madre aceptó la mudanza, con la condición de que Ámbar ayudara a su hermano en el trabajo. Para la abuela había sido una bendición. A pesar de que Ámbar no hacía mucho caso a las lecciones de herbolaria que procuraba impartirle, su afecto aliviaba las cargas de la vejez.
A Liaza no le importaba si Ámbar era obediente. Le gustaba su brío, semejante en todo al de Cadal. Este había muerto hacía casi veinte años: los hombres del rey Dogoero se lo habían llevado a la guerra, junto con otros muchachos de Peña Verde. Cadal, tan hábil con el arado, había resultado torpe para manejar la lanza y el cuchillo que le dieron los capitanes. Esos capitanes, cubiertos de acero y tocados con yelmos empenachados, llegaron acompañados por la música infernal de los pífanos, galoparon sobre los sembradíos de coles y las dejaron inservibles. Permitieron que sus caballos ramonearan en el jardín de hierbas medicinales y asustaron a los niños. Un oficial le subió la falda a una pastora para darle una nalgada soez que resonó sobre las carcajadas de la soldadesca, otro le arrancó la falda a una muchacha que regresaba del río y la dejó medio desnuda en el centro de un círculo formado por soldados que reían y le hacían señas obscenas con los dedos. Cuando se cansaron de humillar a quienes se cruzaron con ellos, revelaron su encomienda: habían ido a reclutar a los aldeanos, y les dieron a escoger entre las filas del ejército o la esclavitud.
—Si aceptáis convertiros en soldados, os tocará parte del botín y podréis participar en los saqueos. Si no, os marcaremos el hombro con el hierro de su majestad y seréis subastados —dijo el capitán, un coloso rubio de aspecto feroz que exigió vino y se encolerizó cuando los aldeanos reconocieron que en la aldea solo había cerveza.
A los jóvenes no les quedó más remedio que consentir, pero nadie en Peña Verde vio nunca una moneda enemiga. El oro de la guerra fue a parar, íntegro, a las arcas del rey Dogoero, y los aldeanos se quedaron sin hijos, sin hermanos, sin maridos.
Cadal fue enterrado lejos de la aldea, junto con los cadáveres de todos los que perecieron sirviendo a Dogoero en su guerra contra el rey de los tungros. Por miles se contaron los campesinos, por decenas los nobles muertos en las faldas del Monte Bermejo. Se decía que allí era más fácil tropezar con el cráneo insepulto de un campesino de Moriana que meter el pie en una topera. Los tungros regresaron a sus tierras con las espadas y los escudos de cientos de morianíes. Dogoero, en lugar de manifestar un pesar decoroso por sus súbditos muertos, aumentó el tributo. Las familias enlutadas por la guerra se hundieron aún más en la pobreza.
Por eso, Liaza les temía más a los hombres del rey que a los tungros. Alimentaba en el corazón una llama de rencor hacia los Lobos, y su rabia solo se apagaría el día que la enterraran.
—¿En qué piensas, abuela? ¿Por qué pones esa cara?
—En nada. Trae al dragón, pues. Está en su escondite.
Con manos torpes por el reuma y el frío, Liaza se destejió la trenza para que el pelo le tapara el cuello. El aire le recorrió, como un dedo helado, la nuca y la espalda encorvada. Ámbar se levantó y se dirigió al rincón donde su abuela tenía el cesto de la lana sin cardar. Con los ojos entornados, metió la mano y la movió por el fondo, entre los copos de lana y los retales. Finalmente, con gesto de triunfo, sacó el puño cerrado, extendió la mano hacia su abuela y la abrió. La débil luz de los rescoldos iluminó su palma sudorosa, sobre la que descansaba una estatuilla negra: una serpiente alada, enroscada sobre sí misma en una tensa espiral. Ojos felinos se abrían sobre el hocico aguzado, del que salía una tosca llama de piedra.
—Abuela, abuela, ¡qué daría yo por ver un dragón! —exclamó la muchacha, besando la cabeza de la figura.
—¡No digas eso! —reprochó la anciana—. Son necedades. Eres como los rapazuelos que querían ir con tu abuelo a ver la guerra. Como si ver hombres destripados o aplastados bajo los caballos fuese una aventura. Si tus padres te oyeran, te prohibirían vivir conmigo. Acuéstate, o no te vuelvo a permitir tocar la estatuilla. ¡Dame!
La muchacha cerró el puño y lo apretó contra su pecho.
—¡No! Déjame verlo. Cuéntame de Alosna, de cuando los magos cruzaban el puente para curar a los enfermos. ¿Cuándo vamos al Paso del Mago a ver el puente roto?
Liaza negó con la cabeza. A los niños de Peña Verde les gustaba ir a escondidas de sus padres a la orilla del barranco, para arrojar piedras en dirección a Alosna y ver cómo se estrellaban contra una barrera invisible que las deshacía y las precipitaba al río convertidas en polvo.
—No, muchacha, no podemos ir, ya lo sabes. Pronto estarán aquí los recaudadores y no puedes decir que antes yo te llevaba allá, porque el rey prohíbe que nos acerquemos. Si los recaudadores se enteran de que alguien de aquí ha estado cerca del Paso del Mago, no nos dejarán ni un grano de centeno. Acuérdate: los hombres de Dogoero Lobo se llevaron a tu abuelo a la muerte. El único que volvió fue Liebre, y pudo regresar porque quedó manco, no muerto.
—¿Fue Liebre quien te contó que a mi abuelo lo mataron allá? ¿Él lo vio?
Liaza sintió el viejo dolor que no menguaba. Era como tener un animal vivo dentro del pecho, un animal de garras y colmillos afilados. A veces la nieta, con su curiosidad inagotable, la hería sin querer.
—¿Quién si no? —preguntó alzando la voz—. Sí, claro que lo vio, bañado en sangre. Algo le hizo un tungro en la cabeza, un sablazo, yo qué sé… Ya te lo he dicho mil veces y odio repetirlo. Para ti es una fábula; para mí, una pesadilla. ¿Crees que los recaudadores se tomarían la molestia de anunciar quién murió? Ah, no… Son tan viles como los tungros. Por eso, cuando vienen, te mando al bosque. El bosque es seguro. Ellos tienen miedo de andar por allí desde la muerte del mago aquel, de Tórtola. Y te voy a contar algo sobre los recaudadores. Escúchame, presta atención o no vuelvo a contarte nada.
Ámbar la miró, sorprendida por la severidad de la reprimenda. Se acercó, se sentó en el suelo, cerca de su abuela, y puso la estatuilla entre las dos. Cruzó los brazos sobre las rodillas y se dispuso a escuchar.
—Hace años, cuando eras una niñita, un soldado del rey vio a Alondra, la hija de Odo, el porquero, y la quiso para él. Dijo que Alondra era una bruja y que la llevaría al castillo del Lobo para que el rey la conociera. Que Alondra era hechicera porque había encantado a los puercos para que la obedecieran. Mentiras. Los puercos la obedecen porque los cría con cuidado, ¿entiendes?
Ámbar dijo en son de burla:
—Sí, pero tenía razón. Alondra parece una bruja, siempre con el pelo tapado y apestosa a pocilga.
—¡Escucha, tonta! No siempre fue así. Alondra era la muchacha más bonita de Peña Verde. Claro que el soldado quería a Alondra, pero para llevarla a su cama, no para llevarla ante el rey, y como Peña Verde tiene mala fama por su cercanía con la frontera, los recaudadores hacen lo que quieren. El hombre que la quería robar traía con él a una esclava a la que le faltaban dientes. Ella nos dijo que el soldado se los había quitado a golpes. Además, Alondra no quería irse: quería quedarse aquí y casarse con quien ella escogiera, no andar de barragana por los caminos, detrás de un recaudador.
»Cuando Odo se negó a darle a su hija, el soldado le clavó la espada en el pecho y escondió el cuerpo detrás del molino. Pero encontramos el cadáver y nos rebelamos. Ya se llevaba a Alondra, cogida del pelo, cuando alguien le arrojó una piedra. Cosmas lo amenazó con un azadón y los demás le arrojamos piedras, palos, estiércol. Era cobarde. Chillaba y llamaba a sus compañeros, pero ellos nos vieron tan furiosos que prefirieron no meterse. En la confusión, yo aproveché y escondí a Alondra en esta misma casa.
Ámbar hizo un ruidito de incredulidad. Liaza continuó:
—Quise matarlo con mis propias manos. Dejé a Alondra, salí con el rastrillo, el mismo que usa tu padre, y le di a su caballo en las ancas hasta hacerle sangre. Pobre bestia. No tenía la culpa de nada. Pero él… ¡Era un hijo de mala madre!
—¡Abuela! —exclamó Ámbar, asustada por la historia y por la tosquedad del lenguaje. Liaza parecía más joven, encendida por la ira.
—Nunca se hizo justicia. Enterramos a Odo esa misma tarde. El soldado escapó con una herida en el hombro. Sus compañeros nos juraron que llevarían nuestra queja al rey, pero no hicieron nada. Al año siguiente regresaron con sus aires de siempre, a exprimirnos. Nos odian, además, porque aquí nadie es esclavo ni tiene esclavos. ¿Tú sabes cuántas aldeas hay en Moriana que sean libres como esta? Muy pocas… Poquísimas. A dos días de aquí hay una aldea que se llama Despeñadero. Un año malo, todos los de allá se vendieron a sí mismos como esclavos y se fueron donde el Lobo para que les diera de comer. En Despeñadero ya ni las casas quedan en pie, y los fantasmas de los muertos enterrados allí no encuentran con quién hablar.
—Pero nosotros no somos así —dijo Ámbar con orgullo pueril—; somos siervos, no esclavos. Mejor el hambre que el hierro.
—Por eso Alondra no quiso casarse. Si vas a la tumba de su padre, verás que siempre hay flores frescas. Y por eso anda con el pelo tapado. En lugar de tener esposo, vive sola con los puercos. La única alegría que le queda es ver nacer lechones. Te lo cuento para que aprendas: ella siempre fue obediente, y aun así, mira lo que le pasó. ¿Por qué vas sola al Paso del Mago? ¿Por qué desobedeces cuando te pido que no salgas de casa?
Ámbar abrió mucho los ojos y comenzó a protestar, pero Liaza levantó la mano y la interrumpió:
—¿Crees que nadie lo sabe? Tu madre vino a decirme que andas sola por allá. Falta poco para que lleguen los recaudadores. ¿Qué les costaría llevarte? ¿Marcarte el hombro con el hierro del rey? Entérate: un esclavo, en Moriana, es menos que un perro —Liaza puso una mano sobre el hombro de la nieta y apretó con fuerza—. Júrame que no harás más cosas que te pongan en peligro. Ya soy vieja, no puedo andar detrás de ti todo el día. Pero si algo te llegara a pasar, me muero. Me muero, ¿oyes?
Ámbar hizo un gesto de dolor y apartó suavemente la mano de su abuela.
—Lo juro. Y no me hables así: me asustas. Sí que fui. Fui a ver… Siempre me siento a mirar al otro lado. ¡Cómo me gustaría cruzar!
—No puedes. Hasta el Lobo bellaco, con todo su oro, se tiene que quedar de este lado. Anda siempre en busca de magos, pero no puede cruzar desde que mandó quemar a Tórtola. Los magos lo odian. Yo también. Sí hay quien ha entrado en Alosna: los que huyen, los que no tienen nada, los que no regresarían jamás. A ellos sí los dejan pasar. No sé cómo lo saben… Ha de ser la magia. Sin embargo, son pocos los que se atreven. En el resto del reino creen que los magos son malos, pero son mentiras. Cuando mi madre murió, Prisco el mago vino a nuestra casa y nos ayudó. Mi madre se fue de este mundo sin dolor y sin miedo.
—Abuela, cuéntame esa historia de cuando murió mi bisabuela. Ella creía en los dragones, ¿verdad?
—Ya te la he contado miles de veces. Estoy cansada y esto —Liaza tocó la estatuilla del dragón con la punta del pie— es un secreto entre nosotras. Ay de mí si lo ve un soldado… Nos venderían por andar en tratos con los magos de Alosna. Bueno, a ti, pues no creo que nadie quisiera comprar a una vieja como yo. Ahora sí: duerme. Y que los dioses nos guarden de los soldados del rey y de los tungros.
—Abuela, solo una pregunta más: ¿tú has visto un tungro?
Liaza sonrió con amargura.
—De lejos, poco antes de que nacieras. No sabemos por qué no se acercaron y quemaron todo. Se quedaron abajo, en el valle, mirando hacia acá, mientras temblábamos de miedo. Nunca supimos qué hacían tan al norte, pues se dice que los tungros acostumbran merodear por el sur, cerca de los grandes pastizales.
—¿Qué más dicen? Cuéntame, abuela, cuéntame.
—Dicen que son como animales: que para ellos un niño y un perro son lo mismo, que no conocen la diferencia entre las bestias y los hombres. Liebre dice que son bestias, brutos hediondos con ojos de gato y colmillos de perro. Pero ante mis ojos, al menos de lejos, parecían hombres como todos. Ya, por favor, duérmete.
—¿Qué más dice Liebre?
—Que se deleitan con la vista de la sangre. Que son crueles como serpientes. Ya, niña, cállate y acuéstate. No quiero hablar más.
Liaza se restregó los ojos con las palmas de las manos y se levantó trabajosamente. Ámbar asintió con aire resignado. Ayudó a su abuela a tenderse sobre el jergón de paja y guardó la estatuilla en su escondite. Luego se tumbó junto a Liaza y se acurrucó. No tardó en dormirse. En cambio, Liaza permaneció despierta, mirando cómo el oro de los rescoldos se cubría con una capa de ceniza.
—Ámbar, ¿me oyes? —murmuró en el oído de su nieta, y la muchacha farfulló una respuesta ininteligible—. Te regalo el dragón. Era de tu bisabuela. Prisco se lo dio para que se imaginara cómo eran los dragones. No te lo lleves de aquí, porque a tu madre no le gusta. Es tuyo.
—Gracias —contestó Ámbar desde el sueño, con voz tan baja que apenas se oyó sobre el crepitar del fogón.
Liaza besó la tersa mejilla de su nieta y cerró los ojos.