capítulo ocho

Un incendio en el cielo

aliela contemplaba la noche, acodada en la ventana. La escarcha había dibujado estrellas de hielo en el lodo de la pocilga. De cuando en cuando se oía el gruñido de un cerdo aterido o, más cerca, el crujir de un leño que se acomodaba en el fogón.

Brau y Florián dormían. Caliela escuchaba sus respiraciones pausadas. Ella también quería dormir, pero el enojo la mantenía despierta. Pensaba en su madre y en su hija; en la desobediencia de la muchacha y en los pleitos, cada vez más agrios, entre Florián y Ámbar.

A mediodía los hermanos habían reñido a gritos. Ámbar había arrojado a su hermano una piedra que le dio en el hombro, agujereándole la camisa. Florián, furioso, la había abofeteado, y Ámbar, como siempre, había huido a casa de su abuela. Allí seguía. Brau había ido a buscarla para azotarla con una vara, pero Liaza la había protegido.

—No está aquí —mintió tranquilamente—. La envié al bosque a buscar hongos. Cuando regrese le digo que vaya a veros.

Ámbar, por supuesto, no había ido.

Caliela estaba harta y confundida. Por un lado, tiraban de ella Liaza y Ámbar; por otro, Brau y Florián. Unas pedían que las dejaran en paz, los otros exigían que Ámbar trabajara más con ellos en las labores de la familia. Caliela, aunque no excusaba los bofetones de Florián, creía que su hijo y su marido tenían razón y que Ámbar cooperaba poco, pero la sola idea de hablar por milésima vez con su madre la crispaba.

Habían peleado hacía solo una semana. Caliela había llegado a la choza y las había encontrado embebidas en una historia de hechizos y maldiciones, de espadas que salían del agua y reyes muertos que navegaban por el mar en barcos pilotados por hechiceras. Estaban tan absortas en su conversación que no la oyeron hasta que estuvo junto a ellas.

—Madre, deja de llenarle la cabeza con patrañas —pidió.

—¿Patrañas? Son las creencias de tus abuelos. Déjanos solas. ¿Qué daño te hace a ti que yo le cuente historias? —rebatió Liaza, encolerizada. La ira le rejuveneció el semblante.

Caliela calló, pero no pudo evitar la pelea. Ámbar no quiso ir con ella a cardar lana y Liaza la defendió.

Y es que Caliela no solo se preocupaba por la holgazanería de la muchacha, sino también por su intrepidez. Cuando llegaban los hombres del rey y se burlaban de los aldeanos instándolos a adivinar el futuro por medio de un estornudo o a llamar a la lluvia con artes de magos, Caliela se moría de miedo. Temía que Ámbar levantara la voz defendiéndose de las burlas o que riñera con un soldado.

Ojalá no volvieran nunca, los miserables. Nos arrebatan el centeno, se beben nuestra cerveza y amenazan con llevarse a nuestros hijos a la guerra, pensó Caliela, y apretó los dientes. Se frotó los párpados. Las tres estrellas que formaban el cinturón del Cazador titilaban. Debajo de ellas apareció un punto carmesí. Caliela entrecerró los ojos. El punto rojo fulguró como una antorcha.

—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja.

El fulgor se alargó y avanzó velozmente. Una línea escarlata subrayó el cinturón del Cazador. Era como si un cuchillo abriera la piel negra de la noche y de la herida manaran fuego y ascuas. El cielo se puso rojo y Caliela dio un grito. Brau despertó al percibir la luz que entraba por la ventana y corrió a la puerta. Los perros comenzaron a aullar y un buey exhaló un bramido que despertó a Florián. Brau gritó:

—¡Cuidado con los techos! ¡Hay que mojarlos! ¡Vienen los tungros!

—Pero ¿qué hacen aquí los tungros? ¡Nunca habían subido a la montaña! —se extrañó Florián.

Nadie le contestó: solo se oían los chillidos de los animales. Caliela aguzó los oídos, esperando el galope de los caballos. En el cielo, en lugar de las flechas incendiarias que Brau temía, serpenteaba una figura semejante a un pájaro de larga cola que volaba ante el telón incandescente en el que se había convertido la noche. Caliela, aterrada, no acertó a entender lo que veía y se precipitó a buscar a su madre y su hija. Al trasponer el umbral, una vaharada de calor la envolvió y sintió que sobre ella se derrumbaba un muro de piedras calientes. Aturdida, tropezó y cayó al suelo.

—¡El cielo se quema! ¡Se acaba el mundo! —gritó, a gatas frente a la pocilga.

Los cerdos, despavoridos, rompieron la tranca y se desperdigaron entre las chozas. Caliela se puso de pie, indecisa entre ir tras los puercos o averiguar dónde estaba su madre. Brau la ayudó a levantarse. Juntos, se unieron al resto de aldeanos que miraban con ojos desorbitados los techos de paja de las casas esperando el desastre, el momento fatal en el que una chispa prendiera la aldea. Alguno sostenía un espetón en la mano, otro un cubo lleno de agua: sus endebles armas contra los tungros, inútiles ante el incendio del cielo.

—¿Los veis? —gritó Caliela—. ¿Veis si vienen? ¿Son los tungros?

Un niño contestó:

—¡Hay algo que vuela!

Su madre le tapó la boca con las dos manos y un hombre comenzó a rezar a grito pelado. Brau se volvió y miró a Caliela con la cara desencajada:

—¿Ámbar? ¿Y tu madre? —preguntó.

Cuando la luz despertó a Ámbar, ya Liaza miraba la ventana con gesto de horror. Las gallinas cloqueaban y Carbón, con las orejas pegadas al cráneo, ladraba con el hocico levantado al cielo. Liaza, trémula, abrazó a la muchacha con fuerza. Ámbar nunca la había visto tan asustada. Un calor infernal lo envolvía todo.

La abuela se inclinó sobre el hombro de su nieta y le gritó al oído:

—¡Niña! ¡Escóndete! ¡Son los tungros! ¡Déjame aquí y yo los distraeré!

Ámbar la miró sin comprender. ¿Los tungros? ¿En Peña Verde? No podía ser… Debían esconderse las dos. Sacudió la cabeza: no había dónde. La choza era tan pequeña que con una mirada se podía abarcar casi todo lo que había en ella. Se soltó del abrazo de su abuela y fue hacia la puerta a ver qué pasaba. Tenía miedo por sus padres, por su abuela, pero, extrañamente, no por sí misma. Nunca había visto un tungro: eran como los magos, criaturas fabulosas. Oyó gemir a su abuela y se impuso pensar con sensatez: si los tungros venían por el río, habría tiempo de huir con Liaza al bosque. Esta, arrodillada sobre el jergón, la llamó:

—¡Ámbar, hija! ¡Entra! ¡Ven!

Pero ya Ámbar había visto el cielo. Una sensación de triunfo, de gloriosa victoria, la embargaba. Esa luz rompía la monotonía de su vida campesina. Rio dándole la bienvenida al portento.

—¡Abuela! —gritó abriendo los brazos—. ¡Es el dragón! ¡Nuestro dragón!

Liaza corrió hacia ella, miró el firmamento y gimió.

—¡No! ¡Moriremos sin remedio! ¡Los magos nos han abandonado! —exclamó, llorando con desconsuelo. Tomó las muñecas de Ámbar y tiró de ella para meterla en la choza.

El calor bajaba del cielo en oleadas. El sudor les mojó los sobacos, el aire les quemó la nariz. La línea roja se tendía sobre el horizonte, encima de los castaños.

Ámbar se liberó bruscamente.

—¡Déjame! ¡Yo no tengo miedo! ¡Soy como los magos!

Su abuela trastabilló, pero la muchacha fingió no darse cuenta. La anciana cayó al suelo. Ámbar, sin mirar atrás, corrió hacia el bosque, con la trenza deshecha y la vista fija sobre la silueta que se dibujaba a contraluz. Carbón la rebasó, aullante, y la joven fue tras él, pero de pronto, un torrente de chispas cayó del cielo. Ámbar miró el fuego y, como si fuera una cascada de agua, se metió debajo de la lluvia de ascuas y recibió en las manos las quemaduras, punzantes como alfilerazos.

Fue como si mil avispas la picaran, como si la noche la mordiera con colmillos calientes. Gritó de dolor y se sacudió, pero no se alejó. Siguió, estremecida por las quemaduras, lloriqueando, dando saltos y bailando con la cara vuelta al cielo, cubriéndose los ojos con el antebrazo, recibiendo en los labios las chispas, el beso del dragón. Tenía la nariz llena del hedor a pelo quemado y de otro olor, amargo y cáustico. Algunos aldeanos pasaron corriendo a su lado, pero no repararon en ella, pues la mayoría traían la capucha echada sobre la cabeza y se protegían la cara con las mangas.

—¡No temáis! —los llamó Ámbar—. ¡No son los tungros! ¡Es el dragón!

No la escucharon. De pronto, el incendio se apagó. La noche volvió a ser negra y las estrellas aparecieron detrás de un velo tiznado. Ámbar miró a su alrededor, pero la humareda envolvía las chozas y el bosque. Solo distinguió formas imprecisas. Alzó la vista en busca de la luna y la divisó detrás de una nube de vientre aceitoso. Carbón se arrastró hacia ella, gimiendo y con el rabo entre las patas.

Sus padres y su hermano la encontraron desmelenada y con el perro cogido del cogote, camino a la choza de Liaza. Caliela la tomó del hombro y le preguntó:

—¿Dejaste sola a tu abuela?

—Sí —contestó Ámbar—, salí a ver al dragón. Era un dragón. ¿Lo viste? ¡Mi abuela no miente!

Sonrió desafiante y soltó al perro. Carbón corrió hacia la casa de Liaza.

—¿De qué hablas, muchacha estúpida? —preguntó Caliela—. ¡Mírate la cara! Tienes quemados el pelo, las mejillas, la boca… ¿Qué has hecho, miserable?

Caliela la tomó del pelo y le dio un tirón. Ámbar se soltó y retrocedió.

—¿Cómo pudiste dejar sola a tu abuela? —gritó su madre—. ¡Ingrata!

Ámbar recordó la cara de terror de Liaza y tuvo miedo. Sin volverse a mirar a sus padres, corrió a la choza de su abuela. La encontró tendida boca abajo en la entrada, con las manos clavadas en la tierra. Una gallina que se había echado a su lado protestó con un estridente cacareo cuando Ámbar la alzó para arrojarla lejos de la choza. Caliela entró, se arrodilló y tomó a su madre en brazos. Liaza temblaba y le castañeteaban los dientes.

—Hija, vi al dragón —murmuró—. ¿Ya se fue? ¿Quemó las casas? ¿Mató a alguien?

—Madre, voy a tratar de levantarte —contestó Caliela poniéndole el dorso de la mano sobre la frente—. Estás ardiendo de fiebre. Déjame echarte la manta encima.

Ámbar sintió el alfilerazo de las lágrimas y apretó los párpados para no llorar. Mientras ella miraba al cielo con la boca abierta como una necia, el miedo le partía el corazón a Liaza. Se acuclilló junto a su madre y contempló a su abuela.

—El dragón no quemó nada y ya se fue —aseguró mientras se llevaba las manos de su abuela a los labios. Las besó repetidas veces, las trató de desentumecer con su aliento, pero las manos de la vieja estaba tan frías como ardorosa su frente.

Liaza respiraba laboriosamente y apenas se movía. De pronto, se desasió de las manos de Ámbar y gritó como si acabara de verlas:

—¡Hija! ¡El dragón ha vuelto! ¡Los magos nos han desamparado!

Ámbar se puso en pie y retrocedió. Caliela trató de incorporarse con la anciana en brazos, pero Brau, con sorprendente ternura, se inclinó sobre la vieja y la levantó.

—Calma, Liaza, aquí estamos todos y no ha pasado nada. Calma… —le dijo con suavidad. La llevó a la yacija y la tendió con cuidado. Ámbar desató los trapos que envolvían los pies de su abuela y los halló aún más fríos que sus manos. Los friccionó con fuerza, mientras Florián se afanaba en avivar el fuego. Liaza no contestaba ni se movía. Caliela se inclinó sobre ella.

—Ya pasó, madre. Está amaneciendo, ¿ves?

Por la puerta se distinguía un pedazo de cielo gris.

—Va a volver —afirmó Liaza con certidumbre.

—¿Qué dices, abuela? —preguntó Florián.

—El dragón —dijo Liaza débilmente.

—Pero… el dragón no existe, abuela. Esas son mentiras —contestó Florián con timidez.

—Mírate, lleno de ceniza. No insistáis en mentir. ¿Es que no lo visteis? —contestó Liaza roncamente, y se incorporó.

—Madre, hazme caso, no te agites ni te apenes —la apaciguó Caliela—. Ya hablaremos después, pero escúchame ahora: todas las casas están en pie y nadie murió. Duerme. Dentro de un rato te traigo un poco de caldo y pan.

—¿Por qué no me crees? Ese fuego no fue encendido por manos humanas. No fue un rayo ni un ejército. Eso que vimos era un dragón.

Ámbar puso la cabeza sobre el pecho de la anciana.

—Es verdad lo que dices, abuela —dijo—. Yo lo vi.

La muchacha sintió bajo el oído el batir desacompasado del corazón de su abuela. La raída tela de la túnica olía a humo. Ámbar sintió vértigo y un calambre en el estómago.

—Madre, no sé por qué quieres que hablemos de eso ahora. Si es verdad que fue un dragón, ¿sabes lo que nos va a suceder? Atrapados entre los magos de Alosna y los hombres del rey Lobo, ¡nos llevarán a todos como esclavos! Siempre nos han mostrado desconfianza. Sospechan que tenemos relaciones secretas con los magos —se lamentó Caliela retorciéndose las manos. Florián se acercó a su padre y le tiró de la manga.

—Padre, ¿es verdad lo que dice mi abuela? ¿Nos castigarán por culpa de los magos?

Brau se volvió.

—Escucha, hijo: prefiero que cruces y te metas en Alosna a que te lleven los hombres del rey. Tu madre tiene razón. Cuando vengan nos culparán, y no quiero que estés aquí cuando eso ocurra. ¡Maldito dragón! ¡Maldita sea la cercanía con Alosna!

—¿Y qué les vamos a decir? —preguntó el muchacho, aturdido.

—¡Buscad a los magos! —gritó Liaza entre temblores antes de que Brau pudiera contestar. Tosió y trató de continuar, pero solo pudo exhalar un quejido sibilante. Los ojos se le pusieron en blanco y aferró la manta que la cubría. Abrió la boca, se arqueó y luego cayó sobre el jergón. La poca fuerza que le quedaba la abandonó. Su cabeza se ladeó un poco y una mano agarrotada se cerró sobre la tela de la túnica. Ámbar, estremecida, le tocó el hombro con cautela, pero Liaza no se movió.

—Abuela, ¡abuela! ¡Háblame! —suplicó sacudiéndola cada vez con más energía.

Al ver que no contestaba, Ámbar dio un grito y se dejó caer sobre ella. Caliela corrió al lado de su hija y trató de apartarla, pero Ámbar sollozaba y se aferraba al cadáver, besándolo y acariciándole el pelo.

—¡Déjame! —chilló la muchacha cuando Caliela tiró de su muñeca, y se volvió a escudriñar a su madre con el rostro contraído por la ira—. ¡Suelta! ¡Ahora estoy sola! ¿Cómo voy a vivir sin mi abuela? ¡Tú la hacías enojar! —gruñó, y se desasió con brusquedad. Caliela retrocedió y tropezó. Brau la sostuvo.

—Ven, hija, ven —insistió Caliela.

Ámbar apartó el pelo que le cubría la cara y mostró los dientes con un quejido feroz. Se inclinó, cogió un puñado de tierra y se lo arrojó a su madre, ensuciándole la falda. Luego se volvió a contemplar a su abuela y le cerró los ojos amorosamente. Caliela miró a su hija, a su madre muerta, se miró la ropa tiznada. Se dejó caer al suelo y se cubrió el rostro con las manos. Ámbar seguía acurrucada al lado del cuerpo. Sin hacer caso a nadie, murmuraba al oído del cadáver, le besaba las manos heladas, los pómulos exangües. Caliela pensó que, muerta, Liaza parecía mucho más pequeña y frágil. Después de un rato se puso de pie, se acercó y puso la mano sobre la cabeza de Ámbar. Ella la escrutó ya sin rabia, entre los párpados hinchados por las lágrimas. Caliela se sentó al lado de su hija y tomó entre las suyas una mano de Liaza. Brau y Florián, de pie, guardaban silencio.

Caliela rompió a llorar.

—Nos van a llevar a todos —murmuró, y las lágrimas le mojaron las mejillas.