capítulo cuarenta y ocho

En las tierras de Mongrún

a actitud del duque Fura cambió conforme se acercaban a Rodosto, pues el puerto era parte de sus dominios. Se conducía con la serenidad de siempre, pero prestaba atención redoblada al estado de los caminos y el ceño fruncido revelaba su inquietud.

Soledad cabalgaba a su lado, más sombría aún que antes, con miedo a verse forzada a luchar si se enfrentaban de nuevo a los tungros. No quería matar y le aterraba la idea de ser cobarde. Así, pasaba los días pensando en el valor, la muerte y el deber. Las noches eran un infierno. En sus sueños, la batalla se repetía una y otra vez, pero el Unicornio no aparecía en ella. A veces se despertaba creyendo que había matado al tungro; otras, que un tungro había matado a Cuervo o a Fura. Abría los ojos, miraba alrededor y daba las gracias porque estaban vivos y porque ella estaba viva también. Otras, despertaba y lloraba furtivamente por Nap. No podía olvidar el tacto, el peso de la cabeza del soldado muerto en su regazo. Tenía miedo.

Quería estar de nuevo junto a su padre, pues pensaba que al verlo las dudas se disiparían y sería de nuevo la Soledad feroz que no temía; pero por más que se esforzaba, no lograba recordar con claridad el rostro del Lobo. Podía recordar la cara de Tagaste, de Edurne, de Jara incluso. Pero el rostro de su padre se le escapaba. No entendía los caprichos de su memoria.

Cuervo la estudiaba a hurtadillas, ocupado en cuidar a los heridos, distraído de sus miedos por el trabajo de vendar, cambiar apósitos, recoser heridas y hacer pociones. Había logrado que Mengu le permitiera acercarse a él, pero el tungro seguía sin beber más que unos cuantos sorbos de agua al día y comiendo apenas.

En las tardes, cuando se detenían para preparar el campamento, el mago cepillaba a Dardo y aprovechaba para mirar a la muchacha mientras esta intercambiaba bromas y jugaba a los dados. A veces Soledad practicaba con la plana de la espada y Cuervo se encandilaba mirándola dar vueltas, con Mirals en la mano, alrededor de Tibot. Se le ponían los ojos brillantes y una sonrisa desafiante en el rostro. Tibot contestaba los golpes con honestidad y jamás le ahorró uno solo: ella se había adiestrado como un soldado, y dejarla ganar por ser mujer era una cortesía inútil que la hubiera ofendido. Los hombres se arremolinaban a su alrededor y daban gritos de aprobación cuando uno de ellos tocaba o derribaba al otro.

Casi a diario, los soldados colgaban un escudo de un árbol para practicar con el arco. Soledad, por supuesto, participaba en los ejercicios. Cuervo sentía cómo el rubor le quemaba la cara al mirarla: el brazo tenso, el rostro grave, el fino torso erguido, el brío contenido en ese cuerpo educado largamente en sabidurías guerreras que el mago, en el fondo, detestaba. Cuervo concluía ambiguamente que estos juegos poco tenían que ver con la batalla, y que eran lo que Soledad sabía hacer mejor que cualquier otra cosa en el mundo. Ignoraba que ella se cansaba a propósito para poder dormir, para que cuando llegara la oscuridad, la fatiga venciera a la aprensión y tendiera un velo sobre la imagen del cadáver de Nap. Desde que tocó el colmillo y la presencia del dragón deshizo la idea que tenía del mundo, se había movido como una ciega, a tientas. Ahora, después de la muerte de Nap, también la ira la había abandonado. Las grandiosas ideas de honor y gloria, las difusas nociones que había albergado, los juramentos, se convirtieron en palabrería. Quedó el miedo. Pero seguía amando el movimiento, la cabalgada, el peso exacto de Mirals.

Un día se carcajeó mientras practicaba con la espada al sorprender a Tibot con una finta. Esa alegría, semejante al fogonazo efímero del relámpago, fue la primera manifestación de una felicidad que recibió como un regalo. Duró poco, pero le mostró una posibilidad: la de ser feliz con sus compañeros de batalla. Era ya mucho más cercana a los hombres que cuando salió de Bento; se sentía libre de los modales distantes que el amor por el Lobo le había impuesto. Los soldados habían dejado de murmurar y de hablar mal de ella desde el momento en que Soledad había entrado en la batalla espada en mano, dispuesta a morir a su lado. La obedecían sin reparos y le procuraban lo mejor del magro alimento con el que contaban. La incluyeron en sus toscas bromas y le enseñaron las canciones obscenas que cantaban por las noches. Ella agradecía con dignidad todo lo que le daban.

Comenzó a visitar a los heridos para tratar de animarlos con torpe solicitud. Con Atalai el tungro sostenía cautelosas conversaciones que solían terminar con declaraciones de fidelidad por parte de él y silencio por parte de ella. En secreto y lentamente, Soledad se fue convenciendo de que haberle perdonado la vida había sido mil veces mejor que matarlo. Una mañana lo escuchó cantar y tuvo que ocultarse de la vista de los otros para llorar, sacudida de pies a cabeza por el regocijo. Esa canción era gracias a ella. Esa garganta que cantaba una brusca canción de amor era gracias a ella. Atalai seguía vivo porque no había podido matarlo, y su vida la alegraba.

Una tarde, después de la práctica, Soledad pasó cerca del mago y le sonrió. Iba jadeante, con la cara encendida. Se apartó un mechón de la frente y lo miró.

Cuervo sintió un ramalazo de miedo y deseo mezclados.

—Peleas muy bien.

—Casi como Tibot. Me falta fuerza, pero lo compenso porque soy más rápida que él. Todavía me duele el muslo.

—Eres muy valiente —contestó el mago, y se sintió pueril al decirlo.

—No tanto. Tú lo sabes.

Cuervo no dijo nada y Soledad se alejó en dirección a la tienda de Fura. De pronto, regresó sobre sus pasos y lo encaró. El rubor de sus mejillas se había apagado. Estaba pálida y seria.

—Dime, y por tu honor no me mientas: ¿le darías a mi padre un bebedizo que le concediera un hijo varón?

Cuervo la miró sin comprender.

—¿Qué?

—¿Le darás el bebedizo? Te lo va a pedir, no te quepa duda. Te ofrecerá medio reino a cambio —repuso ella secamente—. Es, después de la guerra, lo que más le importa en la vida.

Cuervo recordó la profecía y todo lo que había visto en la olla. El odio por el Lobo volvió a azuzarlo, ahora mezclado con la piedad que Soledad le inspiraba.

—Los magos de Alosna saben de la búsqueda de tu padre y creen que puede atraer grandes desgracias. Por eso quienes trataron de ayudarlo se quedaron sin poderes. En esa búsqueda tu padre ha matado a muchos inocentes. Yo lo sé.

Soledad, incondicional y ceñuda, justificó al rey:

—Es que lo desea con toda el alma.

—Debería conformarse con la lealtad que le tienes. ¿Quién puede asegurar que un hijo varón lo amaría? En este mundo, ¿cuántos príncipes de sangre no han traicionado a sus padres?

Se miraron en silencio. Ella fue la primera en bajar la vista. Se dio la vuelta y se fue. Cuervo, exhausto, se frotó las mejillas con la mano sana y comprobó asombrado que le temblaban las piernas.

Fura y Dungalo también habían cambiado su actitud hacia Soledad desde el día de la batalla, cuando comprobaron que la hija del Lobo estaba dispuesta a morir con ellos. Dungalo, más que nadie, sabía que la había juzgado mal. Una tarde, después de cenar, se arrodilló frente a ella y le tomó la mano. Soledad trató de retirarla, atónita, pero el escudero la miró a los ojos.

—Una vez, hace mucho, me oíste decir algo de ti. Un insulto. Me porté como un hombre sin honor, un fullero, un bellaco. Me he arrepentido. Y cada día que pasa me doy más cuenta de lo equivocado que estaba: eres digna de ser la reina de Moriana. Perdóname, princesa, mi dueña, y permite que te sirva con la misma lealtad con la que asisto a mi señor el duque.

Soledad, abochornada, respondió:

—Te perdono. Levántate. Me avergüenzas.

—¿Por qué habrías de avergonzarte tú por los errores que yo cometí? —preguntó el escudero con un sollozo, y para horror de Soledad, le abrazó las rodillas. La muchacha sintió el húmedo aliento del escudero sobre las piernas y miró el pelo, los revueltos rizos negros entreverados de canas. Le puso la mano en la cabeza y le pidió:

—No llores. Te perdono. No llores más.

Cuando Dungalo se puso de pie, los soldados y el duque la vitorearon.

Un atardecer, mientras Cuervo daba de comer a Dardo, Soledad se acercó.

—Dime, ¿cómo es que tú puedes sanar y aquel que trató de curar a mi madre la dejó morir? ¿Era un mago falso?

Cuervo se volvió bruscamente y la encaró.

—No. No era falso. Nosotros podemos curar, pero nadie puede vencer a la muerte. ¿Viste a cuántos hombres socorrí después de la batalla? A seis. De esos seis, perdí a tres. Además, ese mago te salvó a ti, Soledad. ¿No habías pensado en eso? Te salvó. Se llamaba Tórtola.

Soledad palideció.

—En la casa de mi padre está prohibido decir su nombre. Si mi padre bebe es por su culpa —contestó con un dejo de vacilación.

—Tu padre bebe porque quiere. Otros han soportado dolores peores y no beben —contestó el mago en voz baja y con los dientes apretados.

—Mi padre es un buen rey.

—No me hagas hablar, que no quiero ofenderte. Tu padre es un rey cruel. ¿Sabes cuál es mi pecado? ¿Por qué estoy en Moriana, obligado a ayudarte en lo que sea? Porque lo he odiado mucho, y odiar, para un mago de Alosna, es falta grave.

La cara de la muchacha se crispó.

—¡Maldito! ¿Qué te ha hecho a ti mi padre para que lo odies?

Cuervo dio un paso atrás y dejó caer las manos. Luego, en voz aún más baja, le preguntó:

—¿No viste el temor en la cara de los aldeanos de Peña Verde? ¿Sus casuchas miserables? ¿El terror que inspira el nombre de tu padre? Eso, en Moriana. ¿Te imaginas el miedo que provoca en mi tierra?

—No entiendes. La guerra es cara, se necesita oro para pagar a los soldados… Por eso mi padre exige tributo.

—Un buen rey sabría cómo defender hasta al más miserable de sus súbditos. En Alosna, los magos velan por todos.

—Eso dices porque lo odias —contestó Soledad, pero Cuervo no había terminado.

—¿Sabías que Tórtola era pariente de tu madre? ¿Que desafió las prohibiciones y cruzó porque ella le pidió ayuda?

Soledad negó con la cabeza.

—¡Mentira! ¿Cómo iba a ser su pariente?

—Pregúntale a tu padre. ¡Pregúntale por qué mató al pariente de tu madre cuando no pudo salvarla de la muerte! ¿Por qué mata a los magos? ¡Por ambición!

Soledad abrió mucho los ojos y palideció.

Cuervo se acercó, la tomó de los hombros con toda su fuerza y la sacudió. Ella le aferró las muñecas y trató de soltarse, pero el mago apretó y volvió a zarandearla. Creyó que ella lo abofetearía y esperó el golpe, rígido de ira. Dardo relinchó asustado y se levantó sobre las patas traseras.

Soledad desvió la vista para mirar al caballo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cuervo miró el terciopelo verde del iris, vio cómo se arremolinaba alrededor de la pupila, vio el blanco casi azul del ojo, las rubias pestañas que orlaban los párpados gruesos y alargados, la salpicadura de pecas sobre el puente de la nariz. Sintió las palmas de las manos de Soledad sobre sus muñecas. El olor inolvidable de su aliento llegó hasta él.

Soledad bajó la cabeza y se miró las botas. Una sospecha le removió el ánimo. Siempre había sabido cuánto de espejismo había en la imagen del Lobo padre que atesoraba en el corazón. Alzó la cara y miró el rostro grave del mago. Llevada por un impulso inexplicable, puso la mano sobre la mejilla de Cuervo. El mago sintió que el deseo lo mareaba como vino fuerte.

—¿También me odias a mí? ¿Qué pensarías de mí si yo no fuera fiel a mi padre? Yo pensé que mi lealtad te gustaba. ¿Esperas que lo traicione?

—No. A ti nunca podría odiarte, porque eres fiel y valiente. Ya no quiero odiar a tu padre.

—Yo tampoco quiero odiarte, mago…

Soledad giró sobre sus talones y lo dejó solo y confundido. Cuervo se llevó las palmas de las manos a la cara. Olían a ella. Dardo se le acercó y resopló inquieto. El aliento del caballo le humedeció la cara.

Descubrió que una de las razones por las que había comenzado a amarla era que le conmovía su lealtad al padre beodo y cruel. El recuerdo de su propia arrogancia, del desprecio que tanto Munin como Val le habían inspirado, lo obligó a sosegarse. Pensó en la noche aquella, cuando terminó el exilio en el bosque y su padre lo bañó al regresar a Nebral. Sintió un ramalazo de remordimiento.

Soledad era una hija fiel. ¡Y qué distancia había entre el amor de Munin y la indiferencia del Lobo! Cuervo enrojeció. Más extraño aún que reconocer que la amaba, le resultaba admitir que ella podía enseñarle algo.