capítulo dieciocho

El Unicornio

e un salto trepó a lo alto de un peñasco y miró abajo: las copas de los árboles parecían un rebaño de ovejas amarillas, y el río un listón de vidrio. Un águila graznó saludándolo. El Unicornio relinchó en respuesta.

El otoño avanzaba y hacía frío en la cima de la montaña. La escarcha le cubría las crines como polvo de vidrio. Un tibio vapor se desprendía de su pelaje y sus ollares humeaban.

Llevaba ya varios días inquieto y galopaba de un lado a otro. Una noche tuvo un sueño vil que no pudo recordar, pero que lo intranquilizó. Luego sintió un cambio en la luz del mundo, una oscuridad que la luz no podía disipar. Una tormenta viva amenazaba todo. La lengua del Unicornio se cubrió de colérica espuma: corcoveó y golpeó la piedra con tanta fuerza que sus pezuñas, hendidas como las de los ciervos, dejaron una marca en la roca.

Aunque su cuerpo era parecido al de un ciervo blanco, su corazón era el de un león. Apenas conocía el miedo que gobierna a los animales parecidos a él, a los ciervos, al caballo. No lo arredraban ni el dolor ni la muerte. Siempre había estado solo. Tal vez fuera el único de su especie. No recordaba una infancia en la que hubiese sido un cervato con la frente lisa en la que aún no aflorara el cuerno, una madre, ubres tibias, leche. Tal vez siempre hubiera sido como era ahora, un animal joven, armado con una lanza invencible, una bestia que no envejecía. No conocía la brama o la enfermedad, solo sabía de la cólera y la piedad por los otros animales.

Era un rey amado. Los demás animales le rendían pleitesía. Incluso la araña y la larva blanca del pudridero.

Las aves cantaban a su paso y se posaban sobre el cuerno que le adornaba la frente, sobre la grupa o la delgada testuz.

Hacía mucho tiempo, se había enfrentado a los cazadores por vez primera. Vinieron pertrechados con redes, lanzas y espadas: las redes se deshilacharon al tocarlo y melló las espadas con el cuerno. Los hombres, en los que apenas veía la luz como una tenue llama vacilante en medio de los pechos —luces empañadas por el miedo, la ira y la codicia—, fueron tras él provistos de cuchillos. Los perros de los hombres se rebelaron en cuanto percibieron su rastro. Los caballos lo reconocieron como a un ancestro divino y trataron de librarse de los hombres que los montaban.

Los cazadores, al darse cuenta de que los caballos no los obedecían, se apearon y lo acosaron a pie. Lo rodearon y él se abrió paso entre ellos. Hundió sus pezuñas en los vientres, en las piernas, en las manos que aferraban los cuchillos. Se ensució con la sangre y con las heces. Su bramido, semejante a un gorjeo, los pasmó. Hubo quien, al escucharlo, dejó el pecho al descubierto y el cuerno le atravesó el corazón. Los perros, apaciguados por su olor, aguardaron echados. Solo se oía su relincho y los alaridos de los hombres.

El sudor le cubrió la piel y el olor atrajo a los ciervos, cautivados a pesar del hedor de los muertos. Los ciervos lo lamieron con deleite mientras él echaba la cabeza atrás, sacudía la crin y encogía los belfos mostrando los dientes.

Después de mancharse con la sangre de los hombres se lavó largamente en el río, mientras en la ribera bebía un jabalí que lo miraba con los ojillos transfigurados de amor. Todos los animales acudieron a beber mientras él se bañaba; juntos el ciervo y el lobo, la liebre y el águila que bajó de las cumbres al percibir el resplandor que iluminaba el agua; juntos el oso y los perros que habían acompañado a los hombres, la serpiente y el gorrión.

Los perros devoraron los cadáveres de sus amos y olvidaron que alguna vez tuvieron dueños. Las lanzas rotas, los arreos inútiles, las flechas y el carcaj quedaron en el suelo hasta que los cubrió la hierba.

El Unicornio odiaba a los cazadores que diezmaban a los animales, que cavaban trampas en las que terminaban sus días los ciervos y los jabalíes, atravesados por palos afilados como su cuerno, pero impuros. Se enfrentó a ellos una y otra vez.

Llegaban en gran número y anunciaban su presencia con el sonido de pífanos y clarines. Se cubrían con armaduras y cotas de malla que el cuerno cortaba como si estuvieran tejidas con telarañas. Perros, halcones y caballos se quedaban con él y volvían a ser salvajes.

Dormían a su alrededor. Los halcones lo custodiaban: anidaban en los árboles cuya sombra frecuentaba y lo protegían desde las ramas. Si los cazadores se acercaban, los halcones daban graznidos de alarma.

Luego hubo guerra entre los hombres de Alosna y los de Moriana, y los cazadores morianíes dejaron de invadir el bosque.

El Unicornio protegía a los hombres de Alosna porque entre ellos había magos con los que se entendía. Los magos no cazaban ni llevaban espadas, y a veces en sus pechos brillaba la luz dorada de los animales. La percibía como discernía la vida del polluelo dentro del huevo, suave y mortecina, una almendra luminosa. Erec y Espinela eran los más radiantes, los más serenos. Todos los que iban en paz y, sobre todo, aquellos que amaban el bosque tenían esa luz, aunque a veces era pequeña como una chispa. Hombres y mujeres, ancianos y niños: eran suyos, y los cuidaba cuando dejaban canastos llenos de manzanas a los pies de las encinas. Pero a quienes esperaba colmado de ansiedad, a quienes observaba escondido en la espesura, era a las vírgenes que irradiaban una luz azul, parpadeante como un enjambre de luciérnagas.

Ahora había uno de la tribu de los magos que había llegado al bosque y le inspiraba curiosidad. Su luz no era como la de los otros, oro desvaído. Tampoco como la de los cazadores, manchada con la llama plomiza de la codicia. La luz del alma de este hombre era roja, semejante a una amapola.

No solo la luz en él era distinta a la de los otros magos que el Unicornio había visto: un olor ominoso lo envolvía. Tal vez lo que percibía era la demencia, semejante a un rastro amoniacal que le hería la nariz. Cuando el mago se ofuscaba y hablaba solo, la luz de su pecho se opacaba y chispas verdosas se entreveraban en las llamas. El hombre apenas se daba cuenta de que estaba a punto de enloquecer, atento solo al rencor. Hablaba y hablaba gesticulando con furia, tropezando con las piedras y apartando las ramas, sacudiendo la cabeza de un lado a otro o cubriéndose el rostro con las manos. Luego se sentaba en silencio bajo los árboles y se quedaba dormido.

Aunque era evidente que el hombre lo buscaba, el Unicornio lo rehuía, pues no quería matarlo.

El hombre sabía cómo recorrer el bosque sin hacer ruido, aunque anunciar o no su presencia lo tenía sin cuidado. Estaba apegado a un cuervo. El Unicornio lo veía beber agua del río, comer rábanos, hongos marchitos por el frío, ajos y cebollas. Lo estudiaba cuando se esforzaba inútilmente en hacer fuego con dos varas.

Tenía la cabeza delicada, el pelo oscuro y lleno de precoces canas en las sienes. Una de sus manos estaba mutilada y cubierta de marcas amoratadas. No podía hacer fuego porque los dedos hinchados de la mano incompleta no sostenían las varas. Una noche, para examinarlo a sus anchas, el Unicornio entró en la cueva donde dormía.

Lo miró con atención. Las pestañas formaban medias lunas bajo los párpados y sus cejas eran oscuras y rectas; la nariz, breve y de aletas anchas. Un gesto de dolor le comprimía los labios dibujándole arrugas junto a la boca. Las mejillas lisas, lampiñas como las de la mayoría de los hombres de Alosna, estaban hundidas. Era un muchacho con el gesto de un viejo.

El Unicornio olfateó la mano herida del muchacho y retrocedió: un tufo a magia negra emanaba de esos dedos retorcidos como raíces de beleño. Tal vez le dolía, pues acunaba la mano deforme con la sana. El cuervo, que dormía a su lado, despertó, se posó sobre el cuerno del Unicornio y graznó por lo bajo.

El Unicornio escuchó el graznido con atención y venció su repugnancia: inclinó la cabeza y lamió la mano deshecha con la lengua fina y roja. El muchacho sonrió en sueños.

Desde esa noche, el Unicornio lo visitó muchas veces para curarlo. El joven no se dio cuenta de que a la cercanía del Unicornio debía su convalecencia, la fuerza que regresaba a sus miembros, la cordura que poco a poco volvía a su mente. Despertaba limpio de horror y bebía en el arroyo el agua destructora de venenos en la que el Unicornio sumergía su cuerno.

Poco a poco, una minúscula porción de fuerza regresó a su mano quemada. Por eso, cuando cayó la primera nevada, el muchacho pudo hacer fuego y pasar la noche. El Unicornio esperó a que el mago estuviese dormido para echarse a su lado. En sueños, Cuervo sonrió.

El Unicornio suspiró, bajó la cabeza y lo rozó suavemente con el cuerno.