capítulo cincuenta y uno
La opinión de Cuyuc
n las largas conversaciones que Húbilai y Cuyuc sostuvieron mientras buscaban una cura para el mal del sueño, el viejo guerrero supo todo lo que había padecido el hechicero en su vida de esclavo. A Cuyuc le habían dolido los golpes y la pérdida de su dignidad, pero lo que más lo atormentó fue vivir atado y bajo techo como un animal doméstico.
La vida sedentaria le parecía una esclavitud tan onerosa como el trabajo forzado y el alimento escaso: los morianíes eran, para él, sórdidos topos, desde el más pobre hasta el Lobo.
—Lo mejor de ser tungro no es la guerra —decía—: es la estepa, Húbilai. Aquí todos son esclavos, desde el que limpia el vertedero y vive hundido en la mierda, hasta el rey.
—Dices eso porque no eres un guerrero. Ellos son combatientes como nosotros, aunque los tungros somos superiores. La guerra nos une porque ansiamos la lucha, y nos separa porque somos enemigos. Así es la guerra. ¿Qué puede haber en el mundo que sea preferible a la batalla?
Cuyuc miró los ojos color estaño, brillantes en la cara arrugada de Húbilai, y le aferró la mano.
—La estepa. La yurta en el carro y el año por delante. Ir de un lado a otro en el mundo bajo el cielo, con el viento en la cara. Aquí todos viven cuidando sus posesiones. Son sirvientes de lo inanimado: guardianes de sus vestidos, de sus tapices, de sus vajillas. No se apartan de sus cofres ni abandonan sus casas, sus feas guaridas de piedra. No se mueven ni saben del viento. Para mi dueña, que su alma se pudra como su cuerpo, el sol era una mezquina moneda de oro. Son ciegos como murciélagos y tienen almas detestables.
—¿Todos?
—Quizás algunos buhoneros, algunos marineros… Yo no sé. Casi todos aquellos a quienes vi temían: no sabían escuchar al viento ni mirar las estrellas en la noche. Nada. El hombre teme al rey, la mujer al hombre, el esclavo a la mujer y todos al mundo.
—¿Es por eso que viven en esas casas oscuras como cuevas?
—Salvador de mi vida, escúchame: estos, por su propia voluntad, mueren en el mismo hoyo infecto en el que nacieron y no gustan de asomarse a ver el mundo. Es asqueroso. Te aseguro que fui más feliz en la jaula donde me encontraste que en el castillo, porque al menos en la jaula podía ver el cielo. ¿Y sabes? Si no fuera porque llegasteis al reino y lo invadisteis, mis amos no se hubieran movido de su horrible madriguera.
Húbilai calló y, pensativo, frotó los dientes de su brazalete.
—Dime, ¿es verdad que aquí no hay magia?
Cuyuc se pasó la lengua bífida por los arrugados labios.
—Eso era antes. Ahora hay mucha, te digo. El letargo que te atormenta es mágico, y por más que lucho por desprenderlo de tus párpados, no lo logro. Me pregunto si la magia de Alosna defiende ahora a Moriana. Quisiera curarte.
—No te agobies por mí. No hay con qué pagar tus desvelos, pero sí que hay oro para tu vejez. Si quieres, te daré veinte esclavos y una carreta llena de monedas. Te las mereces por los cuidados que me has procurado —ofreció Húbilai.
Pero el anciano hechicero se echó a reír.
—Salvador de mi vida, vale más un odre de agua o un abrigo caliente que una olla de oro. El oro pesa y no se puede comer. Creo que deberíamos regresar. En verano, volveremos tú y yo a consumar tu venganza. Ahora la nieve oculta los caminos, pero verás: cuando haga buen tiempo, sabré cómo ir a Bento. Entre los dos mataremos a Senen. Nos disfrazaremos con alguna de las ropas que hemos arrebatado a los muertos y ocultaremos nuestras trenzas bajo gorras de piel de yegua.
Húbilai dudó.
—¿Y la aparición de Tengri? ¿Acaso no es favorable? En estos días he sentido mi devoción como una fuerza que me levanta y me sacude. Jamás antes pensé tanto en Tengri…
—Ah, salvador de mi vida… ¿Qué puedo saber yo de Tengri? Jamás me escuchó mientras me quejaba bajo el látigo. Si he de decir la verdad, yo creía que Tengri había muerto ya y que adorábamos solamente su recuerdo. Me parecía bien. Hasta la sombra de los dioses es formidable. Y por eso, cuando pienso que está vivo, me apabullo y mi mente se silencia.
Húbilai se puso en pie y le ofreció la mano al viejo hechicero.
—Vete a dormir, amigo mío. Seguiremos hablando de esto, pero otro día. Yo tengo sueño, como siempre, y tú, cara de cansancio.
Una semana después, Húbilai hizo llamar a Cuyuc para continuar la conversación. Era de noche, y los hechiceros conversaban alrededor de una fogata encendida a la que arrojaban de cuando en cuando puñados de hierbas de olor.
Cuando Cuyuc llegó a la yurta de Húbilai, este hizo salir a sus esclavos y confesó que ahora la somnolencia lo acosaba de tal forma que soñaba los sueños ajenos. Sentados con las piernas cruzadas sobre una alfombra —tomada del castillo de Cicuta—, Húbilai dispuso el vino y la carne. Entonces comieron y hablaron largamente.
—Dime, Cuyuc, ¿por qué a veces siento que veo el mundo a través de los ojos de Tengri? —preguntó Húbilai—. Escucha lo que he de decirte: en sueños he contemplado nuestro ejército arrastrándose por la nieve. El mundo me parecía una gran fosa, un pudridero en el que solo había muerte. Y buscaba a alguien, pero esa persona estaba escondida en un pliegue del tiempo, tan encubierta como la hora de mi muerte.
Cuyuc lo miró con asombro y dio un trago al cuerno de aguardiente.
—¿Qué dices, Húbilai? ¡Pobre de ti, salvador de mi vida! Es verdad que el mundo es un cementerio inmenso, pero es también un huerto, una cuna y un lecho para amar. ¿No has soñado con algo hermoso?
Húbilai sonrió.
—Con mi mujer. Con el primer caballo que domé. Con el pantano lleno de mosquitos donde nací. Con mi primera batalla, alabado sea Tengri. Y sueño los sueños de todos aquí. Aybar sueña con la gloria, Bati sueña con Atalai, su hijo, y tú, Cuyuc, sueñas que estás aquí, entre nosotros, pero joven y con todos tus dientes.
—Huuuy —exclamó Cuyuc, y se puso en pie de un salto.
Era verdad: ese era el sueño que le alegraba las noches. Desde el inicio de la conversación, el cuerpo de Húbilai había comenzado a irradiar oleadas de magia que el pobre hechicero confundió con el calor del vino.
—Dime más, salvador de mi vida, dime —pidió Cuyuc.
—Anoche soñaste con la mujer que te maltrataba, pero abriste los ojos y escuchaste las canciones de los guerreros. Entonces te dormiste de nuevo y soñaste que estabas en Tarkán y que el Mar de Hierba se abría al paso de tu caballo como si sus patas fueran la proa de un barco en el río. Eras feliz y joven. Eso soñaste.
Cuyuc asintió y se dio cuenta de que las lágrimas le mojaban las mejillas. Había tanta magia en la yurta que el aire se adensaba hasta hacerse casi irrespirable. El fuego chisporroteaba y las chispas se elevaban al techo. El escaso pelo de la cabeza del hechicero se erizó, y Cuyuc sintió comezón. Caminó hasta la entrada y se asomó. Sobre ellos se extendían la noche y el fuego frío de miles de estrellas.
—Tengo sueño —murmuró Húbilai, y se dejó caer sobre el costado. Cerró los ojos. Inmediatamente, el rostro del viejo guerrero se transformó: frunció el ceño y la piel de sus mejillas se tensó hasta parecer una lámina translúcida que irradiaba luz amarilla. Cuyuc volvió a su lado y se arrodilló.
—¿Qué ves, salvador de mi vida?
Húbilai no contestó, pero sus manos se crisparon. Cuyuc tuvo una idea que lo llenó de miedo. Se retorció los dedos y se mordió los bigotes hasta que se atrevió a preguntar:
—Dime, ¿eres tú, Tengri?
Húbilai contestó con una voz grave, seca como el crepitar de los leños en la hoguera:
—Soy Tengri, hechicero.
Cuyuc sintió que el pavor le apretaba el pecho hasta sacarle el último soplo de aire. Inhaló y se puso la mano sobre el corazón. Temblaba. Húbilai abrió la boca y siseó:
—Veo al ejército de mis hijos perdido en la nieve. A mi criatura, el viejo Húbilai, dormido sobre el costado, y a Cuyuc el hechicero arrodillado junto a él. El mundo se acaba. Yo me acabo. Todo lo vivo va hacia el reino oscuro, a dispersarse en la nada, empujado por el río invencible del tiempo. ¿Dónde está la pequeña dragona, la solitaria? Ella es como yo. Es mi hija. ¿Qué me la oculta? ¿La magia de Alosna?
Cuyuc le acarició la trenza canosa y una chispa le quemó los dedos. Una lágrima se escurrió entre los párpados apretados de Húbilai. Cuyuc lo acomodó sobre la piel de oso, se tendió junto a él y cubrió la mano del guerrero con la suyas.
Húbilai se quejaba. Cuyuc lo observó, compadecido, hasta que el dolor del viejo guerrero lo agobió tanto que él también se puso a llorar.
Una mañana, dos días después, Tengri voló sobre ellos sin detenerse. Los tungros se desalentaron. Los esclavos estaban tan asustados que no había manera de hacerlos avanzar. Tengri los había ignorado. ¿Estaba enfadado con ellos? ¿Qué habían hecho para incurrir en su disgusto? Aybar había tratado de hablar con Húbilai, pero el viejo guerrero, hundido en el trance, montaba rígido, mudo y con los ojos cerrados. No hubo manera de despertarlo: Bati, con riesgo de su vida —pues Húbilai mataba por mucho menos—, desató el brazalete de dientes que ceñía la muñeca del anciano, pero este siguió imperturbable.
Le rociaron nieve en la cara, tocaron el tambor cerca del caballo, que se encabritó airadamente, y encendieron una antorcha frente a sus párpados cerrados. Nada. Húbilai conducía el caballo, sin embargo, con tranquila deliberación: sus manos movían las riendas como si estuviera despierto y su montura avanzaba sin tropiezos sobre la nieve. Aunque no contestaba a las preguntas que los capitanes le hacían, los guerreros habían decidido seguirlo. Era su guía. De pronto, Húbilai se alzó sobre los estribos con un grito:
—¡No la encuentra!
Aybar se volvió a mirarlo.
—Di, di, ¿quién es esa? ¿De quién hablas, Húbilai?
—¡No hay gloria para nosotros en esta guerra! —gritó Húbilai dormido, y las venas de su cuello se hincharon con la fuerza del alarido.
Aybar desmontó y aferró la rienda del caballo de su tío. Con cautela, pues temía hacerle daño, sacudió uno de los brazos del anciano, pero este solo dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Todo va a terminar pronto —dijo con la voz metálica del sueño—. Cuando la encuentre, será el fin.
Aybar puso una mano sobre el magro muslo del viejo y vio cómo la cara de este se contraía: las cejas se unieron, las comisuras de los labios dibujaron una mueca de aflicción y dos lágrimas rodaron por las mejillas y se perdieron en el bigote.
—¿Qué tienes, padre? ¿Qué te aflige? —preguntó Aybar, asustado.
Él estaba listo para la guerra, incluso para la muerte, pero la magia lo perturbaba y lo llenaba de inquietud. Temía que todos cayeran bajo el hechizo que atormentaba al más célebre de los guerreros de su raza.
Húbilai se desplomó y cayó en sus brazos.