capítulo treinta y cuatro
En las riberas del Sumongal
argas caravanas compuestas por carromatos cargados con las yurtas y seguidas por caballos, cabras y ovejas recorrían la gran estepa, el Mar de Hierba de Tarkán. No buscaban los últimos herbazales del invierno: apenas era posible encontrar algún pastizal medio quemado por la escarcha. Las grandes matanzas de ganado habían terminado. Tampoco se dirigían al sur, donde todavía quedaba forraje. Iban al lago Sumongal en busca de Aybar, el primer jefe que lograba reunirlos en un solo ejército al mando de un único capitán desde el día lejano en que Ruga los arengó la víspera de Monte Bermejo.
En los carromatos se balanceaban grandes toneles de carne salada, quesos y odres de leche agria. Las mujeres, a pie tras los jinetes, llevaban a la espalda los niños pequeños. Otras cargaban con los grandes sacos de forraje que los tungros solían almacenar para sus animales. Cada guerrero llevaba dos arcos de doble curva y un carcaj lleno de flechas. Los ancianos, los únicos a los que se les permitía viajar sentados en los carromatos, trabajaban incansablemente en la confección de armaduras hechas de laminillas de metal entretejidas con cordeles de pelo de caballo.
Por la noche, cuando la oscuridad les impedía avanzar, levantaban sus ligeras yurtas hechas de fieltro, encendían las hogueras alrededor de las efigies que representaban al dragón y se emborrachaban estrepitosamente con un licor amargo que destilaban del ajenjo negro que crecía en las estepas.
Ese invierno marcaba el comienzo del tiempo que los adivinos y hechiceros habían llamado el Año del Dragón. Algunos habían divisado los incendios, otros lo vieron pasar sobre ellos en dirección a Moriana. Después de estas apariciones, repetidas y agigantadas por los rumores, habían llegado los mensajeros de Aybar: la guerra se avecinaba y era preciso congregarse para formar un solo ejército, el más grande ejército tungro que se hubiera visto nunca. Moriana era la presa y esperaba como una doncella vestida de oro a que los tungros la tomaran. Los jefes se aprestaban a obedecer. Para entonces, la mayoría había visto alguna quemazón o una niebla pestilente, o había escuchado una historia sobre el advenimiento de Tengri.
Húbilai el Viejo había llegado del oriente con una manada de caballos herrados. En cuanto escuchó al mensajero de Aybar, Húbilai se encendió ante la llegada del día esperado: el de la venganza. Supo entonces que su deseo no se había apagado, que seguía ardiendo bajo la ceniza de los días.
—Señor, Aybar el Joven espera tu respuesta. Ojalá quieras unirte a nosotros —dijo el mensajero.
Húbilai sonrió ampliamente y puso una mano sobre el hombro del mensajero.
—Llegó la hora. Ansío ver la cara de Senen. Di a Aybar que nada podría detenerme.
Y es de todos sabido que Húbilai llegó mucho antes de lo esperado, a pesar de que traía cien caballos.
Bati, Kadac y Sibidei, los primos de Aybar, ya estaban con él. El campamento semejaba una ciudad de tiendas levantada sobre la planicie. Los herreros trabajaban sin cesar fabricando puntas de flecha, lanzas y sables.
En las asambleas nocturnas, los tungros habían bosquejado un plan. Por primera vez en su historia, atacarían en invierno y de forma distinta a la tradicional: en lugar de asaltar en bandas pequeñas y rápidas que guerreaban y tomaban el botín para desaparecer —a ese esfumarse repentinamente a lomos de un caballo se le llamaba el giro del estandarte o tulughma—, avanzarían en orden, sin ocultarse, hasta llegar al castillo del Lobo. No habría tulughma, excepto para las bandas de ojeadores. Sus enemigos los verían avanzar hacia el interior del reino.
En la gran tienda central, Aybar, Sibidei, Húbilai, Kadac y Bati hablaban y recibían el homenaje de los jefes menores. Cada uno de los recién llegados mostraba su estandarte adornado con crines de caballo, se acercaba a Aybar el Joven y besaba el arco de cuerno, el sable y la mano del jefe. Este, a su vez, le otorgaba el derecho al expolio y a guerrear a su lado.
La luz de las antorchas y los braseros iluminaba los restos de un banquete en el que los hombres habían devorado medio caballo. Repantigado sobre vastos cojines de seda, envuelto en pieles de armiño y nutria, con el cuerno de la bebida en la mano, Aybar pidió silencio. Tenía el rostro arrebolado por la bebida, y al verlo levantar la mano todos los hombres callaron.
—¡Tungros de la estepa! ¡Escuchad! La guerra se avecina y Moriana será nuestra. Este es el Año del Dragón; nosotros somos sus hijos.
Húbilai extendió el brazo, con el cuerno de aguardiente vacío en la mano, y un esclavo se apresuró a llenarlo. El viejo soldado bebió el contenido de un solo trago y exhaló un suspiro satisfecho.
—Escuchad, tungros: hay un morianí al que quiero vivo. A Senen —dijo con engañosa suavidad. La ira que apareció en sus ojos de lince desmintió la voz apacible con la que hizo la petición.
—Ah, Senen… —dijo Sinocur, quien ignoraba la historia de la familia de Húbilai—. Cegados, mancos, tuertos… martirizados en el potro de tormento, con el hierro candente, con el látigo de puntas de acero. ¿Cuántos muertos debe a cada tribu? Sus esclavos son los que más sufren. ¿Lo quieres vivo, pues?
Bati intervino:
—¿No sería mejor poner su cabeza en la punta de una pica y mostrarla a los esclavos?
—Esa venganza es mía. Lo quiero vivo.
Aybar quiso sellar el pacto. Tomó la mano de su tío y la besó.
—Te ayudaremos a que tengas tu venganza. Y si quieres que te ayude a castigar a ese cobarde, afilaré mi cuchillo y conseguiré venenos sutiles, de los que matan con mucho dolor y lentamente.
Húbilai sonrió.
—Aybar —preguntó Sinocur—, ¿has pensado que en Moriana el invierno es distinto que en la estepa? Hay más nieve, más frío y menos comida.
—Lo he pensado, y no hay forma de saber lo fríos que serán los días que vienen. He sacrificado dos caballos y un esclavo a Tengri, he consultado al oráculo, he mirado el cielo. Como todo, solo lo sabremos de cierto cuando llegue el momento.
—Yo no temo al frío —dijo Sibidei en son de burla—: para abrigarnos y calentar nuestras camas, conquistaremos mujeres y saquearemos cofres llenos de pieles y capas de lana.
—El invierno puede ahuyentar al que sea —dijo Kadac, y se encogió de hombros.
—Que no temo al frío —repitió Sibidei con la sonriente terquedad de quien ha bebido de más—, que no le temo, no. Ni tiemblo de frío, ni de miedo, ni de nada…
—Nadie aquí teme a lo que se puede vencer con la espada —contestó Kadac con sobriedad.
—No tengo miedo de nada, tungros, de nada, de nada —canturreó Sibidei.
Entonces los jefes oyeron un alboroto que venía de fuera: relinchos de caballos, gritos de hombres y mujeres, balidos desconsolados… Los pliegues de la tienda se abrieron y un centinela entró, pálido. El hombre se inclinó con el puño cerrado sobre la frente y avanzó entre los jefes tumbados, quienes, alarmados por aquel rostro desencajado, buscaron sus sables y sus arcos en el desorden de cojines, restos de comida y odres de aguardiente vacíos. Los esclavos retrocedieron, asustados, y se apelotonaron en una esquina, en la penumbra que las antorchas no alcanzaban a iluminar.
—Señor… —murmuró el centinela, postrándose ante Aybar y apretando la frente contra el piso.
Aybar, de pie y con el sable en la mano, preguntó con urgencia:
—Di, di, ¿qué es ese ruido? ¿Qué pasa?
—Señor, es el dragón… Ahora mismo vuela sobre nosotros… Sal, señor, y sálvanos de su furia. Es Tengri.
El centinela se estremeció en un sollozo y levantó la cara. Bajo la frente manchada de tierra, sus ojos brillaban humedecidos por las lágrimas. Los esclavos gritaron, aterrados. El rostro de Aybar se iluminó. De un salto pasó junto al hombre arrodillado. En tres zancadas alcanzó la salida de la tienda y Sibidei, tambaleándose, salió detrás. Un largo cometa rojo surcaba la noche y dividía en dos la negrura. Sobre el bólido escarlata que chisporroteaba y dejaba una estela carmesí, la noche se teñía de rosa y los astros eran vagos puntos luminosos. La luna estaba opacada por el dragón. Debajo parpadeaban las estrellas. Aybar, exaltado, abrió los brazos. Bati señaló el cielo y Aybar gritó:
—¡Mirad, tungros, mirad al dragón! ¡Preparaos para el sacrificio! ¡Mirad cómo amanece en medio de la noche!
Los jefes, tambaleándose por la borrachera y el asombro, salieron en desorden. Húbilai, con la espada en la mano, miró al dragón con los ojos entrecerrados. Entonces rio a carcajadas, dándose palmadas en los muslos.
—¡No será nuestro el sacrificio de esta noche! ¡Va hacia el oeste! ¡Va hacia Moriana!