capítulo diez

Fum

oledad recibió poco afecto de su padre. Con los años, dejó de ir tras él como un cachorro. Jara no se esforzó por amarla o hacerse querer. La princesa creció rodeada de soldados y trató de parecerse lo más posible a aquellos que su padre admitía en su presencia. Era austera y malencarada. A diferencia de su madrastra y su hermana, solo poseía un objeto lujoso: un guante cetrero hecho con cuero repujado y bordado con flores de plata. Había costado veinte piezas de oro. Lo usaba poco. En cambio, casi siempre llevaba una pieza de piel de cerdo atada con gruesos cordones sobre la manga del brazo izquierdo. Allí se posaba Alagrís.

Cuando Tagaste la instaba a usar por lo menos un alfiler de plata o una fíbula sobre la túnica, contestaba:

—Déjame. No quiero joyas. Para mí, el halcón es alhaja suficiente.

Y Tagaste reía, encantado con la parquedad de la muchacha. Solo tenía una joya: siempre llevaba en el índice el modesto anillo de cobre que su madre había traído con ella cuando llegó al castillo. Al morir Genoveva, Tagaste guardó el anillo celosamente, y cuando Soledad cumplió quince años, se lo dio.

Ella lo recibió con sequedad, pero luego Edurne le confió al eunuco que Soledad había llorado esa noche. A la mañana siguiente el Lobo miró con desconcierto el anillo en la mano de su hija, pero no dijo nada.

Soledad se encogía de hombros ante los mandatos del protocolo y no admitía en su presencia a damas para que la vistieran. En lugar de la melena de la princesa Lirio, semejante a una nube rizada, llevaba el lacio pelo recogido en una trenza. Siempre vestía el mismo jubón de cuero sobre la túnica, calzas de lino en verano y de lana en invierno. Su capa negra estaba raída y decolorada por el sol. Aborrecía que la reina Jara dijera que amaba a los perros falderos «porque eran como niños». Para Soledad, lo mejor de los animales era su misterio.

También se negaba a tener escudero que la siguiera con la aljaba durante las agotadoras lecciones que Béogar le impartía. Aprendió sin una queja cómo empulgar una flecha y tensar el arco; montaba como hombre en una silla sin adornos, y tenía las palmas de las manos callosas de tanto empuñar la espada de madera con la que practicaba. Esa espada, a la usanza de Moriana, era tres veces más pesada que una espada de acero, y los hombros de la muchacha se acalambraban por el cansancio. Pero ella repetía las posturas, las defensas altas y bajas, los ataques, cortes, fintas, giros: el pflug, o arado, como llamaban los guerreros de Germania al golpe sobre el hombro; la posta di falcone, con la espada sostenida sobre la cabeza; la porta ferrea, o puerta de acero, una defensa con la espada apuntando al bajo vientre del enemigo; la posta de donna, o defensa de la reina, con la espada cruzada sobre el pecho desde la altura del hombro; la finestra, en la que el ángulo del codo formaba una ventana desde la que el guerrero miraba al adversario. La niña jadeaba, gruñía, sudaba y jamás pedía descanso. Béogar, quien rogaba a los dioses que Soledad jamás tuviera necesidad de emplear las destrezas que le enseñaba, admiraba la pericia innata con la que su aprendiza tensaba el arco o emplumaba las flechas. El primer día que tuvo un arco de verdad en las manos, casi sin necesidad de instrucción, metió la punta de la bota derecha en la parte inferior y soltando un gruñido se preparó para disparar, con la espalda erguida y la cuerda estirada bajo los dedos. Luego probó la fuerza de sus brazos flacos con un manojo de flechas, mientras Béogar la miraba con la boca abierta.

Soledad amaba la vida del cuerpo: el sudor, el cansancio, el relámpago de triunfo cuando aprendía una nueva estocada o daba en la diana. Tardó poco en dominar a Fum sin el uso de las manos, con el fin de tenerlas libres al desenvainar la espada —la funda sobre el muslo izquierdo, la mano derecha cerrada sobre el pomo— o al tensar el arco —siempre colgado a la espalda—. Todo lo hacía bien, pero aceptaba las felicitaciones y los elogios con sombrío recelo.

Solo cuando estaba cerca de Alagrís y de Fum se avivaba su alegría.

Fum fue el regalo que el Lobo dio a su hija cuando esta cumplió once años. Un potrillo oloroso a leche, patilargo y trémulo, con una cola blanca que bajaba hasta los corvejones. Soledad lo vio y sintió una punzada en el pecho. Lo abrazó torpemente y el potro lo permitió. El Lobo rio y Béogar acarició la mejilla de la princesa.

—Bien hecho. Ahora ya os conocéis —dijo, antes de besarle la frente arrebolada por la emoción.

La niña quedó convencida de que Fum entendía todo lo que ella le contaba. En las noches se escapaba del lecho para ir a dormir junto a él sobre la paja del establo. Recostada cerca del tibio cuerpo del potro, la niña cantaba con voz aguda la nana con la que Edurne la dormía a ella: Bebe, mi caballo, bebe. / Dios te me libre del mal, / de los peligros del mundo / y de las aguas del mar, y al caballo se le cerraban los ojos. En las mañanas, cuando la vieja esclava la buscaba en su habitación para darle el desayuno, comenzaba una búsqueda que terminaba casi siempre en el establo. Entonces Soledad aguantaba estoicamente los regaños de Edurne, quien, mientras la peinaba y le quitaba la broza del pelo, amenazaba a gritos con decirle al Lobo que su hija dormía entre caballos y mozos de cuadra.

En cuanto podía, regresaba con Fum. Le trenzaba las crines y la cola, lo cepillaba, le hablaba al oído.

Con el tiempo Fum se convirtió en un formidable tordo rodado, más alto que el caballo de Béogar. Tenía el pelaje casi blanco, marcado con manchas redondas de un gris un poco más oscuro que en el hocico se ennegrecía y sombreaba. Las crines y la cola eran blancas. Era de paso alegre y solía apoyar la fina cabeza sobre la coronilla de la princesa para hacerla reír husmeándole las orejas. Los mozos de las cuadras murmuraban con una mezcla de piedad y asombro:

—Ese caballo está embrujado. Le adivina el pensamiento.

Pero Sagramor, leal a Soledad, los interrumpía:

—No digáis eso. Nadie detesta la brujería más que Soledad. Si sabe de animales más que nosotros, ¿eso la vuelve una hechicera?

Un día, cuando Soledad ya era una muchacha alta y flaca, Tagaste fue al establo a darle un mensaje de Jara. Entró, como siempre, un poco amedrentado por la presencia de los caballos. El establo estaba oscuro. Olía a paja, al cuero de los arreos, a orines de caballo, a bosta. Las moscas zumbaban sobre las plastas de excremento y la paja húmeda de orina; los grandes cuerpos tibios de los caballos resollaban y se movían en las sombras. Tagaste esperó a que sus ojos se acostumbraran. Entonces los distinguió, recortados contra la luz que entraba por la puerta, y se detuvo, paralizado por el desconcierto.

Soledad no lo vio llegar porque, indiferente al resto del mundo, tenía los ojos cerrados. Estaba de pie frente a Fum, con un gesto exaltado en el rostro. El caballo tenía la cabeza inclinada y Soledad apretaba su frente contra la testuz. La muchacha tenía las manos abiertas y los dedos se encogían y estiraban en una caricia ávida sobre la cara del caballo. Fum se dejaba hacer con el hocico asentado sobre el esternón de ella.

El eunuco vio los ollares de Fum aspirando el olor de la muchacha; los dedos de Soledad recorriendo los párpados del caballo; los labios negros del animal que aprisionaban un mechón pelirrojo. Se sintió un indiscreto que presenciaba un diálogo de amor.

El aliento de Fum bajaba por el frente del jubón de cuero y lo humedecía. Ella, con el rostro hundido en el copete blanco, murmuraba: «Hermanito, hermanito».

Tagaste, al oír la voz apagada, dio un paso atrás. Fum movió las orejas y resopló. Soledad abrió los ojos como quien despierta, se apartó del caballo y se volvió hacia el eunuco. Fum arqueó el cuello, y un ojo negro, velado por pestañas lacias, lo miró. Tagaste creyó que Soledad se avergonzaría, pero no fue así. La joven echó los hombros atrás, alzó la barbilla y puso la mano sobre la cruz de su montura.

—Le digo que es mi hermano.

Tagaste sintió un confuso desasosiego: Soledad hablaba como un tungro. Los nobles morianíes se burlaban de los jinetes de las estepas porque los tungros creían que sus caballos eran familia. Soledad lo ignoraba: sabía pocas cosas de los tungros y nadie se había tomado la molestia de instruirla acerca de las creencias de sus enemigos.

Fum alzó una pata y Tagaste retrocedió otro paso.

—No tengas miedo. Fum no te haría daño. Sabe que eres bueno conmigo.

—Pero no es tu hermano, no digas eso —balbuceó el eunuco—. Que nadie te oiga decirlo… Está mal.

—Yo sé por qué lo digo —contestó Soledad, y se encogió de hombros.

Fum empujó levemente la cabeza de Soledad con la quijada y ella, con una sonrisa, dio la vuelta para montarlo. Metió un pie en el estribo y, con un fluido movimiento, se acomodó sobre la silla. Palmeó el cuello de Fum y se inclinó. La trenza roja destacó sobre la crin. Soledad miró a Tagaste desde lo alto.

—Fum y Alagrís son mis hermanos.

—Y… ¿y la princesa Lirio? Ella sí es tu hermana, Soledad.

Soledad rio alegremente.

—Ella también es mi hermana, pero no es hermana de Alagrís. No lo entiendes; no importa.

Apretó los talones contra los flancos del caballo. Este dio un salto y pasó junto al eunuco como una ráfaga sólida, olorosa a sudor y a paja. Con otro salto estuvieron fuera del establo.

Tagaste, en cambio, se quedó allí hasta que Edurne fue a buscarlo. Nunca dijo nada, pero el temor a que Soledad estuviera loca lo atormentó durante días.

Con Lirio Soledad se portó, sin querer, como el Lobo con ella: le permitía, con mal disimulada impaciencia, acercarse a jugar, pero le regateaba los mimos. Lirio no desistió y logró que Soledad la amara.

Lirio era tierna y aniñada, redonda y suave. El gesto natural que dibujaba su saliente labio inferior, rojo y regordete, revelaba su disposición caprichosa. Tenía de Jara los ojos castaños y redondos, las cejas arqueadas, que ya se depilaba, y la voz aguda. También de Jara heredó las manos regordetas en las que los nudillos dibujaban hoyuelos. Se peinaba con cintas de colores y redecillas de oro adornadas con perlas. Amaba las joyas, los rasos bordados, los manguitos de armiño. Del Lobo solo había heredado la afición por las joyas.

¡Qué distintas eran las pesadas botas de Soledad y las zapatillas de seda verde que el Lobo hacía traer de Panonia para la hija menor!

Las hermanas peleaban con frecuencia porque Lirio insistía en iniciar a su hermana en los misterios de las mujeres.

—Ven a que te depile esas cejas de soldado y no sufrirás. ¡Soy muy hábil! ¡Ven! —decía, y la tomaba de la mano para atraerla a su lado. Soledad, irritada por la perorata, se negaba.

—¡Deja! Sabes que detesto la aguja de depilar y tus potingues de comadre —replicaba, y salía de las habitaciones de las mujeres seguida por los perros, lista para ejercitarse con el arco.

Lirio suspiraba y hacía pucheros. La aguja de depilar ya estaba lista, al rojo en la lumbre. Las pinzas y los aceites brillaban sobre la mesa y la niña lloriqueaba lánguidamente bajo la mirada indignada de Jara, quien no disimulaba el disgusto que le causaban los groseros modos de la hijastra, áspera como una ortiga.

—Soledad, Soledad, en el nombre llevas la fama, muchacha mala, muchacha fea —canturreaba la reina.

Las damas reían, torcían el hilo de lana con los dedos, bordaban paños de lino en los bastidores y se cubrían los labios con un pliegue del vestido.

Jara se ensañaba porque, además, su rival era la madre de la hijastra. Su rival era un fantasma: el recuerdo de Genoveva.

—Soledad, mi niña solitaria, mi aguilucho —le decía Edurne cuando la miraba.

—Soledad —gruñía el Lobo al verla salir a montar en las madrugadas.

Nadie más que Tagaste sabía, como sabía todo lo que ocurría, que Soledad sufría por su padre. Tagaste también sabía, pero eso lo sabían todos, por qué el rey bebía y tenía pesadillas. Es que hacía la guerra a sus vecinos sin un hijo que lo acompañara en los arduos días de campaña, cuando, montado en el caballo, embestía a sus enemigos en medio de la batalla, y sus capitanes aullaban el grito de guerra: «¡Lobos! ¡Lobos de Moriana!».

Solo Béogar estaba a su lado cuando presidía la repartición de esclavos y riquezas. No había nadie de su sangre junto a él cuando se le rendían las aldeas arrasadas, cuando ajusticiaba a los rebeldes, cuando se sentaba a la mesa con los soberanos humillados por su poderío para establecer el monto del tributo. Sabía, como Tórtola había dicho en la hoguera, que sin un hijo que lo sucediera, el reino corría el peligro de desgajarse como un árbol seco después de su muerte.

Buscaba magos por doquier para que alguno aboliera los efectos de la maldición. Un filtro. En el ancho mundo debe existir alguno que me haga tener un hijo. Un filtro, se repetía en las noches insomnes, cuando pensaba en la muerte.

Hijas no le faltaban. La sagaz mirada de Tagaste había descubierto que, además de Soledad y de Lirio, había bastardas reales desperdigadas por el reino: las madres eran mujeres libres, esclavas o esposas de vasallos, y todas sin excepción habían parido hijas pelirrojas. Pero el Lobo se obstinaba en conseguir la pócima que lo convirtiera en padre de un varón.

A pesar de las advertencias de los magos de Alosna, hubo magos y hechiceras que desfilaron por el castillo, pero ninguno fue quien el rey buscaba. Sus poderes, envilecidos por el amor al oro, se consumieron en el fuego de la maldición. Algunos, los menos, fueron llevados a la fuerza por los recaudadores reales y protestaron antes de morir bajo el hacha del verdugo. Cada una de estas muertes fue observada por los magos de Alosna en las ollas mágicas, y reforzó el miedo y la rabia que les inspiraba el Lobo.

Todos los hechiceros que acudieron a la corte se fueron al otro mundo con las manos vacías y el corazón lleno de odio por el rey. Maldiciones aún más atroces se añadieron a la de Tórtola, empeorando las pesadillas del Lobo, aumentando el número de espectros que lo atormentaban. Pero el rey, obsesionado con la idea de un hijo, se empeñaba en su búsqueda, en la conquista de su Grial impuro. Se imaginaba a sí mismo como Lanzarote del Lago, pero en su corazón solo había lugar para la ambición.

Soledad odiaba a los magos. Los despreciaba. Eran sus enemigos, peores para el reino que los tungros. Los tungros que había visto en la vida eran todos esclavos, hombres vencidos por los ejércitos de su padre. Sabía que, en libertad, eran guerreros astutos y valientes. El nombre de Aybar se repetía con miedo por todo el reino. Ruga, el padre de Aybar, había derrotado a su abuelo Dogoero en Monte Bermejo. Además, los tungros no habían tenido parte en la muerte de su madre.

En cambio, los magos… Pensaba que sus artes no eran sino charlatanería, trucos para engañar a los inocentes. Nunca se preguntó por qué para ella el rey era, al mismo tiempo, el hombre más sagaz del reino y un ingenuo a quien los magos engatusaban.

—Por culpa de uno de estos murió mi madre —le espetaba a Tagaste cada vez que un mago cruzaba el umbral—. Mi padre y mi madrastra me lo han dicho. De nada valieron las pócimas ni los conjuros. Y el mismo bellaco ruin que la mandó a la tumba maldijo a mi pobre padre. Por él está mi madre en la tumba y mi padre ahogándose en vino. Los odio.

Tagaste recordaba a Genoveva y a Tórtola, el gentil, y callaba, aunque el secreto le corroía el corazón. Estaba seguro de que si hablaba, el Lobo lo mataría y Soledad quedaría destruida por la confidencia. Un día quiso contarle a Soledad el origen legendario de su estirpe. Esa historia, escrita en un pergamino que el Lobo, analfabeto pero consciente de su valor, atesoraba en una caja de roble, era una de las favoritas del eunuco. Tagaste cogió la caja de su lugar entre los tesoros del rey, sacó el pergamino y se lo mostró a la muchacha.

Soledad, tan ignorante de la escritura como su padre, miró con desconfianza los signos indescifrables que Tagaste acariciaba con sus dedos gruesos y blancos. Se negó en redondo a escuchar lo que decía, alegando que todo lo escrito era magia negra y que ella de magia no quería saber nada. Tagaste insistió hasta que Soledad aceptó y se sentó en un escabel. El eunuco se aclaró la garganta y leyó:

—Antes, Moriana no era un reino gobernado por los hombres, con caminos, aldeas y castillos, sino un bosque espeso y oscuro donde en lugar de fortalezas se levantaban los árboles, tronco con tronco, rama con rama. Las raíces se entrelazaban y enredaban una con otra, y debajo de la tierra el bosque era igualmente denso. La luz del día era verde: no alcanzaba a disipar la oscuridad que se estancaba en los matorrales. La niebla y la bruma ceñían los troncos de los pinos y las encinas, y los hombres creían que ese vapor era la respiración de los árboles innumerables. Debajo de las piedras dormían las serpientes, y los hombres caminaban con miedo de avivarlas.

»En la noche apenas se distinguían las estrellas, semejantes a frutos luminosos escondidos en el follaje. Solo existía una ley: la de la garra y el colmillo. Se dice, pero nadie sabe si es verdad, que los hombres, parientes de los dragones, conocían el fuego, su amigo, y gracias al fuego podían vivir y defenderse de las fieras y la oscuridad, pero que ignoraban el arte de la siembra. Cazaban sin caballos ni halcones, auxiliados solo por los perros. Casi todos cazaban con hondas, piedras y palos. Sus insuficientes espadas eran torpes hojas de hierro, y las puntas de las flechas eran piedras afiladas, duras y quebradizas. Tenían miedo del oso, del jabalí y del lobo, y los ciervos se les escapaban como agua entre los dedos.

»Los lobos eran los príncipes del bosque. Su reina era una hembra, roja como una llamarada. Su aullido hacía que los ciervos corrieran en estampida y que los pájaros levantaran el vuelo. Al escucharla, los hombres se arrimaban al fuego y arrojaban a la hoguera toda la leña que tenían, mientras los perros metían el rabo entre las patas y se arrastraban con el vientre pegado al suelo. Era despiadada y astuta, y se dice que su fuerza era tal que hasta el oso y el jabalí, al percibir su olor, se refugiaban en sus madrigueras y no salían hasta que la Loba cobraba su pieza.

Tagaste se interrumpió para beber un sorbo de agua. Soledad lo miraba fijamente, con los labios entreabiertos. Asintió en silencio, apremiándolo a seguir. Tenía en la cara la expresión de vivo interés que aparecía en su rostro cuando estaba con sus animales. El eunuco siguió leyendo:

—Pero uno entre los hombres no la temía. Se llamaba Numa y era hermoso y valiente. Se dice, pero nadie sabe si es verdad, que la Loba lo vio un día, mientras Numa desollaba una liebre, y que se enamoró de sus manos, sus diestras manos de hombre, tan distintas de las garras de los lobos. Y que desde ese día se esforzó por conducir a las manadas de ciervos hacia las flechas de los hombres. Iba detrás de Numa, y los perros, al sentirla, dejaban de obedecer a su amo, trastornados, y regresaban a la aldea gimiendo de terror.

»Una tarde, cuando Numa iba solo por los senderos, la Loba le salió al paso. Los perros huyeron. Numa, al ver a la enorme fiera que lo miraba, sacó de su morral una piedra y la puso en la honda. La Loba avanzó y una ronca queja escapó de su hocico. Numa no pudo lanzar la piedra, hechizado por la extraña mansedumbre con la que la Loba avanzó hacia él, y luego por la ternura con la que el animal le lamió los pies.

»Numa dejó la aldea y la Loba roja abandonó a la manada. Y se dice, pero nadie sabe si es verdad, que la Loba se convirtió en una muchacha pelirroja y que Numa aprendió de ella el arte de la caza y el lenguaje de los animales. Que tuvieron muchos hijos, y que sus hijos gobernaron sobre hombres y lobos por igual.

Soledad asintió de nuevo y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Esa es, mi Soledad, la historia de tus ancestros. En ella hay magia, pues ¿cómo, si no, se convirtió la loba roja en mujer? No se trata de la magia de Alosna, es verdad. Es, quizás, una magia más antigua. Pero magia al fin.

Soledad apretó aún más las manos que tenía sobre las rodillas. Se destacaban los nudillos, blancos bajo la piel colorada y tensa. La muchacha las miró, se restregó los muslos, estudió la punta de sus botas. Alisó su túnica, se enderezó y el rubor le subió del cuello a la raíz del pelo. Entonces frunció el ceño.

—¿Te das cuenta de que esa historia es una mentira? ¿Crees, acaso, que soy como las esclavas que hacen girar la rueca junto al fuego? Nos llaman Lobos por nuestro valor. La magia no existe. Adiós, Tagaste, me voy a los establos.

—Espera —alcanzó a decir el eunuco. Soledad fingió que no lo había oído y Tagaste se quedó solo, con el pergamino sobre el regazo.

Desde ese día, el eunuco desistió de hacerle entender cuál era su origen. No le reveló la verdad sobre la muerte de su madre ni el parentesco que la unía con los magos. De ahí en adelante, se resignó a verla hacer la señal contra el mal de ojo y escupir como un arquero cada vez que se hablaba de magia.