capítulo veinticuatro

La curación de Alagrís

ura de Mongrún curó a Alagrís sobre una de las mesas de la cocina, con una destreza que sorprendió a Soledad, al Lobo, a Sagramor y a los esclavos que se amontonaron cerca del fuego para ver si el neblí se salvaba.

El señor de Mongrún sacó de su alforja algunos instrumentos de metal, frascos, agujas e hilos. Después de lavar los intestinos del ave con agua limpia, los devolvió a su lugar y cerró la herida con hilo negro y una aguja afiladísima. Las puntadas, más primorosas que las de las damas de la reina, cerraron el agujero grotesco que había hecho el pico de la garza. Sagramor, asombrado, observaba pegado al hombro del duque hasta que este le dio un codazo.

—Muévete, halconero. No me dejas trabajar —dijo con buen humor. Pero Sagramor, quien amaba a los halcones como a sus hijos, se apartó un momento y luego, como atraído por un imán, volvió a acercarse.

Fura le indicó a Sagramor que inmovilizara al halcón y calentó en el fuego unas barras de hierro con cabeza cuadrada. Cuando estuvieron rojas de tan calientes, las aplicó sobre la herida de forma que los labios de esta quedaron pegados por la quemadura. El halcón piaba lastimeramente, abría el pico y apretaba los párpados. Soledad se retorcía los dedos y lloraba.

Béogar tomó la mano sudorosa de la princesa y la apretó. Entonces Fura destapó un frasco lleno de un ungüento rojo y denso.

—Esto es sangre de drago. Es la resina de un árbol que tarda cien años en florecer y solo crece en las islas del sur, donde siempre hay sol —dijo mientras frotaba la herida con el ungüento. Sagramor suspiró, envidioso.

El halcón, tal vez vencido por el dolor, dejó caer la cabeza. Béogar soltó a Soledad y se acercó a ver si estaba vivo. Alagrís le picoteó el dedo y Béogar soltó una maldición:

—¡Bellaco! ¡Que los diablos se lo lleven! ¡Está vivo y fuerte! —gritó llevándose el dedo a la boca. Soledad rio y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Sagramor se inclinó ante Fura.

—Duque, no he visto nunca habilidad como la vuestra. Os ruego que, si mi señor el rey lo permite, me dejéis aprender de vos lo que pueda.

Fura asintió, con la mirada puesta sobre el vientre del halcón.

Lo vendó con el paño que Orri usaba para el queso, y que rasgó hasta hacerlo tiras. Alagrís, para sorpresa de Soledad, se dejó hacer sin aletear ni picarle, laxo y dócil, como si conociera de siempre al señor de Mongrún. Cuando Alagrís estuvo vendado, Fura le ofreció a Soledad una pelotita comprimida y dura, del tamaño de un garbanzo.

—Está hecha con semillas de mastuerzo, pez y hierba zaragatona. Haced que coma esta medicina. Metédsela en el pico. Tengo suficiente para diez días, y cuando me vaya de aquí os habré enseñado cómo hacerla vos misma. Tomad vuestro halcón y llevadlo a vuestras habitaciones. Tenedlo allí veintiún días, dadle de comer corazones de gallina picados, esta medicina, mucha agua, y ya veréis cómo se cura.

Soledad, ofuscada por una gratitud que no había sentido en la vida, contestó sin pensar:

—Señor, habrá que enseñarle a Sagramor cómo curarlo, pues yo me voy con vos como pedisteis anoche.

Calló, tan sorprendida por su repentina declaración como los demás. Sentía la cabeza ligera y una extraña expansión en el pecho. Se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿De alivio porque Alagrís estaba a salvo? ¿De miedo por haberse comprometido así, sin pensarlo?

Fura levantó la vista con el ceño fruncido y la mirada medio oculta por los párpados entrecerrados. Vio la cara de ella, la piel pálida, la respiración anhelante. La vio como era: agradecida, imperiosa, ingenua. Una tibia oleada de simpatía lo obligó a sonreír y se inclinó en una pequeña reverencia. La reacción de la hombruna hija del Lobo le recordó por un momento a su hijo Esparvel, muerto en una escaramuza contra los tungros. Si Esparvel viviera, sería de la misma edad que Soledad. Esparvel también amaba a sus halcones, y era tan orgulloso y taciturno como la hija del Lobo. Aguantó sin un gesto, como siempre, la familiar punzada de añoranza por el hijo muerto. Soledad, apurada, dijo con acento infantil:

—Os doy las gracias, duque. La vida de este halcón es preciosa para mí.

Fura rio. El Lobo, quien había sentido pena por la suerte del neblí, rio también y apoyó la mano en el hombro de su hija.

—Bien contestado, muchacha. Tagaste tenía razón al abogar por ti. Los argumentos que mejor entiendes son los del honor.

Le ciñó la cintura y le besó la cabeza. Soledad, asustada por su temeridad e incómoda por el abrazo, levantó al neblí, lo apretó contra su pecho y salió de la cocina con las mejillas ardorosas, sin volverse a mirar a su padre.

Es mi deber. Soy la hija del rey. Es mi deber. Es mi deber, se repetía, aturdida por la decisión fulminante que había tomado. Alagrís piaba como un polluelo. Soledad pasó el resto del día al lado de la canasta donde lo colocó, mirándolo como en un sueño y repasando las posibles consecuencias de su determinación, oscilando entre la euforia y el arrepentimiento.

Al día siguiente el Lobo llamó a Soledad para que estuviera presente en la audiencia. Todos se reunieron en el salón del consejo. El fuego ardía en la chimenea y los colores de los tapices, que mostraban escenas de guerra y caza, brillaban como recién tejidos. De la viga sobre el trono pendía la cabeza amojamada del tungro que el Lobo había traído de la guerra.

Soledad, con el corazón en la garganta, se sentó a los pies del trono y trató de disimular el temblor de las manos. Jara, vestida con lujo injustificable, apenas podía disimular el aburrimiento. Estaba sentada en un suntuoso escabel, cerca de su marido. Sansón, el sabueso, dormitaba cerca de los pies de su amo con la enorme cabeza apoyada sobre las patas.

La princesa se sorprendió al ver a su padre tan alegre. Después de todo, la pequeña comitiva había traído malas noticias. Pero los ojos del Lobo brillaban, y tenía la barba trenzada y recogida en un anillo de hierro. Llevaba puesta la corona de los Lobos, la ancestral diadema de oro labrado tachonada con esmeraldas y rubíes. Béogar, tan acicalado como se lo permitía el carácter, estaba sentado cerca de Fura de Mongrún. Meroveo y Zorro sostenían ante sí los escudos con las puntas hacia abajo, señal de malas noticias.

Fura pidió formalmente la presencia de Soledad en la embajada:

—Vuestra hija, majestad, será quien atestigüe que en esta encomienda nosotros no pactaremos con los magos si no se incluye en el trato la paz con vos y la destrucción de la bestia mágica que han arrojado sobre nosotros.

Béogar, quien miraba preocupado a Soledad, intervino:

—Majestad, ¿no sería mejor que fuera yo? Aunque ya se ha decidido que Soledad los acompañe, estoy inquieto. Pasé la noche en vela, pensando qué hacer. No sé si decidimos correctamente.

—Esto se acordó después de largas horas de debate —le interrumpió Senen—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿No confías en la princesa Soledad? ¿La juzgas niña y débil, mujer al fin? Tanto habló Tagaste de sus virtudes que hasta yo quedé convencido de que ya está en edad de servir al reino…

Béogar continuó como si no hubiera escuchado a Senen:

—Debemos recordar las historias que han llegado a esta corte en los últimos años. Yo supe de un campesino, un tal Demetrio. El hombre pudo escapar de Alosna, y contó a quien quiso escucharlo cómo los magos devoraron a los hombres que iban con él cuando cruzó el Paso del Mago. Tenía una cicatriz en el pecho, la marca de una herida que le hizo una bestia infernal, un ciervo mágico que mató a todos.

Tagaste palideció.

—Es verdad, señor —dijo—, esa historia yo la conozco bien; pero la había olvidado, pues sucedió hace años. Tal vez el mariscal Béogar tenga razón.

—Nadie desconfía de la sinceridad de Béogar, ni de Tagaste, ni dudo que sepan más que nadie de ciertos asuntos —intervino Soledad, inquieta—. Por eso su presencia es necesaria a tu lado, padre. Debo ir yo. Yo también lo he meditado. Además, quien debe la vida de su halcón al duque de Mongrún soy yo, y tú mismo dijiste que hay que atender las razones del honor.

Fura miró a la princesa y sonrió levemente.

Zorro y Meroveo hablaron también. La bestia mágica, dijeron, había quemado campos y cosechas. Pidieron al Lobo la dispensa del tributo. El Lobo accedió. Luego dijo:

—Mi hija, la primogénita, ha hablado. A falta de un heredero, será ella quien vaya. Sabed que su presencia en la embajada es prueba de mi amor, del sostén que mi corazón debe a sus nobles. Será como si una parte de mí estuviera con vosotros.

Soledad se puso de pie con brusquedad y besó la mano del Lobo.

—Iré a parlamentar con los magos, padre. Seré tus ojos y tu brazo allá donde hagan falta. Echaré mano de toda mi prudencia. No tengo miedo —dijo, con la mano del Lobo apretada contra su frente.

—Gracias por tu fidelidad, hija, Soledad —contestó el rey con una sonrisa.

—Loba, alteza; ese es el nombre que merezco —dijo la muchacha, pero al ver que el Lobo enrojecía y que Jara abría la boca para protestar, calló, ofuscada.

Tagaste, pálido, carraspeó:

—Señor —dijo—, yo no dudo de la honradez de vuestros nobles. Sin embargo, me atrevo a pedir que el barón Meroveo se quede aquí con nosotros mientras la princesa Soledad acompaña al duque de Mongrún y al conde de Álamos.

Meroveo, con el desprecio pintado en el rostro, miró a Tagaste.

—¿Desconfías, esclavo? ¿Qué sabes tú de la palabra empeñada por un soldado? ¡Ni siquiera eres un hombre completo!

Tagaste, palidísimo, le sostuvo la mirada: si se trataba de Soledad, era tan valiente como el más temerario de los capitanes. Con determinación, se encogió de hombros, alzó la barbilla y miró al Lobo. El rey lo contempló con gesto de perplejidad.

Soledad se dio cuenta de que esa mediación se debía a la charla que habían sostenido en lo alto de la torre. Ansiosa, escudriñó a Béogar, instándolo a intervenir. El viejo soldado comprendió que entre la muchacha y el eunuco había un pacto y se interpuso entre Meroveo y Tagaste.

—Tagaste solo nos ha recordado el viejo proceder de esta corte. ¿Acaso el barón duda de la benevolencia del Lobo, quien apenas hace un momento le ha concedido la dispensa del tributo? —preguntó secamente. Meroveo enrojeció.

—No. Lejos de mí dudar de mi señor el rey. Me quedaré y honraré mi palabra. Tú —dijo dirigiéndose a Tagaste—, no te metas si tu rey no te lo pide. No eres nadie.

Entonces se oyó la voz serena de Fura:

—Basta, Meroveo. Deja que hable. Es el maestresala de nuestro señor el rey. Habla, esclavo, no temas.

Tagaste se inclinó en una profunda reverencia y logró hablar sin que le temblara demasiado la voz, de por sí aguda y pedregosa. Se dominó y los convenció. Él era un eunuco, pero a pesar de los prejuicios de Meroveo, era también mil veces más inteligente que ningún guerrero de Moriana.

Logró que el Lobo enviara un pequeño ejército a Álamos, el condado del Zorro, pues allí se había visto por última vez al dragón. Béogar admitió la decisión con cautela, pues temía por los soldados, pero no hubo forma de disuadir ni al Lobo ni a Tagaste.

El agradecimiento del Zorro selló la orden y Béogar tuvo que resignarse. Soledad y Senen, en cambio, no temían. Sospechaban que los incendios eran obra de los tungros. Un ejército del Lobo, mejor preparado que los pequeños destacamentos del Zorro, podría hacerles frente y destruirlos. Las espadas, se decían, acabarían con los incendiarios.

Al regresar a sus habitaciones después de la audiencia, Soledad encontró a Lirio mirando con curiosidad la cesta donde descansaba Alagrís. Cuando su hermana entró, Lirio la abrazó, impaciente y parlanchina:

—Tu halcón parece un niño en pañales, envuelto así. ¿Es cierto que se le salieron las tripas? ¡Cuéntame!

—Vete a tus habitaciones. Quiero estar en silencio —contestó Soledad, y se dejó caer en la cama, repentinamente fatigada.

—Dime —continuó Lirio—, ¿alguno de esos nobles ha venido a pedir mi mano?

Soledad se incorporó y, con la boca abierta, miró a su hermana.

—¿Qué dices? ¡Han venido porque los tungros y los magos de Alosna amenazan el reino! Se dice, incluso, que han logrado que el Drin hierva como la sopa en la cazuela…

—Eso no es posible, Soledad. Y si fuera verdad, ¿qué podría hacer yo, una mujer? —contestó Lirio con una risita. Ensayó un paso de baile y levantó un pie regordete enfundado en una chinela de seda amarilla.

—Eres una niña, no una mujer. Yo iré con ellos a ver qué se puede hacer. A Alosna —contestó Soledad con una voz sin inflexiones.

Lirio se acercó, le besó la cabeza y le olisqueó el pelo.

—Si quieres que el conde se fije en ti, debes oler como una mujer, no como un soldado. Ven y te peino con esencia de romero. Apestas como un esclavo, a bosta de caballo y a la carne que le das a Alagrís. Mi madre dice que debes cambiar para tener marido.

Soledad la apartó con impaciencia.

—¿Qué puedo hacer para que tu madre mantenga sus blancas manos fuera de mis asuntos? ¡No quiero casarme con nadie! Ningún hombre querría casarse conmigo, además, aunque me peinaras con hilos de oro y me perfumaras como a una ramera. Nunca abandonaré a mi padre ni a Béogar. Aquí me haré vieja.

—Para mí eres hermosa, Soledad —contestó Lirio con un puchero—, hermosa pero grosera como un soldado. Eres cruel conmigo, y yo solo deseo tu bien. Pero aun así te quiero.

Comenzó a llorar hasta que Soledad la sentó sobre sus rodillas, le besó la punta de la nariz y le prometió que se dejaría peinar.

Al día siguiente, la princesa, sin permitir que nadie la ayudara, lavó con arena y vinagre la armadura que había sido del Lobo cuando era niño hasta que la coraza brilló como si estuviera hecha de plata. Revisó los tirantes de su escudo, un liviano redondel de madera reforzado con una lámina pintada de azul. Béogar le consiguió un coleto. Él mismo la cubrió con la cota de malla más ligera que pudo encontrar y abrochó las correas del peto, asombrado de que la breve cintura de Soledad fuera de la misma medida que la del Lobo cuando este tenía apenas trece años. Soledad sintió el metal que le cubría el corazón y lo tanteó con incredulidad. Ella misma se puso las grebas y caminó lentamente, abrumada por el peso de la armadura.

—Ven y quédate quieta —dijo Béogar con el yelmo juvenil del rey en las manos.

Soledad se acercó. Béogar, con involuntaria solemnidad, le colocó el yelmo sobre la cabeza y levantó la visera.

Soledad sintió que se ahogaba. El interior del yelmo olía a sudor y a moho. Estaba acolchado con almohadillas de fieltro rellenas de paja. El peso la atosigaba.

Béogar parpadeó:

—Eres idéntica a tu padre. Es verdad que debería haberte llamado Loba.

No había vuelta atrás. Soledad se quitó el casco, lo colocó en el suelo y abrazó al mariscal.

—Yo sería tu escudero si no fuera un viejo, niña —susurró Béogar—. Te he traído un regalo: la espada más vieja que hay en este reino. Es Mirals, la espada de los Lobos, aunque los reyes no la usan desde hace siglos. La espada de tu padre fue forjada para la coronación, y Dogoero, tu abuelo, tuvo muchas, todas con el pomo tachonado de esmeraldas. Mirals es simple, vieja y leal. Cuídala, porque a ella se debe el reino.

Béogar sacó de una bolsa una espada enfundada, la desenvainó y la puso en la mano de Soledad. Mirals era más corta y delgada que la espada del Lobo, y en lugar del pomo recamado con piedras preciosas tenía una simple tira de piel atada alrededor de la empuñadura. Sobre la hoja había un taraceado de nácar que representaba una manada de lobos coronados con guirnaldas de acebo. Parecían correr sobre la hoja.

—Es hermosa. ¿Quién la forjó? Nunca vi nada parecido.

Béogar se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Es viejísima, de la época de Numa. Mira los lobos, con sus coronas de ramas. Cuando la mueves parece que van sobre el filo. Y es un filo agudo. Yo mismo la afiné con la piedra de amolar.

Soledad la sopesó y probó el filo con el dedo. Una línea roja se dibujó en la yema y una gota de sangre asomó a la piel de la muchacha. Soledad, con una exclamación, se llevó el dedo a la boca.

—Ya es hora de que dejes tus armas de niña —rio Béogar—. Mirals ha estado en incontables batallas. Esos lobos de nácar están cebados con la sangre de los enemigos de Moriana.

Soledad sintió que el pulso se le aceleraba: Mirals había derramado sangre de hombres; Soledad, jamás. Matar, pensó, hombres como ciervos en el bosque. ¿Podría? En las fantasías que se había hecho sobre la guerra, casi nunca había pensado en el acto de matar. Se tranquilizó pensando que en el campo de batalla los ánimos cambiaban, y que a los novatos no les quedaba más remedio que hacer lo necesario para sobrevivir. Lo había oído incontables veces. Eso lo sabían todos en Bento.

Béogar la miraba fijamente.

—¿Te gusta? —preguntó.

Soledad asintió, envainó la espada en su vieja funda y se la colgó del cinto.

En la noche se la mostró a Edurne, quien miró el arma con repugnancia.

—Quita, que me da miedo. ¿Recuerdas la nana aquella que te cantaba cuando eras niña? Bebe, mi caballo, bebe…

… Dios te me libre del mal, / de los peligros del mundo / y de las aguas del mar —entonó Soledad con su voz un poco grave—. La recuerdo. ¿Por qué?

—Porque tiene más versos. Tiene unos que nunca quise cantarte: Oh, mi espada, espada mía, / de rico oro y buen metal. / Si de muchas me libraste, / hoy no me quieras faltar, / que si de esta me libraras, / te vuelvo a sobredorar…

—¿Por qué no me los enseñaste? ¡Son muy hermosos! Repítelos.

Edurne negó con la cabeza.

—Porque me parecía de mal agüero cantarle eso a una cría. Luego, cuando vi cómo te aprendiste los versos del caballo, me alegré de no haberte enseñado los de la espada. Pensé que podrías hacerte aficionada a las armas. De nada me sirvió, hermosa mía, pues te vas con el peto sobre tu pecho de niña… —contestó la nodriza, y se echó a llorar.

Sagramor y Tagaste le prometieron que velarían por Alagrís. Tagaste estaba preocupado: la historia recordada, la que contó Demetrio por todo el reino, le hacía temer. Al anochecer fue por Soledad para hablar en lo alto de la torre.

—Si te sucediera algo malo, me moriría de pena antes de que los hombres de tu padre me llevaran a la horca —le dijo.

—No pasará nada. Además, me fío del señor de Mongrún —contestó Soledad—. Es como Béogar, un soldado. Te lo repito: no creo en la existencia del dragón, ni en la magia. Esto es la guerra. Como siempre, es la guerra.

—Guerra o magia, tanto tu padre como yo deseamos que haya hombres de nuestra confianza cerca de ti. Nap y Tibot serán parte de tu séquito.

—¿Nap? ¿Por qué Nap? No siente aprecio por mí, solo por mi padre. Es malencarado y detesta la caza. ¿Tú lo elegiste?

—Lo eligió tu padre. ¿Qué importa si le gusta la caza o no? Nap no es un cortesano, es el mejor arquero que hay en Bento. Por eso irá contigo, para que regreses viva. No vas a una fiesta, Soledad. Además, irá Tibot. ¿No te alegra?

Soledad asintió.

—Tibot es gentil y amable. Tienes razón: son buenos soldados. Eso es todo lo que necesito, porque el resto es puro engaño. Dragones… Dime la verdad: ¿tú crees esas consejas de ignorantes?

—Sí —contestó Tagaste simplemente.

—Nunca hemos visto un dragón, ni sus rastros —replicó Soledad.

—Hay muchas cosas en las que creo y que jamás he visto. El amor, el odio, el honor. El amor no se ve como vemos las cosas que proyectan sombra y, sin embargo, existe. El honor también.

Soledad se encogió de hombros y bajó la vista con una sonrisa sardónica.

—¿Sabes cómo es Alosna? —preguntó.

—Llegué aquí y luego viví en Mirtila, donde aprendí a leer y a creer en la magia. Regresé para convertir la muralla de Bento en la frontera de mi existencia. Nunca he ido a Alosna. He visto los dragones en los libros, en los estandartes, en los tapices. Lo que sé del país de los magos lo saben todos. Allá no hay esclavos, solo magos y animales prodigiosos…

Soledad lo miró en silencio. Después de un momento, preguntó cautelosamente:

—¿Es verdad que no hay esclavos? ¿Y quién ara los campos, mueve la noria y baja a la mina? Es una aberración. Unos hombres están hechos para mandar, como mi padre; otros están hechos para obedecer. O aconsejar a su rey, como tú.

Tagaste entrecerró los ojos.

—¿Sabes cuánto cuesta un esclavo en Moriana? —preguntó.

—Dos bueyes si es hombre y está sano —contestó Soledad frunciendo el ceño—. Cinco cerdos si es mujer. ¿Acaso no lo sabes?

—Recuerda, Soledad, que en este reino la mujer libre que tenga amores con un esclavo puede ser acusada de tener comercio con animales. ¡Animales! No protesto en mi nombre. Nunca nadie me ha visto con deseo: mi panza y mi voz declaran mi condición. En Mirtila vi que hay muchos como yo, aunque soy, quizás, el único en Moriana. Cuando los hombres de Cicuta segaron mi hombría, también segaron parte de mi vida. No me quejo, vivo aquí cerca de ti y del rey, pero no soy un animal.

Soledad lo miró con asombro.

—Yo amo a mi halcón, que es un animal, tú mismo lo dijiste. Y te amo más a ti. Como a un hermano, aunque seas mi esclavo. No sé por qué protestas.

Tagaste sintió que una oleada de devoción lo cubría como una vaharada tibia. Soledad, la hija de Genoveva, lo amaba. Aturdido, sintió que la discreción y las precauciones se le disolvían en un impulso de ternura:

—Sol, sol de mi vida, ¿has pensado que tú, heredera de sangre real, podrías también ser convertida en una esclava si tu padre, los dioses no quieran, perdiera algún día la guerra?

Soledad comenzó a reír, sin ironía ni malicia. Rio hasta que se le saltaron las lágrimas y siguió riendo hasta que tuvo que apoyarse en el muro para no caer.

—¿Acaso no ves dónde estamos? En el castillo del Lobo, hijo de Dogoero. Mi padre no pierde las guerras. Además, primero muerta que esclava… —y rio un poco más.

—Antes, los sabios que conocían bien la vida de los hombres se encargaban de advertir a los reyes que una frente coronada podía terminar con la señal de la esclavitud sobre el hombro.

—Antes, tú lo has dicho. Antes de que naciera mi padre —replicó la muchacha con inocencia.

Tagaste detuvo la respuesta que ya se deslizaba por su lengua. Un escalofrío le recorrió la espalda y el vello de la nuca se le erizó. El amor le dulcificó la voz:

—Es verdad, mi Sol. Lo decían antes de que naciera tu padre. Tienes razón: tengo comida, el traje de seda roja con el ceñidor verde y los óleos perfumados que traen los mercaderes. Estoy a salvo de los bárbaros que saquean las aldeas y jamás iré a la guerra. No sé por qué hablé así.

Soledad le sonrió y le tendió la mano. El eunuco la tomó, sintiendo bajo sus dedos suaves y blandos la palma callosa de la princesa.

—Señora, dueña mía, permíteme besar tu mano.

Soledad asintió porque no supo qué otra cosa podía hacer. Los labios de Tagaste se posaron sobre el dorso de su mano en un gesto formal. Abochornada, la retiró. El eunuco se irguió y recobró la compostura flemática de siempre.

—Yo cuidaré de tu halcón, Soledad. Te estaré esperando.

Soledad se apartó, sofocada por tanta efusión. En las últimas horas había sido besada por Tagaste, por Lirio, por Béogar y hasta por el rey.

Les temía más a las lágrimas y a las ternezas que al bramido del jabalí. Estaba exhausta. Se dio la vuelta y fingiendo un entusiasmo que estaba lejos de sentir, pero que le permitía escapar sin más confidencias ni besos, corrió escaleras abajo.