capítulo veintitrés
La cara en el agua
legaron a buscarlo sin aviso. Si hubo signos que advirtieran de que esa noche sería la del reencuentro, Cuervo no supo leerlos. Una parte de él había perdido la capacidad de calcular el tiempo: ya no recordaba si llevaba semanas o meses en el bosque, alejado de todos, uncido a un ritmo que no era el de los hombres, marcado únicamente por el sol, el frío y la noche.
Dormía en la cueva, sumido en el sueño leve de los animales. El cuervo descansaba cerca de él con la cabeza bajo el ala. El crujido de la nieve bajo un pie lo despertó y se incorporó, alerta a pesar de la fatiga.
Los magos se acercaban a la boca de la cueva, nimbados por un débil resplandor que les mostraba el camino. Munin venía al frente, con la cabeza descubierta. A pesar de que los otros traían las capuchas echadas y las manos ocultas por las mangas, los reconoció: eran los que habían decidido su castigo. Se apresuró a arrodillarse para saludarlos. Sentía que los esperaba desde hacía mucho tiempo, y la sorpresa era solo porque llegaban de noche.
Cuando los tuvo enfrente, puso la frente en el suelo. Entonces sintió, sobre la capa raída que le protegía la espalda, el peso tibio de una manta. Había olvidado lo placentero que era el cobijo de una gruesa manta sobre el cuerpo. O no lo había sabido hasta ahora, después de tanto tiempo de andar muerto de frío por el bosque, ajeno a los objetos hechos por las manos de los otros. Su capa se había deshilachado poco a poco hasta convertirse en un harapo gastado que apenas lo abrigaba.
Munin le puso las manos sobre la cabeza y le acarició la pelusa corta y suave que la cubría, el pelo que le había crecido durante el castigo. Era blanco en las sienes. Vio el bozo en sus mejillas y las arrugas en las comisuras de los labios. Sintió cómo la piedad le encogía el corazón.
—Ya es hora. Ven con nosotros.
Al escucharlo, Cuervo supo que había sido perdonado.
Se puso en pie y abrazó a su padre, conteniendo el sollozo que le subía del pecho a la garganta. Munin olía a humo, el inequívoco aroma de los humanos. Cuervo lo notó más frágil, más delgado que la última vez que estuvieron juntos. La preocupación había dibujado un surco oscuro entre sus cejas hirsutas y había una sombra bajo sus ojos. Era por él, era su culpa. Sintió una punzada en la garganta y apoyó la frente en el hombro de su padre.
Erec miró al cuervo, que, insolente, observaba la escena encaramado sobre una roca. Sonrió y le tendió la mano. El cuervo, con un graznido, voló y se posó en la muñeca del viejo mago. Erec le preguntó:
—¿Así que hay que perdonarlo?
El cuervo graznó de nuevo. Erec rio y ordenó:
—Vamos de regreso. Cuervo, hoy dormirás en casa de Munin y mañana asistirás al consejo de los mayores. Hemos visto muchas cosas en los espejos de agua, y hay visiones que no sabemos cómo interpretar. También hemos examinado el vuelo de las aves, el fuego y el rodar de los dados adivinos, y hemos consultado nuestros sueños. Todo nos habla de ti. Por eso hemos venido ahora, porque en el brasero del templo las cenizas nos indicaron que era el momento preciso: debíamos traerte de regreso a vivir entre nosotros. Tú nos señalarás el camino en los días que vienen.
Cuervo se separó de su padre y asintió. Erec, Espinela, Senlac, Gan y Nit lo miraron con gesto sombrío. La gravedad de las palabras de Erec confirmó lo que Cuervo había sentido en los últimos días. Una fuerza desconocida, algo relacionado con el dragón y al mismo tiempo distinto, ajeno a ellos, se movía lenta e inexorablemente… ¿hacia Alosna? ¿Desde Alosna?
Le alivió comprender que lo sabía. Lo había presentido en la agitación del agua, en el aire, en las voces de los animales, en el desasosiego inmóvil de los árboles. Lo había presagiado sin los dados, los sueños de las amargas pócimas o las llamas en los braseros del templo.
Tuvo miedo. Los siguió tan sigiloso como ellos, con el cuervo posado, como siempre, en su hombro derecho. Solo alguna lechuza y los murciélagos que surcaban la oscuridad hacían ruido. Al ver las luces de la aldea se dio cuenta de que no la recordaba así, brillante, reluciente en la noche como una nube de fuegos fatuos. Pasmados, los aldeanos lo contemplaron sin acercarse.
Los meses vividos a solas en el bosque le habían aguzado los sentidos. Cada sonido —el mugir apagado de un ternero, el llanto de un niño o la risita contenida de una mujer— resonaba en sus oídos como un trueno que estallara cerca de su cabeza. Había gente extraña, además. Estos exhalaban el olor agrio y triste del miedo, el tufo de un cansancio sin remedio.
Aquellos forasteros eran distintos de la gente de Nebral, no solo por el color de la piel, sino también por el terror dibujado en sus caras.
Cuando entró en la choza de su padre y aspiró el aire saturado de humo, sintió que se ahogaba y se tapó la cabeza con las manos, como si el techo le fuese a caer encima. El cuervo, tranquilamente, saltó de su hombro a la mesa.
Val lo abrazó dándole la bienvenida y acarició el bozo que le cubría las mejillas, las canas en sus sienes.
—Te hiciste un hombre allá en el bosque. Y tienes canas. Un hombre. Un hombre —repitió incrédula.
Le puso un cuenco lleno de gachas calientes en las manos. Y aunque Cuervo agradeció el calor del barro y el olor de la avena cocida, no pudo comerlo todo. Val insistió, pero fue inútil.
—No puedo, ya no puedo —dijo Cuervo, con el cuenco en el regazo. El cuervo revoloteó y se posó en el telar.
Su madre le dio la ropa que había tejido y cosido para la ceremonia con la que terminaría su noviciado: una capa de lana gruesa, calzas, una camisa de lino, una túnica. Munin le entregó unas botas y un peine de hueso. Cuervo añadió la capa nueva a la que ya lo envolvía y comenzó a cabecear. Nit, Gan, Senlac, Erec y Espinela salieron de la casa.
Val y Munin calentaron agua en las ollas, le arrojaron puñados de sal, raíz seca de asfódelo, hojas de caléndula, vinagre y aceite de almendras. Un vapor oloroso a hierbas saturó el aire. Cuervo, exhausto, los miraba sin preguntar nada. Munin y Val llenaron la cuba con el agua caliente y la acercaron al fuego. Entonces Val se dirigió a la puerta. Antes de salir dijo:
—Ya eres un hombre. Será tu padre quien te ayude a bañarte.
Salió y cerró la puerta tras ella. Entorpecido por el cansancio, Cuervo se desnudó. Munin lo ayudó a entrar en la cuba y Cuervo se acuclilló mansamente, aunque el agua le escaldaba la piel. Munin, con gestos, le pidió que extendiera la mano mala para lavarla con lentitud y cuidado. Cuervo cerró los ojos y se dejó hacer. Munin suspiró al ver la mano destruida, el índice como un garfio, el anular mutilado. Revisó los arañazos en las pantorrillas, los huesos salientes, la frente arrugada. Las costillas de su hijo parecían el armazón de un cesto de mimbre, sus vértebras una hilera de guijarros. Munin mojó el trapo en aceite y frotó suavemente los talones encallecidos, las rodillas, la nuca delgadísima, los hombros lastimosos.
Cuando Munin comenzó a lavarle la espalda, Cuervo apoyó la cabeza en el hombro de su padre y se puso a llorar. Munin le limpió las lágrimas con las manos mojadas y el llanto de Cuervo se mezcló con el agua perfumada. Lloró y lloró hasta que el agua se enfrió. Siguió llorando sin sollozos, casi dormido, mientras Munin añadía a la cuba el agua caliente de una olla. Cuervo lloraba y Munin sonreía, le enjugaba las mejillas e, incansable, le frotaba la piel con el trapo humedecido.
Poco a poco, el calor del agua le destensó los músculos y lo hundió en el sueño. Su padre lo levantó —y Munin sintió una dolorosa punzada en el pecho al comprobar que su hijo había enflaquecido tanto que era como alzar a un niño—, lo acomodó sobre un banco y lo secó. Entonces lo cubrió con una túnica vieja y gruesa, lo tendió sobre el jergón, abrió la puerta y llamó a su mujer.
En los vívidos sueños que tuvo esa noche, Cuervo no solo entendió que se había revocado su castigo; también supo que su pecado, él mismo y la lucha que se avecinaba formaban parte de algo que lo abarcaba todo: a Moriana y Alosna, a los magos y a sus enemigos. Al despertar, sin embargo, lo olvidó.
El alba lo encontró alerta, esperando con impaciencia la luz y el canto del gallo para ir al templo y asomarse al espejo de agua. El cuervo dormía con la cabeza bajo el ala. Val dormía también. Cuervo salió sin hacer ruido.
Cuando la olla fue destapada, Gan lo instó a asomarse y ver el rostro que ellos, sin lograr entender de quién se trataba, habían visto aparecer con frecuencia. Cuervo se sorprendió, pues la cara era la de una muchacha. Carilarga y ceñuda, con párpados gruesos que le daban un aire soñoliento y triste, la muchacha parecía mirarlos. Detrás de ella se alzaba una cortina de fuego que nimbaba con un halo escarlata su pelo, rojo también. El fuego, lo supo al verlo, era el aliento del dragón. Había despertado. Quiso llorar, pero logró serenarse.
—Despertó —afirmó. Su voz sonó aguda.
—Eso creemos. Hemos visto incendios y muerte. No sabemos si está ocurriendo o si esas llamas pertenecen al futuro, pero esa gente que viste anoche llegó hace días huyendo del fuego. No trajeron consigo más que a sus perros y la ropa con la que están vestidos. No saben si el fuego era del dragón o de la guerra, pero prefirieron bajar por los barrancos y cruzar el río, aunque todavía no está congelado. Tienen hambre y no saben si podrán regresar.
—Hay suficiente para todos, aunque sea poco —dijo Senlac—, pero jamás habían cruzado tantos desde Moriana para venir aquí.
—Tú que lo llamaste, dinos quién es esta mujer —le ordenó su padre.
Pero Cuervo no lo sabía.
Si el dragón había matado, entonces los magos tenían razón: el Lobo y él no eran tan distintos. El horror le secó la boca.
—No sé, padres míos. En las noches de mi exilio nunca soñé con ella —contestó.
—Sospechamos que es la hija que el Lobo tuvo con Genoveva, a quien tanto quisimos. Hace años, cuando Tórtola fue quemado en la hoguera, juramos que el Lobo no tendría un heredero varón que le sucediera, porque entonces correríamos un gran peligro. Pero ahora vemos a esta virago cubierta con la armadura y la espada en la mano, y tememos que nuestra magia no haya sido suficiente —dijo Erec con pesadumbre.
—La hemos visto y se comporta en todo como un hombre. No sabemos cómo es su corazón, pero, ay, es hija del Lobo —se lamentó Nit.
—Cuervo —preguntó Senlac—, en los días de tu destierro, ¿viste al Unicornio?
Cuervo negó con la cabeza y rio con amargura.
—Lo intenté. Recorrí el bosque entero, lo busqué para que me purificara aunque sé que corría peligro de muerte, pues mi alma es indigna. Pero quería estar limpio de nuevo —contestó.
Los magos se miraron entre sí. Entonces Gan dijo:
—El Unicornio, a pesar de que lo hemos llamado, no ha venido a nosotros y no sabemos qué hacer. Solo su deseo soberano puede traerlo a Nebral. Hemos dejado ofrendas de miel y leche, pero no ha acudido. Estamos solos. Nit soñó que la mujer que vimos en el agua vendrá por la senda de Peña Verde. No sabemos cuándo, pero creemos que será antes de que la nieve cierre los senderos. Tú serás el encargado de enfrentarla.
—Entre todos te protegeremos con encantamientos y conservarás tus poderes aunque entres en Moriana —añadió Munin—. Te daremos, además, poderes para curar. Tal vez te resulte doloroso, pues tu mano está rota y cuando cures a alguien sufrirás. Eres un novicio todavía y es una tarea difícil, pero tienes que ser tú quien libre esta batalla.
—¿Quién lo dispuso? —preguntó Cuervo.
—Lo que los hombres llaman el destino… —contestó Erec—. Son fuerzas con las que no se comercia, ante las cuales la magia y la vida se inclinan. Debes ser tú. Así lo leímos en el fuego y el agua. ¿Irás?
Cuervo asintió.