capítulo cincuenta y ocho

El dragón se arroja sobre Bento

os temores del dragón se cumplieron: por primera vez en su dilatadísima existencia, sintió una herida que creyó mortal. No fue como el dolor que lo crispó al despertar, ni como los padecimientos de juventud, cuando las zarpas de los rivales le abrían surcos de los que manaban lumbre y mercurio. Este dolor fue un rayo que sintió bajo la coraza, como si hubiera salido de su propio corazón y contra su corazón se hubiera vuelto.

Resultó tan terrible que lo obligó a plegar las alas. Cayó girando como un torbellino de escamas y oro que brilló bajo el sol. Por poco murió ahí mismo, pues solo pudo recuperarse cuando ya su cuerpo tocaba el agua del Drin, ese río innoble en el que acostumbraba chapalear su enemigo el Unicornio. ¿No había ya escupido sobre el río, meado y vomitado el fuego de su vientre? El agua había cambiado de color entonces, y se había alzado en torbellinos y borrascas pestilentes. ¿No se habían elevado ya las nieblas de vapor sulfúrico de las ondas, y las manadas y los hombres habían retrocedido ante los vahos?

Odiaba el agua porque el agua podía apagarlo. La espuma lo salpicó y su piel —esa piel que ninguna espada podía abrir— se cubrió de úlceras. Rugió y una llamarada vitriólica disipó las nubes con un chasquido. Sabía que iba a morir, porque los dragones eran mortales, pero vivía como todos los hombres y los dragones: creyendo que creía en la muerte, pero viviendo como si fuera inmortal.

Los hombres lo llamaban el Hijo del Tiempo por su edad incalculable, pero él sabía que el tiempo borra todo.

Después de mucho pensar, concluyó que ella se había acercado a su enemigo y lo había tocado: ese contacto lo había herido con este dolor desconocido y terrible. No la había encontrado a pesar de la presteza de sus alas. Experimentaba una especie de ceguera que le impedía verla y lo obligaba a surcar el cielo de Moriana de un lado a otro. Percibía debajo de su cuerpo una espesa red de encantamientos de protección. No entendía por qué cubrían Moriana, pues eran encantamientos de Alosna. Tengri, más mágico él mismo que cualquier conjuro, se daba cuenta de que la defensa de Moriana venía de sus enemigos y que había una historia, un pormenor que se le escapaba.

Miró hacia abajo y distinguió su sombra descomunal sobre la nieve. Un ejército se arrastraba por la blancura. El dragón lo miró con indiferencia, a pesar de que inmediatamente supo quiénes eran esos guerreros que sacudían sus lanzas, le tendían las manos, se arrojaban al suelo en lugar de huir y lo llamaban con voces de desamparo como hijos perdidos.

—¡Tengri! ¡No nos abandones! —gritaban.

Pero él no tenía deseos ni fuerzas para acompañarlos. Todo lo que ellos hacían terminaría en la muerte. Aunque triunfaran, morirían. Como los animales, los árboles, las montañas: todo acabaría por desaparecer. El final era ya lo único en lo que pensaba. Abrió el hocico y silbó: la nieve se alzó en remolinos que velaron el bosque y los tungros se detuvieron, excepto uno que cabalgaba solo a lomos de un caballo gris.

El dragón aleteó con furia. A lo lejos distinguió un monte y, sobre él, un castillo que parecía un montón de peñascos nevados, una torre chata y sin gracia, un foso lleno de hielo que en verano, seguramente, se convertía en lodazal.

Soledad, mi soledad, pensó. Ya nos veremos muy pronto, se dijo. Es hora de acabar con esta soledad.

Cerró los ojos felinos, aspiró el aire frío y trató de sentir la magia de Alosna. Un adelgazamiento se abrió bajo su cuerpo y percibió un cambio placentero: sobre el castillo, la red de encantamientos se atenuaba y el dragón podía ejercer su magia sin cortapisas. Allí no había protección.

Senen había comenzado a enloquecer de miedo. Sus espías habían regresado tarde y sin lengua. Como llegaron disfrazados de campesinos, los labriegos les habían dado asilo. Fingieron que eran víctimas de Aybar y, hasta cierto punto, lo eran; por eso los admitieron dentro de Bento. Aunque mudos, habían logrado que el consejero entendiera que Aybar y Húbilai no deseaban pactar con él y que le tenían deparado un trato especial. Vaciaron la talega de gemas sobre la mesa y lo miraron.

—¿No las quisieron? —preguntó Senen, pálido.

Los espías negaron con la cabeza. Senen pasó las manos temblorosas sobre el montón de piedras preciosas:

—¿Vosotros cogisteis alguna gema como pago?

Los espías se encogieron de hombros y abrieron la boca. Le enseñaron el muñón donde estuvo la lengua y acumularon guijarros para indicarle el número de tungros.

—¿Visteis a Húbilai?

Los espías asintieron vigorosamente y uno movió los dedos alrededor de su muñeca, simulando un brazalete. El otro señaló el gesto y se inclinó sobre Senen para tocarle el cuello. Senen comprendió. Se levantó bruscamente de la mesa y, sin recoger los diamantes y esmeraldas que rodaron al suelo, corrió a la letrina apretándose el vientre con las dos manos. Desde ese día, a Senen le dio por estorbar a los centinelas que cuidaban la muralla. Dormía allí y se paseaba sin descanso de un extremo a otro, gastando las suelas de las botas en caminatas interminables. Ni siquiera intentaba ser admitido cerca del rey, pues el Lobo, asqueado por el tufo a miedo que exhalaba, le había prohibido, sin decirlo, entrar en la sala del consejo.

El dragón llegó al atardecer. Senen fue el primero en verlo. Al principio no comprendió qué era aquello que había oscurecido la luz del crepúsculo. Vio un barco negro en el cielo, cuyas velas, semejantes a alas de murciélago, batían el aire. La cabeza del dragón remataba con donaire el cuello, en el que los músculos se entreveraban en alta curva. Algo de caballo y de serpiente tenía esa cabeza escamosa, alargada y fina, pero ni los caballos ni las serpientes tenían hocicos que brillaran con esa incandescencia que hacía palidecer la luz roja del sol poniente. El vientre era dorado.

El mundo guardó silencio. Solo se oían el resuello gigantesco del dragón —un soplar como el de un fuelle monstruoso— y el viento que, impulsado por las alas, rompía las ramas desnudas de los árboles y levantaba remolinos de nieve. Aun en su vejez, era más poderoso que cualquier ejército. Los soldados que vivían al pie de las murallas, aquellos que habían llegado al final y que tenían permiso para ocupar las chozas de los aldeanos, se cubrieron la cabeza mientras daban alaridos. El viento del dragón arrancó las lanzas clavadas en la nieve, los pendones, la paja de los techos. Hizo volar a los perros y los gatos, las inmundicias de las letrinas, los carbones de las hogueras, las mantas, las vituallas.

El dragón respiró aceleradamente: había descubierto que esa era la forma de calentarse, de evitar que la vejez que lo enfriaba le entumeciera los huesos. Ante él, lo sabía, estaba la madriguera donde había nacido ella.

Senen quiso gritar, pero nada salió de su boca. El aire caliente, oloroso a azufre, le revolvió el pelo y le sacó lágrimas de los ojos. Uno de los vigías dio la voz de alarma y tocó a rebato la campana mientras el otro soplaba el cuerno, pero el consejero apenas si oyó un eco distante, absorto en la contemplación de la belleza malévola de aquello que venía a quemarlos a todos.

Cuando logró apartar la mirada, descubrió que no podía dar un paso. Cayó de rodillas y se pegó al muro tapándose la cabeza con las manos. Un hilo de bilis le salió de la boca y le mojó la túnica. El Lobo salió a la explanada, seguido por una veintena de soldados. Tagaste estaba entre ellos, con Alagrís sobre el brazo izquierdo.

El Lobo levantó la espada. El dragón escupió una llamarada roja, orlada por humo negro y espeso. La gente de Bento salió al recinto detrás de su rey.

El dragón miró a los hombres. Minúsculos. Distinguió el pelo rojo del rey y advirtió que era semejante al de Soledad. Se dejó caer para estudiarlo de cerca. Las patas traseras asieron el borde del cerco amurallado: metió cada uno de sus cuatro dedos, largos y gruesos como el muslo de un hombre, armados con uñas curvas de metal reluciente, entre las almenas y los merlones. La muralla se resquebrajó.

Senen sintió la sacudida de las piedras y vio las fisuras que comenzaban a extenderse. El aire reverberaba. Miró las garras: el filo estaba gastado y roto en algunas partes. Las escamas de la piel del dragón eran hexagonales y del tamaño de una mano. El consejero sintió cómo las piedras de la muralla se calentaban, y el sudor le corrió por la frente y los sobacos.

La cola del dragón barrió la nieve. Una nube de vapor espeso se elevó de la base de la muralla y un olor acre subió hasta los adarves. La cabeza se inclinó y el hocico quedó suspendido sobre los hombres. Entonces, una voz enorme, grave y chirriante como el crepitar de un incendio, preguntó:

—¿Dónde está mi Soledad?

Alagrís graznó con furia y los ladridos de todos y cada uno de los perros de Bento inundaron el aire. Los animales de los establos y corrales aullaron, mugieron, relincharon, balaron. El estrépito era ensordecedor. En el bosque, detrás del dragón, la corteza de los árboles más viejos se encogió y se desprendió a causa del aire súbitamente caliente. Los señores de Moriana gritaron, se llevaron las manos a las espadas y dieron voces de alarma. Algunos capitanes ordenaron tensar los arcos; un grupo de esclavos rompió a llorar y otros —esclavos, soldados y nobles— quisieron escapar y entraron de nuevo en el castillo, atropellándose en medio de ayes y gritos de terror. Orri, apostado en el umbral del pasillo que llevaba a la cocina, miró al dragón, a los esclavos que se empujaban, a los nobles desconsolados, y sintió el impulso de cortarse las venas con el cuchillo que tenía en la mano. Pero si muero, ya no veré a Soledad. Quizás viva, pues el demonio no sabe dónde está, pensó, y se detuvo. Las lavanderas y cocineras lloraban y retorcían la tela de sus delantales.

Aquellos que estaban más cerca del dragón callaron. Se sentían niños y huérfanos bajo esa mirada de oro; el desánimo había invadido sus corazones.

Todo es inútil, pensó Béogar. Es el fin, pensó Meroveo. También Tagaste sintió el deseo de recostarse en la nieve, cerrar los ojos y dejarse matar. De algo se tiene uno que morir. Ya es hora, pensó tristemente, pero la furia del halcón que graznaba y aleteaba le impidió ceder y tenderse en el suelo. Tuvo que asir la pihuela con toda su fuerza, pues Alagrís parecía querer lanzarse.

El Lobo no contestó. La mano que sostenía la espada temblaba.

—Pregunté, gusanos, dónde está Soledad —repitió el dragón. El aire alrededor de su hocico centelleaba.

El Lobo se adelantó y sintió cómo el metal de la coraza se calentaba y le quemaba la piel a través del fieltro del coleto. El sudor le mojaba las sienes.

—Yo soy su padre —dijo. Su voz sonó como el piar de un pajarito.

Tagaste sintió una oleada de amor por el rey: era una figura casi risible, pero se erguía ante la mole colosal de la que emanaba un calor insoportable.

—No pregunté si eres su padre. Pregunté dónde está ella. ¡Dime!

La lengua del dragón era un grueso látigo del que salían chispas.

—No lo sé. Y si lo supiera, no te lo diría —contestó el rey tambaleándose. Tuvo que bajar el brazo: la espada pesaba y el pomo quemaba como un carbón encendido.

El dragón abrió el largo hocico y sus dientes brillaron con blanca fosforescencia. Exhaló una llamarada. Su magia le reveló que el rey decía la verdad: Soledad no estaba en Bento.

—¿Por qué te afanas? No podrás defenderla de mí. No podrás salvarla de lo que le tengo deparado. ¿No sabes que la muerte es inevitable? ¡Mírame!

—¡No lo mires, señor! —gritó Tagaste. El dragón movió la cabeza y vio al eunuco, al halcón y a los soldados.

El rey se adelantó con la espada en ristre. Sentía que la piel se había pegado al metal y que el brazo, la espada, todo se quemaba. Pero dio un paso y luego otro, por la costumbre de ser valeroso y porque pensaba en Soledad.

—Qué conmovedor —susurró el dragón—. El padre defiende a la hija. Te desarmaré para que escuches con atención.

Un chispazo cayó sobre la espada y la punta del acero se puso roja. El rey gimió y la soltó. El hierro siseó al caer sobre la nieve.

—¡Tensad los arcos! —ordenó Lémur de Islán, pero Béogar gritó inmediatamente:

—¡No! ¡El rey está muy cerca!

El Lobo se inclinó a recoger la espada y el dragón sopló sobre él. No hubo fuego en su aliento, solo un calor seco que lo derribó.

—¿Dónde está? ¡Dime dónde!

El Lobo, de rodillas, se cubrió los ojos con el brazo. Escuchó en su mente, aun sobre el rugido del dragón, la voz de Tórtola, esa voz que había tratado de silenciar a lo largo de su vida con borracheras y batallas: Te irás a la tumba sin heredero que te suceda y en medio del fuego, como yo. El Lobo asintió, aunque no supo si logró mover la cabeza. Era justo. Pero ni su gente ni Soledad tenían por qué expiar crímenes de los que solo él era culpable. Trató de ponerse en pie, pero el calor, como un peso sólido y duro, le doblaba la espalda. El dragón rio y una luz roja cegó al rey.

—Sé que no está aquí —dijo—. Lo sé.

El Lobo asintió. No podía respirar.

El dragón vomitó una bocanada de fuego que cayó sobre él y lo encerró en un círculo de llamas. Se oyó un alarido. El cerco era una pira funeraria en medio de la cual el Lobo se retorcía como una fiera rabiosa, hasta que se derrumbó sobre el charco humeante en el que se había convertido la nieve. Una decena de arqueros disparó; las flechas se estrellaron contra el pecho del dragón y rebotaron convertidas en astillas. Alagrís se soltó y voló hacia el dragón.

—¡Señor! ¡Mi rey! —gritó el eunuco, y echó a correr.

El yelmo del Lobo rodó sobre el hielo. Tagaste trató de recogerlo, pero el metal estaba caliente. Lo soltó y se arrodilló al lado del Lobo: el rey tenía quemados el brazo derecho y parte del hombro. Humedeció su capa en la nieve y le arrancó el peto. La tela del coleto se había convertido en un harapo carbonizado que se desprendió junto con jirones de piel achicharrada. Tagaste gimió. El Lobo tenía un ojo abierto, el otro cerrado por la hinchazón y la boca estirada sobre los dientes. Los pelos de la barba se convirtieron en polvo negro cuando la mano de Tagaste los rozó.

Huele a carne asada, pensó el eunuco. Acarició los restos de pelo chamuscado y acunó la ennegrecida cabeza del Lobo en sus brazos. Un sollozo le agarrotó la garganta. Oía gritos, llantos, una barahúnda en la que participaban perros y caballos. La aguda voz de la princesa Lirio resonaba como el quejido de un perrito.

Alagrís pasó al lado del dragón como una pequeña saeta que aleteaba rabiosamente y desapareció en el aire rojo de la tarde. El dragón, con gracia siniestra, extendió las alas, pero antes de elevarse descubrió junto a sus patas la figura encogida del consejero.

—Yo te diré dónde está la princesa si me perdonas la vida —chilló Senen.

La pupila vertical del dragón se deslizó hasta la comisura del ojo y se posó sobre él. ¡El enemigo de Húbilai!, pensó.

Senen hizo un esfuerzo y berreó, interrumpiéndose con hipos y sollozos:

—También es mi enemiga. La odio. Lo odio a él —y señaló al rey—, a todos ellos. Yo, dueño del mundo, envié espías a Aybar porque sé que para los tungros eres un dios, como para mí. Siempre te he adorado, pero en secreto.

La extraña voz de Tagaste resonó sobre el lloriqueo del consejero y la algazara de la gente del castillo.

—¡Miente! ¡Nunca ha creído en la magia, ni en ti, ni en nada! ¿Qué quieres con Soledad, dragón? ¿Qué te ha hecho? ¿Qué te hizo el rey mi señor para que lo quemaras? ¡Maldito!

El dragón entornó los ojos. El desplante del eunuco le interesó. Lo distrajo de su melancolía. Solo por eso lo dejaría vivir un poco más, en lugar de aplastarlo. El eunuco sacudía el puño cerrado, un puñito regordete y blanco, idéntico a una bolita de masa, y lo miraba con odio.

—¡Miserable! —aulló Tagaste.

—¡Lobos de Moriana! ¡A mí! —gritó Béogar. Con la espada en alto, corrió por la barbacana seguido de tres soldados. El dragón los miró con divertido menosprecio. ¡Qué estúpidos podían ser los hombres!

Exhaló un chorro de vapor por la nariz y el eunuco se inclinó sobre la cabeza del rey para protegerlo. El Lobo se quejaba suavemente. Entonces el dragón escupió fuego en dirección a Béogar y este cayó de rodillas y tosió, esforzándose por respirar. El dorso de sus manos enrojeció dolorosamente y la barba se le rizó, chamuscándose.

—Soledad, esa virago repugnante, se fue a Alosna con el duque Fura —gimoteó Senen.

El dragón volvió la larga cabeza. Con razón Húbilai odiaba a este hombre. Era un amasijo de mentiras y cobardía.

—Te lo juro, amo del mundo —insistió el consejero.

El dragón lo levantó delicadamente con una de sus garras. Senen sintió una pinza enorme que se cerraba sobre su pecho. Olía a cuero caliente, a azufre, a quemado. Tosió. El aire ondulaba por el calor.

—Llévame con ella, gusano —ordenó el dragón con su voz de incendio.

Senen asintió y se orinó de miedo.

El dragón, con dos aletazos, ascendió con el consejero preso en las patas traseras, semejante a un halcón que hubiera cazado una rata.