capítulo tres
El mago de Nebral
rec cumplió su castigo con minuciosa paciencia. Limpió sin una queja los vertederos, las letrinas, las pocilgas y los corrales de varias aldeas. Se ofreció, por señas, a tirar del arado para un viejo campesino cuyo buey había muerto, y no permitió que la dueña de la casa le curara las ampollas que el yugo le dejó en los hombros. Cortó leña, sembró avena, despiojó las cabezas de los niños, lavó las mataduras en las patas de los burros, ordeñó a las vacas y escabechó pescado. Aceptaba con una inclinación de cabeza el pan y el agua que le daban en pago y se apartaba para comer a solas. Dormía a la intemperie, cubierto solo con su manta.
En esos seis meses no dejó que nadie lo ayudara ni le diera las gracias. Cuando terminaba de trabajar en una casa, se iba a otra. Enflaqueció y las palmas de sus manos se cubrieron de callos. Pronto su ropa se convirtió en un harapo maloliente, pero no aceptó la túnica nueva que unas mujeres quisieron darle.
Cuando, agostado y andrajoso, terminó sus trabajos, regresó a Nebral. Allí se dedicó a enseñar todo lo que sabía a un joven aprendiz llamado Munin, un muchacho cinco años más joven que él. Poco a poco le delegó el cuidado del templo, de Favila la salamandra, de sus libros. Fue un año laborioso para los dos.
Munin era juicioso y sencillo. El conocimiento le interesaba por el conocimiento mismo, no por el poder que traía aparejado. Aceptó la encomienda de Erec porque no le quedó otro remedio, aunque hubiera preferido ser solamente el responsable de vigilar las cosechas. Dudoso, rehuía la obligación de ser el mago de Nebral. Él quería una mujer, familia, hijos. Pero Erec insistía y desgastaba la renuencia de Munin hasta que una tarde, en el templo, lo convenció:
—Soy yo quien debe encargarse de la frontera cuando Prisco muera. Debo ir al norte, pedirle a Prisco que me deje vivir con él en su ermita. Solo él puede educarme, ayudarme a gobernar la ira que me domina. Esto es parte de mi penitencia: abandonar mis libros, abandonar a Favila, abandonar a mis padres.
La salamandra, adormilada sobre los carbones del brasero, levantó la cabeza y miró a Erec con sus ojos dorados, como si entendiera lo que el mago había dicho. Ya quedaban pocas salamandras en el mundo cuando Favila llegó a Nebral, en tiempos del abuelo de Prisco. Era un dragón sin alas, del tamaño de una lagartija, que exhalaba una llama pequeñita y se alimentaba de carbones encendidos. Después de comer eructaba humo rojo que olía a cerezas quemadas. Su lengua bífida, amarilla y caliente, se enroscaba alrededor de los rescoldos que los niños le ofrecían con una cucharilla de barro. Sus ojos de oro escrutaban el mundo desde su nido de carbones.
Erec se acercó al brasero y extendió la mano. Favila exhaló una voluta, trepó a la palma de Erec y enroscó la cola alrededor de su antebrazo. Munin vio la escena con asombro.
—No se acerca así a nadie —dijo.
—Es cuestión de paciencia. Me conoce bien. ¿Qué has pensado? ¿Serás el mago de esta aldea?
—Quiero casarme con Val. Pedí su mano antes de que pelearas con Dogoero.
—Cásate con ella. Cuida la aldea. No te pido que sigas mis pasos: que no tomes mujer, que te alejes de la gente. Ese es mi destino, no el tuyo. Pero debo dejar a un mago en Nebral y tú naciste aquí. Cásate, cultiva tu parcela, ten hijos. Pero no te vayas.
Favila sacó la lengua y una llama brotó de su hocico.
Erec extendió el índice y lo restregó sobre la cabeza de la salamandra. Favila entrecerró los ojos y se arqueó como un gato. Erec le frotó el lomo y la salamandra exhaló un chorrito de chispas.
—Te lo ruego —insistió Erec sin apartar la vista de Favila—. Tengo que irme a vivir con Prisco. No puedo escoger: esa será mi vida. Si me necesitas, vendré a ayudarte.
Vencido, Munin aceptó.
Erec se marchó de la aldea al día siguiente. No se llevó nada. Dejó en el templo sus libros (ocultos bajo un hechizo de invisibilidad que solo Munin podía revertir), su ropa, su cuenco, su cuchillo, su peine de hueso. Otros magos relataron la historia del combate y la penitencia. El nombre de Erec se hizo célebre.
En los años que siguieron a la muerte de su maestro, se convirtió en el mayor enemigo de Moriana, pero las enseñanzas de Prisco habían calado hondo: batallaba sin odio ni rabia.
Mientras, en Moriana, Dogoero hizo jurar a sus hombres que jamás repetirían lo que habían visto. Para asegurarse de que cumplirían, los hizo encerrar en calabozos apenas llegaron a Bento y trató de borrar el episodio. Los días pasaron y nadie preguntó qué había sucedido en la expedición, ni se interesó por los soldados.
Dogoero inventó una historia idiota que los cortesanos repitieron con aire embelesado. Pero el Lobo, que entonces era un niño, había visto algo incomprensible una de tantas noches en las que esperaba despierto a que el rey regresara. Oyó el sonido de arreos y cascos en el patio y se asomó por la ventana. Vio cómo el verdugo conducía a una hilera de hombres atados, hombres cuyos rostros le eran tan familiares como el de su padre. Los hombres fueron conducidos a las mazmorras. El Lobo guardó silencio, pero no pudo dormir. Pasaron los días. El niño seguía sin entender lo que había ocurrido, hasta que la curiosidad pudo más y preguntó al rey:
—Padre, ¿tuviste suerte en tu guerra contra los magos? ¿Dónde quedó tu caballo favorito? ¿Encerraste a los soldados?
Su padre no contestó, pero le propinó un manotazo. El niño cayó de bruces. Entonces, Dogoero lo miró con una cólera tan pura que el niño echó a correr para refugiarse, llorando a lágrima viva, en el regazo de su nodriza, la hermosa Edurne.
Algo entendió ese día el pequeño Lobo. Fue una intuición oscura y punzante, que definiría sus relaciones con su padre y también su carácter. No le dijo a nadie, ni siquiera a Edurne, que iría a las mazmorras a visitar a los soldados que su padre había aprisionado. Bajó una tarde, mientras todos dormían la siesta, y le dio al carcelero un pequeño cuchillo con mango de plata a cambio de su silencio. Solo la certeza de que entendería mejor quién era su padre pudo obligarlo a poner los pies en esas mazmorras heladas por las que corrían las ratas, cuyo suelo estaba cubierto por un lodo espeso repleto de sabandijas. Esas mismas mazmorras que de adulto poblaría de verdugos y de prisioneros, entonces le daban pavor.
Albano, el escudero, estaba allí, con un grillete en el tobillo y la espalda llagada por los azotes. Espoleado por el rencor, dijo la verdad:
—Nos encerraron apenas llegamos. Tu padre mandó un emisario para que avisara al verdugo. No pudimos defendernos porque nos quitaron las espadas, según dijeron, para cambiarlas por otras mejores. Nuestras espadas, con las que defendimos la vida de tu padre, su oro, sus esclavos… ¿Y qué nos dio el gran rey Dogoero a cambio? Estas habitaciones —Albano miró las paredes cubiertas con un tapiz de légamo que se deshacía en negros borbotones— y esta muerte. Una muerte de cobardes, en lugar de la muerte de soldados que merecemos.
El Lobo lloró al saber que su padre era un hombre injusto que había sido vencido por un mago desarmado. Albano lloró también, en parte porque el único testigo que recordaría cómo fue traicionado por Dogoero era un niño que se limpiaba los mocos con la manga. Además, era el hijo del mismo hombre que lo había enviado a reventar en un calabozo pestilente.
El Lobo fue sacado a rastras por un guardia que temía la cólera de Dogoero. Albano murió poco después debido a unas fiebres, causadas por el agua putrefacta con la que los prisioneros acompañaban el pan mohoso que les daban para comer.
Con los años, el Lobo se impuso olvidar lo que había escuchado y enterrar el recuerdo de Albano, aunque este le hubiera enseñado a tensar el arco y a montar sin miedo. Igualmente olvidó, aunque no se lo había propuesto, que se había prometido a sí mismo no ser un mentiroso como su padre.
Dogoero murió diez años después y el Lobo subió al trono. Demostró ser un digno heredero: avaricioso y cruel, superó a Dogoero en la rapiña. De los cuatro puntos cardinales los mercaderes llevaban a Moriana largas filas de esclavos para subastarlos en las tarimas reales. Las panzudas naves de los traficantes atracaban en los puertos con las bodegas repletas de seres humanos. En Moriana, los esclavos eran la riqueza más codiciada. Levantaban castillos y fuertes, movían las norias, cultivaban los campos y pastoreaban el ganado. En sus manos aherrojadas, los remos eran alas que impulsaban las flotas diseminadas por el mar. Ellos sacaban el oro y el mercurio de la tierra, y sus vidas se apagaban por centenares en la noche interminable de las minas. Eran indispensables como el aire. Los más apreciados eran aquellos que habían nacido libres en Moriana y se tenían que vender a sí mismos por deudas, pues hablaban el idioma y conocían las leyes. Por toda Moriana había granjas de esclavos donde se obligaba a las siervas más bellas a copular con los más guapos para tener niños que vender. El rey creía que la sangre de los esclavos era la lluvia bajo la cual su reino, cada vez más radiante, florecía.
Al Lobo le quedó un odio implacable por los magos y un respeto contrariado por sus artes, que no sabía cómo interpretar y que colocó en el mismo lugar oscuro donde enterró las dudas de su infancia. Después de la muerte de la reina Genoveva, Alosna se convirtió para él en una obsesión, como lo había sido para su padre y su abuelo.
Tórtola, el mago presente en esa muerte de parto y cuya maldición le pesaba como una losa, había sido pariente de la reina. Pero esa era otra de las verdades olvidadas: que Genoveva tenía sangre de magos en las venas.
El Lobo culpaba a Tórtola de que la reina hubiera parido a Soledad, en lugar de dar al reino el hijo varón que tanto había deseado. Y como era un hombre contradictorio, también creía que solo los magos de Alosna podrían darle el filtro que necesitaba para que la reina Jara pariera un varón. Solo reconocía la verdad cuando estaba borracho y los fantasmas lo atormentaban.
No había dios o hechizo que pudiera darle consuelo, porque en Moriana cada quien creía en lo que podía y el Lobo creía en una variedad pueril de la magia.
Las personas instruidas atesoraban ecos de un panteón habitado por divinidades hermosas, crueles y prolíficas. Jurar por Mitra, el dios soldado, era un gesto aristocrático aunque no se conociera una sola representación del dios. Por otra parte, cada esclavo traía con él su religión y sus liturgias. En las apestosas ergástulas se oficiaban mezcolanzas de rezos, danzas y blasfemias; en el campo abierto, los campesinos juraban por las náyades; los mineros se encomendaban a los espíritus de la oscuridad.
De cuando en cuando, un evangelista cristiano se adentraba en Moriana, pero la suerte de Bonifacio de Fulda, asesinado en Frisia —una tierra más hospitalaria que Moriana— por haber ordenado derribar el olmo sagrado de Donar era conocida entre todos los adeptos del profeta Jesús. Por eso, los evangelistas que iban a tierras del Lobo eran pocos y discretos.
Los montañeses, tal vez por su cercanía con los magos, creían en Uno bondadoso y omnisciente que gobernaba la creación, y en la magia, que ayudaba a entender lo creado.
El Lobo no era religioso. Tenía el corazón repleto de ambición y la mente poblada por quimeras. El enmarañado sistema de supercherías que lo gobernaba tenía la fuerza irresistible de la culpa.
A la muerte de Prisco, Erec se convirtió en el mago más amado de Alosna. Habría podido coronarse rey si en Alosna hubiera reyes, pero para Erec pocas cosas eran más detestables que una testa coronada. Acostumbraba a bromear diciendo que seguramente la corona de Moriana estaba envenenada, pues bastaba que alguien se la pusiera sobre la cabeza para que hasta la más elemental noción de honradez se desvaneciera, aplastada por el peso del oro y el linaje.
Habitaba una adusta ermita en una montaña al norte, a tres días a pie de Nebral. Su choza era tan pobre que más bien parecía una cueva, pero también era el lugar en el que muchos siglos antes se había erigido el primer templo.
Desde allí protegía la frontera, acompañado solamente por Espinela, quien se había convertido en su servidor. Espinela sabía cómo procurarse las pocas cosas que necesitaban para su vida de anacoretas: frutas, las legumbres que cultivaba sin magia, con la ayuda de la sabiduría que le dio su niñez campesina, y la leche de unas cuantas cabras. Los campesinos de los alrededores acudían a ellos para que bendijeran las cosechas y los animales, o los curaran de las enfermedades que los aquejaban. A cambio les dejaban panes, sandalias y túnicas tejidas en sus modestos telares. Los magos también tenían una mula, tan solitaria y arisca como ellos. Rara vez la ensillaban.
Así, Erec y Espinela dedicaban sus días a conversar con los animales, a preparar pociones y a estudiar el cielo. Se rumoreaba que el Unicornio los visitaba y que dormía cerca de la puerta de la ermita como un animal cualquiera, pero nadie sabía si era verdad o una más de las leyendas que envolvían a los magos.
Erec y Espinela vieron por medio de los espejos de agua —ollas encantadas que reflejaban todo lo que sucedía en Moriana— el suplicio de Tórtola en Bento, y lloraron mucho. Los dos habían conocido al joven mago y sabían lo generoso que era.
Después de esa muerte, de toda Alosna llegaron los magos a la ermita para acordar la estrategia que debían seguir. Llevaron sus libros, los dados clarividentes de la adivinación, las bolas de cristal y las tablillas. Todos los instrumentos adivinatorios presagiaron lo mismo: si el Lobo lograba tener un hijo varón, sería el fin de Alosna.
Juntos, los magos reforzaron la maldición de Tórtola con todas las artes que conocían. Enviaron aves a los países vecinos: a las estepas de los tungros, a las nieves lejanas, al desierto en el sur. Las aves llevaban todas el mismo mensaje: aquel que cediera al llamado del oro y se atreviera a servir al Lobo, perdería sus poderes.
Los magos regresaron a sus aldeas y Erec y Espinela se quedaron en la ermita vigilando, como siempre, la frontera. Al igual que su enemigo el Lobo, Erec estaba preocupado por la sucesión. Ya era anciano. Aunque seguía siendo un mago poderoso, ni sus ojos ni sus manos eran los mismos. Estaba cansado, encorvado por los años y el estudio. Advertía el lastre de la vejez hasta en el más rutinario de los conjuros.
Aunque en Alosna había muchos magos, Erec no tenía discípulo a quien legar la responsabilidad principal de velar por las fronteras. Esa tarea requería de mucho más temple y disposición para la soledad que los mostrados por los magos que conocía. Espinela era un mago formidable, pero tan viejo como él. Sin embargo, Erec esperaba con paciencia a que el mundo le revelara lo que tenía que hacer.
Un día llegó a la ermita el rumor de que en Nebral, el hijo de Munin, llamado Cuervo, había decidido convertirse en mago. Se decía que su habilidad extraordinaria había llamado la atención de los magos que vivían cerca de Cambelín. Erec se alegró. No había regresado a Nebral y tampoco había vuelto a ver a Munin, a quien recordaba con gratitud. Llamó a Espinela:
—Viejo amigo, nos vamos de viaje a Nebral. Alista la mula, pues quiero conocer al hijo de Munin.
Espinela sonrió.
—El joven Cuervo… Ya sabía yo que esa hora se avecinaba. Desde hace semanas, desde el momento en que oí que estaba a punto de ser ordenado, apresté nuestro viaje. Todo está dispuesto: en la alforja guardé varias hogazas de pan cocido dos veces, huevos en salmuera, frutas secas y queso. También preparé un saco de forraje para la mula y remendé nuestras capas de viaje.
Erec abrazó a su servidor.
—¿Lo supiste gracias a la magia?
—Si conocer a un amigo y escuchar con atención lo que se dice es arte adivinatoria, sí —contestó Espinela encogiéndose de hombros.
—Las órdenes las deberías dar tú. Siempre sabes lo que hay que hacer. Vamos, pues.
Espinela se cubrió con la capa mientras Erec apagaba el fuego y tapaba la olla mágica.
Laboriosamente, los dos ancianos y su lenta mula se pusieron en camino.