capítulo treinta y dos

La frontera

l cortejo subió por las laboriosas laderas de la montaña envuelta en la niebla. Tibot, con Ámbar en ancas, iba delante. La muchacha, con una tímida mano sobre el hombro del soldado, señalaba el rumbo con voz tranquila, disimulando lo mejor que podía la euforia provocada por mirar el mundo desde lo alto de un caballo. Recordaba bien el camino, aunque hacía meses que no iba por ahí y los senderos estaban borrosos por la nevisca.

El soldado, aterido, miraba los pies amoratados de la joven, apenas cubiertos por las esparteñas de corteza, y se preguntaba cómo no se quejaba. No podía saber que Ámbar estaba tan exaltada que no solo no sentía frío, sino que iba arrebolada, con las mejillas encarnadas y las orejas calientes. Si le temblaban las manos no era por la nieve, sino por la proximidad con un desconocido.

Conforme subían, el aire se iba enrareciendo. De las ramas de los pinos colgaban carámbanos semejantes a agujas de vidrio, y los caballos hundían los cascos en la espesa capa de nieve que cubría la pendiente. Reinaba el silencio, roto apenas por el resoplar de las monturas, el rechinar de los arreos y el tintineo de las armas. Los jinetes cabalgaban con cautela, pues debajo de la nieve podía haber un agujero o la torcida raíz de un árbol, trampas capaces de baldar un caballo y desmontar al jinete.

Comieron a la sombra de un peñasco que los amparó de una ligera nevada. Los copos que caían, finos y harinosos, enfriaban cada vez más el aire. Soledad, apartada, vigilaba a Ámbar con la misma mirada suspicaz y altiva que dedicaba a los magos que morían en el castillo de su padre.

Por la tarde, cuando ya las sombras dibujaban largas manchas en la nieve, Ámbar extendió el brazo y dijo:

—Allí.

La comitiva se detuvo. Frente a ellos se abría un estrecho claro que terminaba en el borde del barranco. Del otro lado se alcanzaban a distinguir los restos del puente. Ahí estaba el legendario Paso del Mago: una ristra de tablones congelados que pendía sobre el despeñadero; un precipicio cuya profundidad, según las historias que habían oído, era inimaginable.

—Al fondo corre el Drin; a estas alturas del año, está casi helado —dijo la muchacha.

Tibot la ayudó a desmontar del caballo y Ámbar caminó hacia el borde del precipicio. Fura se apeó y fue tras ella. En el rostro de Ámbar apareció una sonrisa exaltada.

—¡Mirad! —gritó, y se inclinó a recoger una piedra. La arrojó al otro lado.

Ante los ojos atónitos de los soldados, la piedra se desmoronó con un chasquido en pleno vuelo. El polvo cayó al fondo. Fura dejó escapar una exclamación y se acercó a la orilla. Soledad se asustó.

—¡Esto es obra de diablos! —gritó sin poder contenerse.

Ámbar se volvió violentamente, la buscó con la mirada y alzó la barbilla antes de contestar:

—Es el encantamiento de protección. Mi abuela decía que no era el único: hay senderos que terminan donde comienzan, vueltas, niebla mágica… Pero los que nada tienen, los fugitivos y los pobres, pueden entrar. Yo no sé si es verdad que los magos se comen a la gente, pero mi abuela juraba que no —declaró con aire desafiante.

Soledad se acomodó en la silla. Bribona, quiso decir, pero antes de que pudiera abrir la boca, se oyó una voz:

—En Alosna jamás nadie se ha comido a otra persona.

Ámbar retrocedió con una exclamación y chocó con Fura, quien ya tenía la mano sobre el pomo de la espada. En la vereda apareció un joven alto, moreno y delgado. Tenía los ojos negros bajo las cejas rectas y espesas. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cortísimo. Su jubón era de modesto paño de lana y calzaba sandalias de esparto. Una capa gris le cubría la espalda y una bolsa le colgaba del hombro. Estaba desarmado. Un cuervo pequeño se acicalaba las plumas, posado cerca de él. Con un acento montañés aún más abrupto que el de Ámbar, dijo:

—Os esperaba. Venís en nombre del rey Lobo, ¿no es así? Soy Cuervo de Nebral, hijo de Munin. Soy un mago.

—¡Un mago! —exclamó Ámbar, atónita.

Nap gritó con alarma:

—¡Va con un ave de mal agüero!

—Los cuervos traen la desgracia —vociferó un soldado.

—¡Devoran los cuerpos de los muertos! Son impuros y carroñeros —dijo Dungalo, y señaló a Cuervo con el dedo—. Este ha de ser tan carroñero como el pájaro que lo acompaña. La abuela de la aldeana mentía. Este ha de comer hombres.

Ámbar, enfadada, se dirigió al duque:

—Mi abuela nunca mintió.

Fura asintió. La aldeana le despertaba una viva simpatía; además, la necesitaban para negociar con el mago. Estudió el rostro moreno y agostado del desconocido y vio que el joven no tenía miedo.

—En nombre del rey Lobo, queremos parlamentar con el rey de Alosna. La princesa Soledad viene con nosotros —declaró.

Cuervo los contempló. Olían a sudor, a grasa rancia, a vinagre. Unos pocos lo miraban con temor, pero en los rostros de la mayoría vislumbró una arrogante hostilidad. Su mirada se detuvo sobre Soledad. Reconoció el pelo rojo, la boca delgada, la cara larga. ¡Ella! Sintió el latir desacompasado de su corazón y tragó saliva. La expresión hosca del rostro de la princesa contrastaba con la tristeza que teñía su mirada en la olla mágica. Soledad, muda, lo observaba con desprecio. Bajo los párpados largos y gruesos brillaba una chispa de rencor. Los labios apretados dibujaban un rictus huraño.

Cuervo se dio cuenta de que se mantenía apartada y sola, aunque estuviese rodeada por sus hombres. Soledad. Esa mujer andaba por Moriana como él en el destierro, sin un alma en quien confiar. Venció su agitación, apartó la atención de la cara de Soledad y sonrió a Ámbar.

—Tu abuela decía la verdad. El cuervo no es mi servidor, sino mi compañía. En Alosna, los animales son tan libres como los hombres. Jamás he comido carne. Es verdad que el cuervo come carroña; es su naturaleza. ¿Quién de entre vosotros sería tan necio como para culpar al halcón por comer gallinas, o al perro por roer un hueso?

Soledad chasqueó los labios y sintió que la rabia le borboteaba en el cuerpo. Comparar un cuervo con un halcón era una impertinencia. Recordó los cuerpos de los desertores colgados del árbol, cerca de Álamos. Los cuervos los habían dejado sin ojos, sin labios, les habían picoteado las mejillas. A leguas se veía que el mago era un rufián. Masculló una maldición y entrelazó los dedos en la crin de Fum.

—No hay reyes en Alosna —prosiguió Cuervo—. Mis mayores me enviaron a tratar con vosotros y ayudaros. No podéis entrar en mi país, pues carezco de la fuerza o la inclinación para levantar los hechizos que protegen la frontera. Como dijo la moza, son muchos.

—Necesitamos hablar con el monarca de Alosna —reiteró Fura.

Cuervo se acercó al duque y contestó con placidez:

—Aquí no hay reyes. Esto me fue demandado por los magos más sabios. Hablad conmigo. Y, señor, tu rey es el Lobo y nadie afirma que se come a los pastores…

—¡No pronuncies el nombre de mi padre, bribón! —gritó Soledad, de pie sobre los estribos y con una mano sobre el pomo de Mirals.

Cuervo se volvió de nuevo hacia ella. Vio la piel del color de la masa cruda. Vio la severa línea de la quijada, que le daba un aire despótico; vio la boca fina y grande, semejante a una herida. Sintió un profundo desagrado, pero se esforzó por mantener la ecuanimidad.

—Tengo que nombrarlo, dado que vosotros habláis en su nombre. Yo hablaré por los magos.

—¡Insolente! Yo solo convendré con un príncipe o un capitán. No tengo nada que pedirte a ti —declaró Soledad con arrogancia, desde las alturas del lomo de Fum. Este, nervioso, respingaba y sacudía la cabeza.

—Nadie vendrá. Esta tarea me ha sido confiada a mí.

—Pero eres apenas un cachorro… —objetó Fura alzando una ceja.

—Soy un hombre. He de tener la misma edad que la princesa, que viene aquí en nombre de su padre. Soy un mago. Mis obras lo demuestran. Comprobaréis, si me dejáis acompañaros, que soy un hombre, no un niño. Mirad mi mano, mis canas —contestó Cuervo, y se tocó las sienes con una mano torcida.

Fura reparó en la mano contrahecha, que hasta ese momento había estado oculta por la manga. Contempló los ojos del mago y supo que el hombre que tenía enfrente era joven y viejo a la vez. Sin dejar de observarlo, hizo una señal y ordenó:

—Desmontad y encended el fuego.

Con vacilaciones, la tropa obedeció. Soledad, terca, siguió montada, con las manos metidas en la crin de Fum y los pies afianzados en los estribos. El silencio fue sustituido por el bisbiseo nervioso de los soldados, alguna risotada inquieta y el piafar de los caballos.

Mientras Fura escudriñaba a Cuervo, Dungalo se acercó a los dos con la espada desnuda en la mano.

—¿Qué haces? —exclamó Ámbar al verlo.

El mago se percató:

—Enfunda la espada, que esta no es la forma de hablar con quien quiere ayudaros.

—¿Es que no oyes, bellaco? —lo reprendió el duque, incrédulo—. ¡Enfunda!

Pero Dungalo no se detuvo. Dio un paso y otro más, mientras Cuervo se esforzaba por no retroceder aunque la espada en la mano del escudero le daba miedo.

La tropa calló. Los soldados miraban la escena y Fura dudaba entre desenfundar o interponerse a mano desnuda. En el rostro de Soledad, la curiosidad sustituyó a la mueca de aversión. Dungalo apuntó la espada al pecho del mago y Cuervo levantó la mano quemada. El cuervo aleteó y un graznido atravesó la niebla. Dungalo gimió y dejó caer el arma en la nieve.

—¡Perro! —se quejó frotándose la muñeca.

—¿Qué esperabas? ¿Que me dejara herir? Estoy aquí para ayudaros. ¿Por qué no me creéis? —contestó el mago. La sonrisa se borró de su rostro. Entrecerró los ojos y lo ponderó fríamente.

—Yo sí te creo —dijo Ámbar.

—Eres una mujer de Peña Verde. Tus ropas y tu acento te delatan. ¿Qué haces con ellos? —preguntó el mago sin tomar la mano que se le ofrecía. Ámbar enrojeció y le mostró las palmas con gesto conciliador.

—Lo mismo que tú. Los traje aquí porque necesitan ayuda. Moriana está en peligro, y Peña Verde está en Moriana. Además, encontré un colmillo de dragón.

—¿Un colmillo de dragón? —repitió Cuervo.

¿El dragón había perdido un diente como cualquier animal, como un hombre? El desconcierto le cruzó la cara, pero se sobrepuso y volvió a enfrentar a sus interlocutores con la expresión sosegada con que los había recibido. Fura intervino:

—El colmillo está en mi alforja, y mi caballo se encabritó en cuanto la colgué del arzón. Bajel es un bridón de Mongrún; me ha salvado la vida cuatro veces. Hay en el mundo un tungro al que le faltan tres dedos de la mano derecha, pues Bajel se los arrancó de un mordisco. Y sí, Bajel teme a lo que guarda la alforja. Soy un soldado, poco acostumbrado a combatir portentos, pero Ámbar dice la verdad. Responde: ¿por qué un hombre tan joven ha venido a nuestro encuentro en lugar de un mago que sepa de la guerra?

—Porque no hay mago en Alosna que sepa guerrear. Yo he aprendido de mis mayores lo necesario para ayudaros. Si yo no puedo hacerlo, ellos tampoco podrán. Os pido que me mostréis el colmillo.

—El dragón, ¿no es un monstruo mágico enviado por vosotros para destruirnos? —preguntó Soledad. En su voz había resentimiento.

Cuervo rio amargamente.

—Alguna vez creí que eso era posible. Por eso estoy aquí. Pero ahora sé que el dragón no es un perro de caza que se lanza sobre la presa. Nadie en Alosna ha visto al dragón, nadie manda sobre él. Es más viejo que los bosques, más sabio que los magos y más sanguinario que los reyes. No es un arma. Enseñadme el colmillo. ¿Cómo sabéis que de verdad es un colmillo de dragón?

—Porque lo encontré en el bosque después de que el dragón pasara sobre nosotros. En lugar de tuétano tiene azogue, y siempre está caliente —aseguró Ámbar.

El mago la miró y esta vez la estupefacción apareció en su cara sin que pudiese ocultarlo. Ámbar sonrió. El mago reparó en los ojos que lo miraban con franqueza, en la sonrisa cándida y el pelo de la muchacha, negro como el plumaje del cuervo. Mientras Cuervo y Ámbar se estudiaban mutuamente, Dungalo volvió a montar y adelantó el alazán.

—Vosotros, par de rústicos, explicaos cuanto deseéis. Yo voy a cumplir las órdenes del rey. Si mi señor el duque no se opone, mis hombres talarán algunos árboles y los tenderemos sobre el despeñadero. Así atravesaremos el barranco. Si interfieres, te atravieso con la espada. Si haces que la mano me duela de nuevo, uno de mis soldados te matará. No puedes contra todos nosotros… Se acabó la cháchara —gruñó.

Fura miró al escudero, frunció el ceño y alzó la mano con autoridad.

—¿Cómo te atreves? —preguntó.

Dungalo bajó los ojos ante la cólera de su señor, pero no enfundó la espada.

—No os dejéis hechizar por este maldito, señoría —contestó—. Lo que yo haga, lo haré por protegernos. A la princesa y a vos antes que a nadie.

Soledad rio y su carcajada, aguda y burlona, subrayó las palabras del escudero. Lo había detestado desde el momento en que lo oyó burlarse de ella, pero ahora sentía que solo él tenía el valor o la astucia necesarios para enfrentarse al mago. Dungalo, envalentonado por la complicidad implícita en la carcajada, decidió que ese era el momento de congraciarse con la hija del Lobo.

Cuervo sintió que la furia se apoderaba de él. Tuvo el impulso de hechizar a la princesa, de aterrorizarla con una visión maligna, pero se refrenó. La rabia y la soberbia eran los pecados que debía gobernar; sin embargo, la insolencia de Soledad lo crispaba. Debía actuar, si no con serenidad, al menos con astucia. No podía fracasar en la hora primera de su misión. Con esfuerzo, levantó la mano quemada y le ordenó al caballo de Dungalo:

—¡Atrás! Tú, ¡detente! ¡No obedezcas más!

El caballo se detuvo. Dungalo lo espoleó. El caballo rehusó y exhaló un relincho agudo, con las orejas pegadas al cráneo. Dungalo le clavó las espuelas con saña, pero el caballo piafó y resolló, con las cuatro patas afianzadas sobre la nieve. Una gota de sangre se deslizó por el flanco castaño y la cola oscura azotó el aire. El cuervo, nervioso, graznó. Dungalo volvió a clavar la espuela y abrió un desgarrón en la piel. El animal, bufando y quejándose, corcoveó con violencia y el escudero cayó al suelo.

—¡Basta! —ordenó Fura, pero ya Dungalo insultaba a su montura y la fustigaba.

—¡Camina, bestia cobarde, jamelgo de mierda!

Los belfos del caballo se cubrieron de espuma. La crin, negra y sedosa, se le erizó, y los músculos de sus patas temblaron. La fusta le dejaba largas huellas. Dobló las patas delanteras y bajó la cabeza como si estuviera a punto de derrengarse. Un largo hilo de saliva le salió del hocico.

Dungalo golpeó con el puño cerrado las ancas del animal. Cada vez más descompuesto, empuñó la espada y le dio en el cuello, el pecho y las ancas con el plano de la hoja. La piel del caballo se cubrió de surcos. Dolorido, el animal se irguió y la punta de la espada le hirió el costado. El relincho sonó como una queja humana y la sangre que manó dejó un reguero en la nieve. Los otros caballos, perturbados, se encabritaron, y los soldados tuvieron que aferrar las bridas y apaciguarlos para que no huyeran. Fum tascó el freno y dobló ligeramente las patas traseras. Soledad sintió la poderosa contracción de los músculos del lomo. Empuñó las riendas y tiró con toda el alma, pero Fum no cedió hasta que ella se inclinó sobre su cuello y le susurró al oído:

—Calma, calma…

Cuervo se llevó el puño cerrado al pecho y murmuró algo incomprensible. Dungalo, con un alarido semejante al relincho de su montura, cayó de rodillas.

—¡Basta, he dicho! —gritó Fura con la mano en el pomo de la espada.

La voz de Cuervo se alzó sobre la algarabía:

—Hace muchos años, en tiempos de Dogoero Lobo y aquí mismo, pasó algo semejante. Solo reitero el hechizo usado entonces. Dogoero fue derrotado por Erec y no pudo entrar en mi país, a pesar de que traía muchos hombres con él. ¿No lo sabíais? ¿Por qué porfiáis en las mismas obras necias y ponéis en peligro la vida de vuestros animales? —preguntó dejando caer la mano y ocultándola bajo la manga.

Fura enrojeció. Él conocía la historia, aunque no sabía si era cierta. En tiempos de su padre, el relato de cómo Dogoero Lobo fue derrotado por Erec circuló en secreto por toda Moriana. La anécdota escapó de los calabozos donde Dogoero había confinado a los soldados que presenciaron su derrota. Fue repetida en muchos castillos.

«Es inútil tratar de entrar en Alosna», se decía entonces en las mesas de los barones. «Los magos son poderosos aunque no tengan ejército». Por lo visto, pensó Fura, era verdad. Miró a Dungalo y se le secó la boca. El escudero se quejaba tendido sobre la nieve, encogido sobre sí mismo. Fura intentó la vía de la sensatez:

—Escuchadme todos: lo primero es salvar al reino. Cuervo, perdona a mi escudero. Es un hombre leal que quiere servir a su rey. Si lo heriste con tu magia, cúralo —pidió, esforzándose por que la voz no delatara su miedo.

—No está herido; solo he hecho que sintiera exactamente el mismo dolor que él estaba infligiendo a su caballo. Se le pasará en cuanto cure a este pobre animal —contestó Cuervo. El esfuerzo de gobernar su rabia lo obligaba a hablar con calculada parsimonia. Se sentía como cuando miraba la olla mágica: ansioso por acabar con todos.

La sangre del caballo dibujó un rastro curvo sobre la nieve. Cuervo miró las largas espuelas que armaban los talones de Dungalo, la espada con el filo reluciente manchado de rojo, y movió la cabeza. Dungalo, hecho un ovillo, gimoteaba quedamente.

—¿Cómo se llama? —preguntó el mago.

—¿Quién? ¿Qué? —preguntó a su vez Fura, aturdido.

—El caballo —contestó el mago con impaciencia.

—Dardo.

—Dardo, Dardo, ven conmigo.

Dardo movió las orejas hacia delante y dio un tímido paso ante las miradas incrédulas de los soldados. El mago sonrió, y el caballo se acercó y le apoyó el hocico sobre el hombro. Tomó la larga cabeza de Dardo en sus manos: tanto la quemada como la sana palparon con diligencia la testuz, los belfos, los ollares, las crines, el pecho, y se detuvieron en el costado.

Cuervo salmodió un conjuro mientras pasaba una y otra vez los dedos sobre la desgarradura, repitiendo el mismo movimiento de apretar entre el índice y el pulgar. Cerraba, suturaba sin más hilo que la sangre que manaba de la abertura, unía y echaba el vapor de su aliento sobre la herida. La sangre le tiñó las yemas. El caballo se dejaba hacer. Cuando retiró las manos, la herida había sanado. En la piel de Dardo solo quedaba una ranura encarnada, y donde Dungalo había clavado las espuelas, dos manchones sanguinolentos.

Cuervo se enjugó los dedos en la nieve. Soledad, recelosa, con la boca seca, escudriñaba al caballo buscando la trampa.

—Perdón —murmuró Dungalo con el rostro congestionado por la vergüenza, pero nadie supo si se dirigía al caballo, al duque o al mago. Cuervo acarició la quijada de Dardo y este le lamió la mano.

—Está curado.

Ámbar sintió que las lágrimas le arrasaban los ojos. Tuvo la misma sensación que cuando vio al dragón: estaba en presencia de una fuerza más grande que la de las armas, que el poder del rey y sus soldados. Todos callaban. Fura se acercó al caballo y se inclinó para estudiar la herida. Dardo corcoveó, receloso, pero Fura le palmeó la testuz y lo tranquilizó. El duque examinó la herida y sus últimas reticencias sufrieron el golpe de gracia ante la curación.

Se irguió, pasándose la mano por la frente. Desde el momento en que tuvo noticias del dragón, sintió que su vida cambiaba. Cuando vio el colmillo en manos de Ámbar, las duras certezas de su experiencia de soldado comenzaron a desmoronarse. La curación de Dardo terminó de disolver el sedimento de escepticismo que le quedaba. Decidido, le tendió la mano a Cuervo y el mago la tomó venciendo el enojo. La mano que Fura le dio era huesuda, cálida y seca. Cuervo lo miró a los ojos y creyó descubrir en ellos la misma calidez.

—Ahora mismo verás el colmillo, Cuervo de Alosna —dijo el duque, y le hizo una seña a un soldado para que le acercara la bolsa que colgaba del arzón de su montura. Soledad desmontó de un salto y se colocó al lado de Ámbar.

—¡Os digo otra vez que esto es sucia obra de diablos! Si este hombre es un mago de verdad y no arrojó al dragón sobre nosotros, ¿por qué no lo ha aprisionado? ¡No le muestres nada! ¡Debe de estar confabulado con la gente de Peña Verde! —exclamó.

Ámbar se volvió a mirarla, dolida por la sospecha.

—Señora, yo jamás había visto a este hombre ni me he confabulado con nadie —dijo.

Soledad no le respondió. El duque la miró de arriba abajo, como si no la conociera, y preguntó con aspereza:

—¿No me debéis la curación de Alagrís, Soledad? Vos, mejor que nadie, deberíais comprender por qué busco la amistad de este hombre, que frente a nosotros ha sanado a un buen caballo —dijo, y le dio la espalda para sacar el colmillo.

Fura colocó el diente en el suelo frente a Cuervo y este palideció. Soledad vio al duque inclinarse ante el mago y ya no pudo contenerse: si Fura se comportaba como un paisano crédulo, ¿qué pasaría cuando su padre viera el diente? Estaba segura de que duplicaría el peso del yugo de superstición que ya lo aplastaba.

—¡Lobos de Moriana! —gritó mientras apartaba a Ámbar de un empujón. Con dos zancadas quedó entre Fura y Cuervo. Los hombres, sorprendidos, le abrieron un espacio. Entonces, Soledad se inclinó para asir el colmillo y arrojarlo al barranco. Ya era suyo: allí y entonces terminaría esa embajada ridícula. Por fin podría volver a Bento. Sintió en la palma la tibieza que emanaba del marfil. Cerró los dedos.

Una descarga irresistible le suspendió el aliento. Con un sollozo trató de soltar el diente, abrir los dedos, pero fue como si sus huesos se hubieran fundido con el colmillo. Ardía, quemaba. Creyó que se moría. Quiso tocarse el corazón. Su mano, prisionera, siguió cerrada sobre el colmillo. El pecho le estallaba de dolor. Se le cimbraron las piernas y se desplomó.

Fura la vio derrumbarse lentamente, una estatua que se desmoronaba. Los tobillos cedieron, dobló las rodillas y se inclinó sobre sí misma hasta quedar de bruces sobre la nieve. El duque se apresuró a levantarla: le aferró los hombros y trató de ponerla en pie. Entonces descubrió que Soledad tenía la mano derecha cerrada sobre el colmillo y pegada al pecho. Trató de aflojarle los dedos, pero fue inútil: parecían de acero. El duque sintió cómo la piel de Soledad se calentaba. El torso de la joven comenzó a arquearse: echó la cabeza atrás y los labios se distendieron sobre sus dientes en un gesto agónico.

Amedrentado al comprobar hasta qué punto ardía la piel de la princesa, Fura aferró el colmillo con las dos manos y tiró de él. Quemaba. Este objeto abrasador no parecía ser el mismo trozo de marfil tibio que hasta hacía unos momentos traía en la alforja. La mano de Soledad no se movía un ápice: por más que el duque se esforzaba, no podía liberarla. Los párpados de Soledad vibraron y se abrieron un poco, pero era evidente que no veía ni oía. Un espasmo le sacudió las piernas, todavía dobladas. Fura sopló sobre sus manos, cogió un puñado de nieve y, cuando las tuvo frías, volvió a tirar del colmillo. Nada. La respiración de Soledad se convirtió en un estertor.

Los soldados se apartaron con gritos de miedo. Nap gimió y sujetó el pomo de su espada con dedos sudorosos. No sabía qué hacer. El rey le había confiado a su hija, pero la escena le parecía aterradora y confusa. Buscó a Tibot con la mirada, pero no lo vio. Dungalo, todavía dolorido, rogó:

—Mago, sálvala, tú has de saber cómo.

Cuervo, asustado, sintió el dolor familiar en la mano quemada y supo sin lugar a dudas que aquello era un diente de dragón, pues solo el dragón tenía esa fuerza mortífera; solo el dragón podía herir a distancia con esa potencia. Sentía la culpa como un nudo en la garganta: ¿habría traído tras él la furia del dragón? ¿Por qué la princesa se contorsionaba en el suelo como, seguramente, se había revolcado él en el templo? Tal vez su ira trajera detrás una estela de catástrofe. Quizás el diente quemara solo a los violentos, a los arrogantes. La idea de parecerse a Soledad lo abochornó, pero Fura también había tocado el diente y nada le había sucedido.

Por fin, Ámbar se arrodilló al lado de Fura y apartó con rudeza las manos del duque. Él perdió el equilibrio y quedó sentado sobre la nieve. Ámbar, con la mano envuelta en el delantal, procuró liberar los dedos de la princesa, pero era como si estuvieran cosidos sobre el marfil. Un grueso hilo de baba se deslizó desde la boca entreabierta de Soledad hasta la barbilla. Una nueva convulsión le clavó talones y nuca en el suelo. Ámbar, exasperada, tomó un puñado de nieve y frotó la mano unida al colmillo mientras repetía:

—Suelta, suelta…

Fura se inclinó sobre ella para ayudar, pero la campesina levantó el brazo para atajarlo.

—Mira, a mí no me quema. Aparta —murmuró.

Fura obedeció. Ámbar, decidida, se arremangó y con una mano echó nieve sobre el colmillo, mientras metía la otra bajo la palma de Soledad.

Por fin, insertando los dedos, duros y callosos, debajo de los de Soledad, logró despegarla. Soledad siguió agarrotada, con el cuerpo contraído en una tensa curva. Ámbar echó mano de la fuerza que le quedaba y le colocó los rígidos brazos cruzados sobre el pecho. Entonces se acuclilló cerca de la cabeza de la princesa, la acomodó en su regazo y le frotó las orejas, llamándola:

—¡Soledad! ¡Soledad!

Los labios de la princesa se aflojaron y su cuerpo quedó laxo. Ámbar se inclinó, exhaló su aliento sobre ella y siguió friccionándole las mejillas, las orejas, los hombros. Fura se arrodilló al lado, desabrochó las correas que cerraban el peto, lo abrió para que pudiera respirar mejor y le envolvió las manos con la capa, mientras Ámbar seguía repitiendo su nombre:

—Soledad, ven. Regresa, ven, Soledad, regresa, ven.

Cuervo, tan petrificado como los soldados, miraba a la aldeana, a la princesa exánime, al duque diligente y sofocado. Ahora no era la rabia lo que lo detenía: era el miedo. ¿Podría cumplir con su misión, si apenas en las primeras horas fracasaba y se llenaba de rabia y terror?

El cuervo se posó sobre su hombro, pero el mago, paralizado por el dolor que comenzaba en su mano y se detenía en su corazón, no se movió.

El dragón despertó con un rugido súbito. Sintió un leve tacto en la piel del pecho, la piel protegida por la coraza de oro. Un roce sobre él, a quien nadie tocaba desde hacía siglos. Abrió los ojos y vio en la noche total de la cueva el mismo rostro con el que había soñado: la cara blanca, igual a una luna ovalada, cuya mirada verde lo había conmovido. ¿Por qué había creído ver una dragona? ¡Era apenas una muchacha, una efímera larva! Hecha de carne modelada sobre el leve armazón de un esqueleto… Un diente de león, un pétalo rojo en el viento.

—¿Quién eres? —susurró, y un chorro de humo le salió del hocico.

Soledad, escuchó que decía una voz de mujer. Soledad. ¿Mi soledad? ¿Eres la soledad?, preguntó a la visión, que reverberaba y se desvanecía como un espejismo. ¿Qué tenía ese rostro que lo inquietaba? Inquietarse por un ser humano era como sufrir por las hormigas que aplastaban las carretas.

Su corazón se detuvo a medio latido y su cuerpo colosal tembló. Un seísmo sacudió la cueva. Sus uñas, semejantes a espadas leprosas, se clavaron en la tierra. ¿Qué magia desconocida era esta? Soledad. Tenía que buscarla. ¿Dónde estaba? ¿Quién era? Tal vez había despertado para hallarla. O quizás ella lo buscara a él. Los buscadores son lo que buscan, pensó, y tuvo miedo.

El Unicornio descansaba en un calvero, rodeado de ciervos. Había cerrado los ojos. Entonces tuvo una visión. Ofuscado por la fuerza de la imagen, sacudió la cabeza y miró a su alrededor. En la visión había aparecido ella, la más valiente y feroz entre las vírgenes del mundo. Vio su cara, rodeada de un halo de luz. La vida en esa mujer era fuerte, pura. Era como él: la animaban el amor y el coraje. Un recuerdo —no suyo, un recuerdo que pertenecía a otro unicornio que había vivido antes— se removió en su mente. En ese recuerdo se dibujaban los términos de la antigua alianza entre las vírgenes y los unicornios. Su dueña debía ser pura de cuerpo y tener un alma como la de él.

El Unicornio dejó a los ciervos dormidos soñando con la primavera, con campos cubiertos de hierba tierna y dulces campánulas amarillas. Se internó en el bosque y corrió como una ráfaga blanca entre los árboles. Cuando rozaba las ramas desnudas y heladas, la savia se avivaba y un botón o una hoja despuntaba en ellas. La mujer no lo sabía, pero lo esperaba. La ardua luz de su alma era un rastro fosforescente y azul: estaba en la frontera que separaba Alosna de Moriana.

Podía cruzar sin dificultad. Era capaz de librar de un solo salto el Paso del Mago. Ni los encantamientos de los magos ni las armas de los soldados eran obstáculo para él. Cruzaría y la seguiría, ocultándose de su vista hasta saber quién era y qué hacía tan cerca de Alosna. Relinchó alegremente y los pájaros le contestaron con cantos y gorjeos. Era ella, por fin.