capítulo treinta

La demostración

uando Ámbar regresó a Peña Verde, Caliela la esperaba en la vereda, iluminada por la luz oblicua del amanecer. Pálida y despeinada, tenía el ceño fruncido y los ojos brillantes por la ira. Se acercó a su hija y le tendió la mano.

—¿Lo traes contigo? ¿Por qué nos desobedeces? Al abrir los ojos lo supe, aun antes de ver que no estabas. ¿No cuenta la voluntad de todos los que vivimos aquí? Loca, tonta. Creí que habías cambiado, pero no, sigues siendo la misma testaruda que hace lo que quiere sin pensar en nadie más.

La rabia hacía que le temblara la voz.

—Te equivocas, madre. Es por todos los que viven aquí que hago esto. Y por la memoria de mis abuelos —contestó Ámbar desafiante, y apretó aún más el bulto contra su pecho.

—No digas tonterías. No te creo. Sé que tu abuela te amaba y que deseaba lo mejor para ti. Este es un asunto de hombres —dijo Caliela.

Dio un paso y aferró el brazo de Ámbar. Aun a través de la tela, la muchacha sintió cómo las uñas de su madre se le hundían en la piel.

—Entra en la casa y escóndelo bajo la leña, o te doy un bofetón —ordenó.

En ese momento oyeron la voz de Fura:

—Señoras, quería saber qué se decidió ayer y me encaminaba a la casa del herrero para preguntarle…

Estaba de pie detrás de ellas y en su rostro severo se dibujaba un gesto de curiosidad. Sonrió y ladeó la cabeza, mirando primero a Caliela y luego a Ámbar. Caliela sollozó sordamente y estrujó el brazo de su hija con más fuerza. Ámbar se quejó y Fura levantó las cejas.

—Señor, traigo aquí algo que será de utilidad al reino —dijo Ámbar con voz trémula que el miedo hizo aguda.

—No la escuchéis, señor. Es solo una aldeana que no sabe nada —suplicó Caliela—. No habléis más con ella. Está triste por la muerte de su abuela y va por todas partes diciendo sandeces.

Pero Ámbar ya había abierto la capa. Alzó el colmillo como si fuera una ofrenda y se lo mostró a Fura. Despedía vapor y brillaba como si estuviese mojado.

Fura retrocedió un paso. En su rostro se reflejaba la incredulidad mezclada con el anhelo. Extendió la mano como si fuera a tocar el colmillo. Bruscamente, antes de rozarlo, la retiró.

—Esto es del enemigo —explicó Ámbar—. Es verdad lo que dice mi madre: solo soy una muchacha que no sabe nada, pero encontré esto en el bosque. El dragón pasó sobre nosotros y lo dejó allí, tirado en la maleza. Os lo ofrezco a cambio de que nos dejéis en paz, de que jamás volváis a reclutar a uno de nosotros para ir a la guerra… Creedme ahora que os lo muestro: nosotros no tenemos comercio con los magos ni con los adversarios del rey, pero el tributo nos deja flacos y hambrientos. Además, somos malos para la guerra.

Su voz sonó clara, aunque sentía que las piernas se le habían convertido en espuma.

Caliela sollozó.

—No temas, hizo bien en decir la verdad —musitó el duque.

Se acercó a Ámbar y puso un índice cauteloso sobre la punta del colmillo.

—Por mi honor… ¡Está caliente! —exclamó.

—Y dentro tiene azogue, mirad… —dijo Ámbar, envalentonada.

Con familiaridad, asió el diente con la punta hacia arriba y lo sacudió. Una gota de mercurio cayó al suelo. Fura miró la gota, esférica como una cuenta de plata, y luego miró a la muchacha. En su cara se dibujó la perplejidad. Palideció y carraspeó suavemente.

Sin añadir nada, dio media vuelta y se alejó con paso lento en dirección a la choza de Alondra, donde estaba alojada Soledad.

Al verlo alejarse, Caliela dio un grito:

—¿Qué has hecho, desdichada? ¿Por qué?

Se desplomó sobre el barro helado y se tapó la cara.

Ámbar envolvió el colmillo y se acuclilló a su lado.

—Por la memoria de mi abuela —contestó con los labios pegados a la frente de su madre.

Cuando Soledad, Fura, Dungalo y varios soldados más se acercaron con Cosmas y Liebre adonde estaban la madre y la hija, las encontraron tomadas de la mano. El diente del dragón brillaba sobre el lodo.

—¿Qué es esto? —preguntó Soledad. En su mirada había rabia.

—Ya se lo dije al duque: lo encontré en el bosque, después de ver el aliento del enemigo. Esa noche el miedo mató a mi abuela, así que os pido que no creáis que amamos al dragón. Hubiéramos preferido que fueran los tungros —al oír esa palabra, Dungalo escupió—, o cualquier otra desgracia. Llevadlo ante el rey y concedednos lo que pido. Nada de tributo, ni de guerra… —contestó Ámbar y, con calma, recogió el diente—. Es del rey, no mío. Tocadlo y veréis que está tibio. Siempre desprende calor, aunque haga frío. Lo enterré en el bosque y derritió la nieve que había sobre él. El tuétano está hecho de eso —dijo, y apuntó con la barbilla la gota de mercurio que brillaba sobre el lodo.

Soledad se encogió de hombros y cruzó los brazos.

—Azogue —afirmó la voz cascada de Liebre.

—¿Plata viva? —preguntó Dungalo arqueando las cejas con gesto burlón—. ¿Tenéis plata viva en Peña Verde? ¡No seréis tan pobres como decís!

—Yo conozco el azogue —explicó el manco—. Cuando era un muchacho, estuve con el rey Dogoero en una campaña contra los tungros. Ahora soy viejo, pero nunca lo olvidé porque los médicos hacían bebedizos milagrosos con él y, como perdí la mano en Monte Bermejo, me untaron una pomada que, según dijeron, tenía una gota de azogue. El médico me mostró un poco, que guardaba en una redoma que llevaba colgada del cuello. Nunca volví a ver mercurio hasta que Ámbar encontró el colmillo.

Fura extendió las manos hacia Ámbar y dijo:

—En nombre del buen rey Lobo, acepto que nos entregues este colmillo como prueba de que los magos han lanzado contra el reino a un dragón. Pero no puedo aceptar esas condiciones en su nombre. Debo consultarlo con él. Tal vez la princesa quiera… Ella tiene la autoridad.

Miró a Soledad, pero esta, despectiva, se apartó cubriéndose con la capa hasta la barbilla.

Ámbar colocó el diente sobre las palmas de Fura.

—Iré con vos. He ido adonde está el puente, pero es verdad lo que os dije —aseguró mientras buscaba la mirada de Fura—: jamás he cruzado la frontera. Ninguno de nosotros la ha atravesado.

El duque la miraba con los ojos muy abiertos. En sus manos, el colmillo brillaba, tibio y liso. Lo apretó contra su pecho y se inclinó ante Ámbar haciendo una profunda reverencia. Soledad lo miró con asombro.

—Muchacha, te aseguro que me esforzaré por que tus condiciones sean aceptadas si nos llevas al Paso del Mago. Haré lo que pueda por lograr que nadie vuelva aquí jamás, ni por tributo ni por hombres. ¿Qué decís, princesa Soledad?

—No olvido que tengo una deuda con vos, Fura de Mongrún, pero no creo a estos. No quiero ver este objeto horrendo, ni oír más historias estúpidas. Estoy harta de falsarios; los he visto a todos desfilar por el castillo de mi padre.

—Princesa —pidió Ámbar—, ¿no queréis mirarlo? ¿Comprobar que no es un fraude?

—Es una fullería, y no necesito nada más que mis ojos para comprobarlo —contestó secamente Soledad—. Llévanos al Paso del Mago, y te ordeno que no te dirijas más a mí si no quieres conocer los alcances de mi enojo.

Ámbar la miró con desconcierto y abrió la boca, pero no salió sonido alguno de sus labios. Fura, con el rostro contraído, se dirigió a Soledad y alcanzó a decir su nombre, pero esta ya giraba sobre sus talones y se alejaba.

—¡Ensillad a Fum, haraganes! —gritó la princesa agitando una mano.

Fura miró a Ámbar:

—Ya hablaré con ella —murmuró con un dejo de vergüenza.

El único sonido que le contestó fue el llanto de Caliela.

La princesa Soledad regresó de su cabalgada ya entrada la noche. En casa de Alondra, los hombres del rey examinaban el colmillo. Probaron sus espadas contra la superficie, pero ni la más afilada le hizo siquiera un arañazo. Cosmas lo golpeó con el mazo y tampoco sucedió nada. Los soldados se turnaron con el mazo, pero el colmillo siguió íntegro y tibio. Los hombres, absortos, ignoraron a la princesa que caminaba de un lado a otro murmurando imprecaciones contra la credulidad de sus súbditos. Inclinados sobre el colmillo, no se volvían a mirarla, aunque ella se esforzaba por hacerse notar.

Con el paso de las horas, Fura sintió cómo su asombro crecía al vislumbrar de qué tamaño era el poder y la fuerza del dragón. Si un diente resistía de esa manera, ¿qué podrían hacer contra la bestia entera?

Comprendió que la guerra contra Alosna era imposible. Debía hacer las paces con ellos o Moriana entera perecería bajo el aliento del monstruo. Soledad, encerrada en un feroz mutismo, ignoraba las instancias del duque:

—Miradlo, tocadlo. No es un engaño, es una prueba —le dijo él varias veces.

Pero a pesar de que tenían frente a ellos un testimonio concreto de la existencia del dragón, Soledad se empecinaba en su silencio. Fura, exhausto, se tendió a dormir en la yacija de la porquera y Soledad salió a dormir en el establo.

En casa de Brau reinaba el dolor. A pesar de que la mayoría de los aldeanos bendecían a Ámbar por su valor, Caliela lloraba sin cesar.

—Tengo que hacerlo —decía Ámbar—, porque nunca te lo he confesado, madre, pero la noche aquella dejé sola a mi abuela a pesar de que me suplicó que permaneciera a su lado. Si me hubiera quedado con ella, tal vez seguiría con vida. Pero no. Habíamos hablado del dragón y me emocionaba verlo. La dejé sola, gritando mi nombre, mientras yo salía a mirar el cielo. Si ahora puedo salvar nuestro grano y nuestra comida, si logro impedir que vengan a empobrecernos, a reclutarnos para sus guerras, debo hacerlo. ¿Qué me puede pasar?

Brau guardaba silencio, pálido y fúnebre.

Caliela, con los párpados hinchados por el llanto, contestó:

—¿Es que no ves la crueldad en el corazón de la hija del rey? ¡Puede matarte! ¡Viene armada!

—Madre tiene razón —terció Florián—. Esa mujer es mala.

—El duque me protegerá, lo sé —contestó Ámbar, con una serenidad que estaba lejos de sentir.

Brau se acercó a su hija.

—Júrame que si adivinas algún peligro, regresarás —le pidió—. Nos enfrentaremos a Fura y a la hija del rey aunque nos aplasten. No quiero que mueras como murió Liaza… Hija, perdóname por haber hablado mal de tu abuela… Era una buena mujer y no mentía.

—No te apesadumbres, padre —dijo Ámbar besándole la mano.

La muchacha puso la cabeza sobre el regazo de su madre, como acostumbraba hacerlo con su abuela. Caliela le acarició las mejillas requemadas, el pelo rizado, las manos encallecidas, hasta que se quedó dormida con su hija en brazos. Brau y Florián, agotados, se tendieron cerca del fuego y durmieron también. Ámbar, en cambio, permaneció despierta. ¡Alosna!, se repetía, y era como si una luz tibia y brillante la esperara en el fondo de la noche.

Al amanecer, mientras la familia comía las cebollas y el pan del desayuno, Dungalo llegó a buscarla.

—En nombre del rey —dijo al entrar, y los aldeanos lo miraron en silencio—. Hemos decidido partir ahora mismo. El duque ha dicho que hará lo posible por cumplir lo que la moza ha pedido. Uno de nuestros hombres, Tibot, velará por su vida. Vamos.

Caliela se puso en pie:

—Señor, dadme un momento con ella: debo preparar las pocas cosas que se llevará. Pan, pescado seco, un poco de cecina… Todo cuanto tenemos. Dejad que nos despidamos de ella.

Ámbar recibió el atado y besó a su madre.

—Te estaremos esperando —dijo Brau con voz temblona.

—Con suerte, cumplirán y nunca volverán a molestarnos, ni ellos ni los recaudadores —contestó Ámbar.

Los aldeanos salieron de sus chozas y se amontonaron para verlos partir. A lo lejos, Soledad esperaba sobre Fum. La princesa, con el rostro vuelto en dirección a Alosna, no se dignaba mirar ni a sus hombres ni a sus súbditos.

Carbón, el viejo perro que había sido de Liaza, al ver a Ámbar sobre una montura comenzó a ladrar y a dar vueltas alrededor del caballo, hasta que Florián lo cogió de la blanda piel del cogote y lo metió en el establo. Los otros perros de la aldea comenzaron a ladrar también, y Fura hizo un ademán para apresurar a la comitiva. Caliela nunca olvidaría la visión de su hija sobre el caballo de Tibot, rodeada por los soldados. A los ojos de su madre parecía tan hermosa como una princesa. Alondra se acercó a Caliela.

—No temas. Tu hija es más inteligente de lo que crees. Estoy segura de que el espíritu de su abuela la protege. Le debemos mucho —le dijo al oído.

Caliela agitó la mano en señal de despedida. Las lágrimas le desdibujaron la cara de Ámbar, quien sonriente gritó:

—¡Volveré!