capítulo cuarenta y siete
Sinocur regresa a Tarkán
ati estaba desesperado. Buscaba disimuladamente una oportunidad para regresar a la estepa sin deshonor, pues el invierno implacable de Moriana lo amedrentaba. Además, su hijo Atalai había desaparecido en una incursión y, sin él, Bati no sentía ánimos para pelear.
Húbilai, taciturno, no hablaba más que con Cuyuc en conciliábulos nocturnos; en la tienda y sin esclavos que los atendieran, los dos se esforzaban por combatir o siquiera entender el letargo que atenazaba el ánimo de Húbilai. Cuyuc buscaba fórmulas mágicas para despertar a su salvador, pero era inútil: Húbilai tenía pesadillas en las que aparecían sus muertos y los hombres a quienes había matado, o soñaba con sus hijos y sus caballos favoritos. Muchas noches soñó con el pantano palúdico donde nació; con la risa de su padre o el primer caballo que domó y al que quiso con toda el alma; con potros que corrían por la estepa o con la boca fresca y dulce de su esposa muerta. Y aunque dormía muchas horas, no le bastaba y a menudo se sorprendía a sí mismo dormido sobre la silla del caballo. Tal vez se debía a la magia que adensaba el aire, o a la venganza que se le escapaba entre los dedos como un puñado de nieve que se hacía agua.
Aybar no se daba cuenta, absorto en su esfuerzo por retener a los capitanes. Los soldados eran incapaces de disimular su temor y su hastío. Cada noche, Bati se acostaba a dormir con el puñal en la mano, temiendo el motín en el que se vería obligado a pelear contra sus propios hombres, sus hermanos de tribu.
Sinocur, muerto de frío y desilusionado porque el enemigo no se mostraba ante ellos, regresó al norte de Tarkán con los cien caballos que había traído, una recua de nobles morianíes con la argolla en el tobillo y una carreta repleta de monedas de oro. Antes de su partida, avisó de su decisión a sus parientes y a los otros capitanes. Se reunieron en la tienda de Aybar y este escuchó a su primo con desdén.
—Quédate y tendrás más oro —le dijo, pero Sinocur se rio y negó con la cabeza.
—No te vayas, no seas el primero de nuestra familia en regresar —le pidió Bati lleno de envidia, pues Sinocur hacía abiertamente lo que Bati deseaba hacer en secreto.
Sinocur se encogió de hombros y se pasó la lengua por los labios en un gesto de gato.
—Tungros, juradme que Tengri no nos está haciendo la guerra también a nosotros. ¡Tener que calentar nieve para beber agua! ¿Por qué envenena los ríos, si sabe que nosotros necesitamos agua como cualquier hombre?
—Vete si quieres, pues —repuso Aybar con fastidio.
—Mira, Aybar, mira a tu alrededor. Pozos envenenados por la saliva de Tengri, ríos silenciosos bajo losas de hielo. Ayer, cuando encontramos los pinos quemados, decidí regresar. Estoy harto.
Húbilai lo miraba sintiéndose remoto y decaído. Sinocur le sonrió y el viejo le devolvió la sonrisa. ¿No había soñado ya con este momento? Estaba seguro de que ya lo había vivido. Bostezó. Indudablemente, Aybar trataría de retener a su primo y Sinocur se negaría.
—¿Dónde quedó tu valor, primo? —preguntó Aybar con malicia.
Húbilai se inquietó. ¿Por qué se mezclaba lo soñado con lo real? Se esforzó por mantener la calma, pero los dedos le temblaron.
—Se congeló y quedó bajo la nieve, en el castillo de Lucio Estrella —contestó Sinocur con una sonrisa.
Había peleado en ese asedio con una audacia solo comparable a la de Aybar, y le tenía sin cuidado la opinión de su primo. Los jefes rieron ante el descaro de Sinocur. Húbilai quiso intervenir para apoyarle en su decisión, pero antes de que pudiera decir nada, se quedó dormido con la barbilla apoyada en la mano. Cuyuc, siempre vigilante, le tocó la rodilla y el tungro abrió los ojos.
Sinocur regresó rico y con una pizca de gloria a Tarkán. Su partida sembró más profundamente la duda en los corazones de otros capitanes, quienes estaban preocupados por la poca caza que habían encontrado. Habían perdido ya tres carretas de provisiones: se habían hundido en la nevisca y solo un hombre había sobrevivido. Los caballos y los otros conductores quedaron enterrados bajo el hielo, junto con los víveres y el oro.
Además, los caballos, sus preciados caballos tungros, habían cambiado desde que estaban en Moriana: muchos tenían los cascos destemplados por la humedad, otros los ojos hinchados, los de allá no comían, los de acá padecían cólicos de muerte. Ninguno se sometía como antes. Los jefes ignoraban que el cambio se debía a la presencia cercana del Unicornio, y que por eso no obedecían más que al freno cruel. Creían que sus monturas estaban bajo un hechizo que los hacía encabritarse sin motivo.
Llovió durante dos días. El agua derritió el hielo y trajo con ella un poco de sol que deshizo la nieve y les permitió recordar otros colores que no fueran el blanco, el negro de los peñascos y el verde oscuro de los pinos. Al principio los tungros agradecieron el cambio, pero pronto se enteraron de que no les convenía: las carretas se atascaban en el lodo, las provisiones se mojaban y los caballos se morían de cansancio cuando se esforzaban por subir las cenagosas laderas de los montes de Moriana.
Cuando dejó de llover, cayó más nieve y muchos murieron. Algunos se perdieron entre los remolinos, encandilados por el resplandor de la escarcha y atolondrados por el deseo de regresar a Tarkán; otros, vencidos por la fatiga, se acurrucaron sobre el hielo y se congelaron. Los capitanes corrían de un lado a otro, instando a los hombres a beber aguardiente, a encender el fuego o a cavar agujeros en la nieve para protegerse del viento. De los ollares de los caballos salían chorros de vapor y sus crines parecían cortinas de escarcha blanca.
Húbilai ordenó juntar a los caballos de forma que se dieran calor unos a otros, y ordenó a los hombres guarecerse lo más cerca posible de sus animales. Algunos soldados le hicieron caso, pero otros lo rechazaron riendo, con los labios azules y los bigotes tiesos por el hielo. Húbilai los veía entre sueños y no sabía si esas pestañas pegoteadas y esas trenzas rígidas eran de verdad o si eran pesadillas.
A la mañana siguiente contaron a los muertos y vieron que eran muchos. Los enterraron con los tesoros que les habían tocado —y los antiguos esclavos recordaron su vida de servidumbre, pues tuvieron que cavar las fosas en una tierra dura y fría— y marcaron el lugar con piedras. Esa noche, todos menos Aybar tuvieron pesadillas.