capítulo dos
El Paso del Mago
l montañoso país de los magos se llamaba Alosna. No era un país rico como Moriana, pues en Alosna no había quien trabajara las minas y solo la tierra de los valles era buena para la labranza. Pero a pesar de que en Alosna no había esclavos ni ejército, era inexpugnable.
La mayor parte de los alosneños, labriegos y pastores, vivían en las partes bajas y templadas, pero los magos eran, casi siempre, montañeses. El mago más célebre de Alosna se llamaba Erec y había nacido en Nebral, un caserío prendido como un adorno en la sierra de Cambelín.
Nebral debía su nombre al espeso bosque de enebros que le daba sombra en verano y lo protegía del viento en invierno. Un arroyo espumoso daba de beber a los aldeanos y a sus animales, para luego precipitarse a saltos por barrancos y despeñaderos, transformándose en una catarata fragorosa que caía al fondo del precipicio que separaba Alosna de Moriana.
En otros tiempos un endeble puente de madera comunicaba los dos lados del desfiladero conocido como Paso del Mago, pero tanto el puente como la amistad entre los dos países se habían roto y nadie sabía si tenían compostura.
El río que fluía en el fondo del desfiladero se llamaba Drin. En Moriana, el Drin se sosegaba y ensanchaba hasta convertirse en una riada apacible de aguas pardas que regaba valles y planicies. Por su cauce se deslizaban las naves abarrotadas de madera, pieles y oro que los nobles de Moriana daban como tributo al Lobo y que este mandaba recoger en Rodosto, un puerto bullicioso donde los traficantes de esclavos levantaban sus tarimas para las subastas.
En Rodosto, Moriana adentro, las aguas que habían sido claras como cristales cuando bajaban de la montaña en Alosna, recibían en sus ondas arcillosas la basura y los cadáveres de los pobres que no tenían dinero para el entierro.
De muy joven, el mago Erec había dejado Nebral para proteger la frontera con Moriana de las incursiones de Dogoero, el padre del Lobo, a quien derrotó en combate singular. En cada choza de Alosna se relataba con orgullo que, en esos años, Dogoero, perjuro como todos los Lobos, había fingido interés en pactar la paz. Los dos países llevaban mucho tiempo en una incómoda tregua, sostenida por la magia de los alosneños y rota de vez en cuando por alguna tropa morianí que buscaba destruir los hechizos a punta de lanza.
La historia, tal como la contaban en Alosna, refería que Dogoero había llegado al Paso del Mago con una escolta pequeña, que acampó con sus hombres cerca de la frontera y se plantó, solo y sin armadura, a la orilla del precipicio. Ya los cuervos y las águilas habían advertido a los magos del viaje del rey de Moriana, y hubo tiempo para preparar una escueta salvaguarda. Al otro lado del barranco, un grupo de hechiceros esperaban, listos para defenderse. En esos años, el jefe de los magos de Alosna era el viejo Prisco. Este convocó una cortina de niebla para ocultarse mejor de los soldados y esperar a que Dogoero revelara sus intenciones.
Los hombres de Dogoero tuvieron miedo. La niebla formó un muro de vapor que se alzó ante ellos, a pesar de que había sol y el aire estaba caliente. Los soldados se amontonaron detrás de su señor. Albano, el escudero del rey, le pidió:
—Señor, apartaos de la orilla, que esa niebla ha de ser obra de algún diablo.
Dogoero miró la niebla y sintió cómo el sudor le empapaba las manos.
—¡Vengo en son de paz! —gritó.
Prisco sonrió con incredulidad y movió la cabeza. A su espalda alguien cuchicheaba rabiosamente. Erec, su joven discípulo, susurró:
—No sabe lo que es la paz. Déjalo allí hasta que se canse.
Prisco se puso el índice sobre los labios:
—Quiero oír.
—¡Escuchad! —repitió Dogoero—. Sé que estáis detrás de la niebla y me oís. El sol me calienta el yelmo y me atosiga. Quiero hablar y pactar. Prometo no haceros daño.
Prisco arqueó las cejas. Una larga historia de traiciones lo hacía dudar, pero no podía ignorar al rey que los convocaba. Erec le dijo al oído:
—Si me lo ordenas, conjuraré una ilusión que los haga ver monstruos: hombres alados con cabeza de buitre, quimeras y basiliscos armados con lanzas. Los haré enloquecer de miedo. Regresarán por donde vinieron y dejarán de contrariarnos.
Otros magos murmuraron su asentimiento. Prisco dudó un momento y repuso:
—Entonces la guerra no terminará nunca. Vamos a ver lo que quiere. Dice que viene en son de paz. Si es verdad, se trata de una oportunidad que no podemos desperdiciar.
Erec lo tomó del brazo, pero Prisco se apartó.
—No te preocupes por mí. Si te necesito, lo sabrás.
Erec no tuvo más remedio que asentir. Prisco era su maestro y nunca lo había desobedecido.
Dogoero vio cómo se abría un rectángulo semejante a una puerta en medio de la niebla. Un viejo de pelo blanco apareció y saludó con la mano. Los soldados retrocedieron. El viejo se acercó a la orilla con paso despreocupado y se detuvo sobre el borde. Las miradas de Prisco y Dogoero se encontraron.
—Tú vienes a nosotros en son de paz, pero nosotros nunca hemos hecho la guerra —dijo el mago—. ¿Qué quieres?
Dogoero, envalentonado por la voz temblona y el aspecto frágil del mago, se quitó el yelmo, se enjugó el sudor y exigió:
—Acércate y habla conmigo. No soy un heraldo ni estoy acostumbrado a hablar a gritos.
Prisco apareció a su lado. Dogoero, nervioso, dio un grito y un salto de conejo. Prisco rio y cruzó los brazos sobre el pecho. Dogoero extendió la mano y le tocó el hombro. Sintió bajo los dedos la tela, el hombro huesudo. Un mechón cano caía sobre la frente del mago y sus grandes orejas de anciano eran rosadas y translúcidas. Tenía las mejillas hundidas, la boca delgada, la nariz larga y aguileña. Bajo las cejas enmarañadas, los ojos grises miraban a Dogoero con interés.
El rey alzó la barbilla y señaló el pabellón, en cuya entrada los soldados habían clavado su espada y el estandarte con el lobo rampante sobre campo de azur. Prisco lo siguió.
Los magos esperaron el resto del día y la noche. Al llegar el alba, Prisco apareció entre ellos con una marca cárdena en una mejilla y el ojo derecho morado y cerrado por la hinchazón. Erec, a quien la espera le había parecido eterna, palideció y se arrojó a sus pies.
—¿Él te hizo esto? ¿Por qué no me escuchaste cuando te advertí que nada bueno podía venir de él?
—Levántate, hijo, no es nada. Un golpe. Levántate.
—¡Lo mataré! —gritó Erec. Se incorporó. Tenía los labios blancos y las manos le temblaban.
—No matarás a nadie, y menos por un bofetón —contestó Prisco, súbitamente áspero—. Ni siquiera lo digas.
Entonces describió, con dignidad de general, cómo Dogoero, borracho e impaciente porque no había logrado convencerlo de venderle algunos magos para su corte, le había cruzado la cara con el guantelete.
Erec se esforzó por conservar la apariencia de ecuanimidad. Cuando Prisco terminó de contar la historia, se puso en pie, giró sobre sus talones y se dirigió hacia el barranco.
—¿Adónde vas? —gritó Prisco.
Pero Erec ya se había protegido de la magia de su maestro con un conjuro. Echó a correr hacia la orilla, murmurando hechizos e injurias. Los viejos tablones del puente, colgados sobre el vacío, se elevaron con un rechinido para unirse en el aire. Los hombres de Dogoero escucharon la estampida de maderos que se articulaban sobre el abismo y acudieron a ver qué pasaba. Algunos gritaron. Prisco, tan espantado como ellos, tendió un rápido hechizo de protección sobre su discípulo.
—Contra las flechas, contra la espada, contra la piedra… —murmuró.
Los magos se apiñaron a su alrededor. Al puente le faltaban algunos tablones, pero Erec salvó los espacios dando grandes zancadas. Cuando puso los pies en la otra orilla, los soldados que se habían acercado para ver el prodigio huyeron. Erec gritó:
—¡Dogoero, Lobo perjuro! ¡Te reto a duelo, tú y yo solos! ¡Ven si te atreves, rey cobarde!
Dogoero salió del pabellón con la cara congestionada por la furia y el vino. Bajo la bulbosa nariz entrecruzada por venitas moradas, el bigote rubio se encrespaba de rabia. Ya Albano le colocaba la coraza sobre el coleto, ya un soldado traía el caballo irascible que jineteaba en las batallas y Dogoero mismo se encasquetaba el yelmo, gruñendo como un lobo de verdad. Albano lo ayudó a montar. Dogoero, armado de pies a cabeza, apretando las rodillas sobre los flancos del caballo acorazado cuyos ollares se abrían tratando de percibir el olor del miedo, se lanzó contra el mago.
Erec aguantó la embestida a pie firme. Solo su enmarañado pelo negro y los faldones de la túnica se movían, sacudidos por la brisa de la mañana. Los soldados de Dogoero vieron el gesto de odio en la cara del mago e hicieron la señal contra el mal de ojo.
Cuando el caballo de Dogoero se acercó lo suficiente para que Erec pudiera percibir su aroma equino y ver la saliva que le manchaba los belfos, el mago levantó el brazo con la palma de la mano hacia arriba.
El animal se quedó inmóvil y exhaló un relincho de espanto. Una bandada de pájaros posada sobre las ramas de un abeto cercano levantó el vuelo con escándalo. El caballo siguió petrificado. El rey le hundió las espuelas en los ijares. El caballo inclinó la testuz lentamente, con las cuatro patas empotradas en la tierra. Brillaban sus ojos desorbitados, y bajo los belfos arremangados se veían los dientes.
—¡Libérate! —gritó Erec, y bajó el brazo. Su índice huesudo apuntó a la tierra.
El caballo se alzó sobre las patas traseras y arqueó el lomo. Dogoero trató de aferrarse a la crin, pero resbaló y cayó con un estrépito de metales. Se puso en pie dificultosamente, ayudado por Albano, quien le tenía más miedo al rey que a toda la magia del mundo.
Dogoero caminó hacia Erec, con el paso de ganso de los hombres que andan con armadura. Erec movió los dedos de la mano derecha y la espada de Dogoero se convirtió en una rama de enebro. Dogoero se detuvo en seco. Miró la rama y la sacudió.
—¡Maldito perro, belitre, hijo de mala madre! —gritó—. ¡Mi espada! ¡La espada de mis ancestros! ¡Te mato, desdichado!
Erec rio. La cólera se había transformado en una alegría feroz. Corrió hasta llegar frente al rey, quien sacudía la rama con afán, apoyó las dos manos en la coraza y empujó. Dogoero cayó y se agitó, vulnerable como una tortuga panza arriba. Al ver el rostro moreno del mago sobre el suyo, el rey lo fustigó con la rama. Erec sintió un pinchazo múltiple en la mejilla, ardor y, luego, la sangre que escurría. Una calma pasmosa le despejó el ánimo. Apartó las manos revestidas de hierro de Dogoero, le puso la rodilla sobre el vientre y le quitó el yelmo. El pelo del rey apareció bajo el sol, hirsuto como un matorral. Con delicadeza, el mago colocó el yelmo en el suelo y afianzó la rodilla que tenía apoyada en la bragadura del rey. A pesar de la cota de malla, la rodilla del mago se hundió entre las ingles de Dogoero y este gimió. No se había puesto la bragueta de metal con la que se protegía en las guerras porque solo iba a matar a un mago vil y desarmado, y no pensó que la necesitaría. Ese mismo mago vil y desarmado ahora le aplastaba el sexo, lo miraba con odio y, finalmente, le propinó un bofetón con una fuerza tal que el pómulo de Dogoero le dejó pelados los nudillos.
—Para que aprendas a no golpear a tus huéspedes, bribón cobarde —dijo con serenidad el mago vil y desarmado. Y le dio otro.
La mano del mago quedó marcada en la mejilla del rey. Dogoero lo miró con los ojos desorbitados. Una huella colorada le inflamaba el pómulo. De su boca salió una queja que se agudizó cuando Erec volvió a hincarle la rodilla.
Un murmullo de angustia recorrió la fila de soldados. Erec, todavía sobre el rey, se volvió hacia ellos y estiró el brazo con ademán amenazante, el índice enhiesto, la mano tensa. Los soldados retrocedieron. El mago se incorporó con desdeñosa calma y dejó a Dogoero tendido sobre el costado, tratando de respirar. Se dirigió al puente y el caballo del rey lo siguió, trotando como un potro, mientras Dogoero gemía doblado sobre sí mismo.
Albano corrió a ayudar a su rey. Erec, sin mirar atrás, tomó las riendas del caballo y lo guio con cuidado sobre los tablones. Los soldados miraron al joven seguro y tranquilo, al caballo con la cabeza erguida, al rey tendido. Cuando los pies de Erec tocaron el suelo de Alosna, el maderamen se desbarató de nuevo y los tablones cayeron al vacío.
La neblina se evaporó. Entonces se oyó la voz cascada de Prisco, quien, cuando vio que su discípulo estaba a salvo, entonó un nuevo y más eficaz sortilegio de protección para cerrar la frontera. Los otros magos lo imitaron, esforzándose por no dejar ni una rendija por la que se pudiera colar la maldad de los reyes de Moriana:
No entrarán las lanzas, las flechas, el fuego griego que no se apaga con el agua, el ariete o la catapulta. Los caminos de la tierra se torcerán, el aire los engañará, el agua se ocultará y padecerán sed, o caerá en torrente sobre sus cabezas. Serán confundidos por las estrellas, por el sol, por la niebla. Todos los animales y las plantas serán sus enemigos. Por la savia que corre dentro del árbol y la leche de la madre, por la fuerza que abre la semilla, que la vida se defienda de la muerte y Alosna se proteja de Moriana.
Erec, con el pelo revuelto y la mejilla ensangrentada, llegó seguido por el caballo al bosque donde lo esperaban su maestro y los otros magos. Respiraba pausadamente, pero en sus ojos brillaba la cólera.
Espinela el yerbero le palmeó la espalda, pero los magos viejos lo recibieron en un silencio cargado de reproches. Entre los más jóvenes, en cambio, hubo gestos de complicidad y miradas de admiración. Erec se acercó a Prisco y trató de abrazarlo, pero el viejo dio un paso atrás y le puso una mano sarmentosa sobre el pecho. Erec lo miró y los ojos se le opacaron.
—¿Por qué me rechazas?
—Porque desobedeciste y cometiste un acto de guerra. No valía la pena. Soy un mago, no un soldado. La vejez no me impide defenderme.
—Dogoero es un cobarde. Solo le devolví el golpe. Con la mano desnuda, además. Él usó el guantelete para darte a ti y mira cómo te dejó…
Prisco lo estudió con el ojo izquierdo inclinando la cabeza como un pájaro, pues el derecho estaba tan hinchado que no podía abrirlo. Se enderezó y, con los dedos, peinó la melena sudorosa de su discípulo.
—No debiste ir. Ya había demostrado que venía a pelear, y se hubiera llevado tu vida sin dudarlo. ¿No ves que te gobierna la rabia, como a él?
—No soy como él. Acudí solo, sin armas. Fue una pelea justa, pero si quieres haré penitencia. Lo que me mandes —contestó Erec. Sin embargo, no había humildad en su voz.
El caballo de Dogoero resopló y se acercó a los magos.
—Este vivirá mejor entre nosotros —dijo Erec. El caballo le acarició el cuello con los belfos y Erec sonrió. Prisco lo miró sin corresponder a la sonrisa.
—Seis meses sin hablar con nadie. Seis meses limpiando las letrinas, lavando los establos, reparando los arados. Seis meses sin hacer magia. Si alguien intenta cruzar el Paso del Mago, me vienes a buscar. A pie —ordenó.
Sin esperar a la respuesta, dio la vuelta y se fue. Erec, con la mano sobre la testuz del caballo, lo miró alejarse.