capítulo cuarenta y dos

El sonámbulo

l dragón dormía escondido en las ruinas del castillo de Lucio Estrella, el hermano de Zorro de Álamos. Soñaba, padecía sus dolores, envejecía un poco más. Allí se estaba mejor que expuesto a la nieve, pues las piedras guardaban un poco del calor del incendio. Los tungros habían prendido fuego a todo lo que pudiera arder. Al dragón le hacía gracia esa furia incendiaria. Los tungros eran, efectivamente, sus criaturas. Los guerreros de la estepa, como él, calcinaban todo a su paso y se acorazaban con oro.

Entre las decenas de historias que pudo discernir al hundir la nariz entre el carbón y las cenizas, había una que le había interesado: un agrio dolor que no se atenuaba. Un hombre lleno de hiel. Un hombre que, excepto por la cadena del rencor, era libre. El dragón abrió una pequeña puerta en su mente y por ahí miró a Húbilai.

Lo consideró con curiosidad y decidió acercarlo a él. Pensó en su nombre y lo dijo tres veces: Húbilai, Húbilai, Húbilai.

No era un hechizo. Era apenas un posarse de la atención, un movimiento de la voluntad. Pero él era un dragón y Húbilai era solo un hombre, cuya mente quizás no soportaría el interés que suscitaba.

El dragón quiso saber cómo lo llamaban sus hombres y supo que le decían Húbilai el Viejo.

¡Viejo!, se dijo el dragón, y le dio risa. Los hombres no sabían lo que era la vejez. Eran, a su lado, moscas de mayo, insectos que vivían un día; efímeras larvas. Pero le gustó que el apodo de Húbilai fuera ese. Era un hombre valiente y tenía un fuego encendido en el pecho.

El dragón dormido exhalaba chorros de vapor por el hocico y abría las garras como un gato colosal mientras Húbilai gemía, dormido sobre el caballo.

El resplandor de la nieve había cegado a muchos. Después de cabalgar todo el día escudriñando la blancura en busca de enemigos, los guerreros tungros sentían dolor de cabeza, luego un ardor insoportable en los ojos, y al final dejaban de ver.

Los esclavos liberados, acostumbrados a las devastaciones del invierno morianí, afirmaban que esa ceguera era temporal, pero los guerreros tenían miedo de quedarse ciegos y sufrían. Tulam, el hechicero del clan de Bati, fue uno de los primeros en perder la vista, y el jefe interpretaba el hecho como el peor de los augurios.

Tulam, ciego y asustado, repetía:

—Regresar es la única forma de salvarnos, porque esta modorra mágica es mala y el frío nos matará. Decidles a vuestros jefes que hay que volver, pues no se puede flechar al frío ni golpear a la escarcha.

Cuyuc lavaba los párpados de Tulam con agua salada y los hechiceros mezclaban pociones para mantenerse despiertos. Temían que fuera el Lobo el causante del adormecimiento, y todo el tiempo luchaban contra el sueño. Abrían sus pellizas para que el frío los hiriese o se punzaban los brazos con cuchillitos hechizados.

No comprendían el empecinamiento de Aybar. Reconocían que el asunto de la venganza de Húbilai era distinto. La legitimidad de una deuda de sangre era absoluta, y nadie le hubiera escatimado el buscar a Senen hasta debajo de la última piedra morianí. Pero los hechiceros estaban asustados por lo que percibían en el humo, las estrellas y las visiones del licor de adormidera. El aire del campamento se adensaba, lleno de ensueños y delirios que se mezclaban con el humo de las hogueras.

El más intrigado era Cuyuc. Desde el momento en el que vio la cara de Húbilai detrás de los barrotes de la jaula, el agradecimiento ocupó todo su corazón. Llamaba al viejo guerrero «salvador de mi vida», y si Húbilai no correspondía plenamente a sus demostraciones de afecto, no le importaba. Iba detrás de él, dispuesto a servirle. Por eso se dio cuenta de que Húbilai pasaba casi todo el tiempo dormido; pero, a diferencia del resto de los hombres del ejército, aunque estuviese dormido seguía sobre el caballo, conversando y hasta comiendo.

Los demás se dormían y se tendían, como cualquiera, a roncar con los ojos cerrados y el cuerpo laxo. Húbilai, en cambio, apenas si entrecerraba los ojos. Solo lo delataban el ritmo pausado de la respiración y la parsimonia submarina de sus movimientos. Cuyuc conjeturaba que, si los demás no se habían dado cuenta, era porque el letargo les embotaba los sentidos.

Húbilai temía que la locura se hubiese apoderado de él. Comenzó a ver el campamento en sueños y a entrar en los de sus hombres: soñó el sueño del más humilde hondero, poblado por una yegua gorda y una mujer sonriente, y soñó los sueños del mismo Aybar, historias de gloria, espadas y triunfo que contrastaban con el tedio de los días.

Húbilai tuvo sueños en los que era mujer; sueños de zorro, en los que corría ligero por la nieve detrás de la sangre tibia de la liebre y su olfato dibujaba paisajes; sueños glaucos de abedules que esperaban la primavera para que brotes verdes despuntaran en las ramas; sueños de semilla, ciegos, sordos y llenos de vida. Los sueños absorbían su atención y solo la sed de venganza le impedía tenderse en la yacija y olvidarse de todo, como algunos de sus guerreros.

Había, sin embargo, unos sueños a los que temía y que llegaban sin aviso. Eran los del dragón. En ellos buscaba a la mujer pelirroja, el único ser que lo comprendía, su semejante, la dragona. En la búsqueda miraba al ejército tungro desde el cielo y lo veía arrastrarse laboriosamente por la nieve. El mundo le parecía, entonces, un pudridero en el que reinaba la muerte. Distinguía en cada cosa viva la mancha que señalaba su fragilidad: la cana escondida en la barba de Aybar, la cicatriz en la pata del caballo, la marca amarilla en el colmillo del lobo. Su propia muerte lo esperaba escondida en un pliegue del tiempo, y no había nada más verdadero que esa espera.

Cuando tenía esos sueños, despertaba anonadado por un desaliento extraño que no era el suyo. Su tristeza habitual y humana solía estar mezclada con la ira contra Senen. Esta tristeza del sueño, en cambio, estaba llena de una opresión mortal. Sentía una presencia lúgubre que le atenazaba el pecho, que le hinchaba el corazón hasta estrujárselo contra las costillas.