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El buque atraca en Nápoles
y Agata es raptada por una desconocida
Las gaviotas volaban bajas sobre el mar encrespado. La mole protectora del Maschio Angioino se recortaba contra la ciudad, que aún dormía. El vapor se deslizaba sobre las aguas y se detenía junto a otro vapor que exhibía bandera británica.
Completamente vestida, Agata aguardaba. Repetía los Pater noster, serena. Una mujer del pueblo con una cesta y un ancho saco hizo irrupción en el camarote. La conminó a desnudarse y a ponerse la ropa que le traía, y a meter después en el saco lo indispensable: lo demás lo dejarían, junto al monjil, en el camarote.
—Dígame quién la envía.
Agata había levantado la voz. La otra miró hacia fuera y después le contestó con un susurro:
—Estese calladita y dese prisa.
Agata tuvo que quitarse el monjil delante de ella. Cohibida, volvía a vestirse titubeante con los vestidos toscos de cintura ajustada, que no se ponía desde sus catorce años. Insistió en cargar con el cesto repleto de libros y, dando él brazo a la mujer, bajó por la pasarela junto a los demás pasajeros. Antes de entrar en la carroza, Agata se dio la vuelta y creyó ver la barba dorada de James en una carroza cerrada no lejos de la de ellas. Se le iluminó la cara e hizo un gesto. La mujer le sujetó la mano. Ella se sonrojó, avergonzada: aquel gesto podría echarlo todo a perder.
James subía por la pasarela. El capitán y el ayudante de bordo le estaban esperando y juntos fueron a llamar al camarote de Agata. No hubo respuesta. Llamaron de nuevo, después el ayudante de bordo abrió con la llave maestra, sobre la litera estaban, perfectamente doblados, la cogulla, el monjil y el escapulario de Agata. El cándido y plisado griñón destacaba sobre el negro del monjil como un merengue redondo.
James había mandado salir a los demás. Sentado junto al monjil, retorcía el plisado de la cogulla y pensaba. A principios de enero llegó a sus oídos que en Palermo un carbonario deambulaba por la ciudad anunciando una revuelta para el 12 de enero, y que brigadas de guardias rurales de la baronía autonomista y bandas armadas se unirían a la burguesía liberal. Desde el momento en que supo que Agata ya no estaba con los Cecconi, la visión de Agata arrancada de su casa y objeto de violencia no le había abandonado, hasta que el cardenal le pidió que devolviera a su sobrina a Nápoles. Emocionado ante la posibilidad de volver a verla pronto, James se atormentaba por miedo a que su madre la hubiera convencido para que se quedara con ella. Tenía que asegurarse de los sentimientos de Agata. Tras la visita del cónsul de Agrigento, lo había organizado todo para embarcarla, en cuanto llegara a Nápoles, en un vapor listo para zarpar hacia Inglaterra, mientras él realizaría las gestiones necesarias ante la curia y el Papa para deshacer sus votos, empresa no imposible si se realizaba con diplomacia. La inexplicable desaparición de Agata de su camarote le había sumido en la más negra desesperación.
El cardenal, en cambio, había mandado al padre Cuoco y a dos legas al puerto de Nápoles en una carroza cubierta, para llevar a Agata a Gaeta, y después a un monasterio de los Estados Pontificios. Los tres esperaron a que los últimos pasajeros abandonaran la nave para subir a bordo. Se quedaron de piedra al encontrarse la puerta del camarote acordonada por el capitán y por el personal del buque: la monja había desaparecido y se impedía a todos el acceso al camarote.
El tiro de James Garson había entrado en el patio de la residencia del cardenal. En cuanto recibió el billete en el que James le comunicaba que poseía información sobre doña Maria Ninfa, le concedió un coloquio.
El dulce perfume de los jazmines precoces impregnaba el aire: el olor del poder, pensó James, crispado.
—Me siento desolado por lo ocurrido y me considero personalmente responsable —arrancó.
—Cuénteme.
Y el cardenal escuchó con atención los detalles del viaje de Agata, empezando por el trayecto en tartana desde el cargadero de Licata. James se demoraba en las nimiedades que estaba contando, esperando que al cardenal se le escapara de la boca algo de sus propios planes para Agata. Dijo que el comandante del vapor había interrogado a la tripulación; parecía indudable que Agata no había mantenido contacto con nadie, aparte de las dos religiosas que James había ordenado llevar a bordo precisamente para que la asistieran, y que había solicitado un camarote solo para ella, cosa que le fue concedida.
—Esa mañana, doña Maria Ninfa comió con buen apetito y permaneció en el camarote esperando a que fueran a recogerla. Parecía contenta y hasta estuvo cantando, para sí misma.
—Tiene una bonita voz —suspiró el cardenal. Con un gesto de la cabeza en señal de asentimiento, James se traicionó—. Usted la conoce, ¿verdad?
La mirada del cardenal era cortante.
—Desde luego. Fui yo quien ofrecí un pasaje a la maríscala y a sus hijas cuando el mariscal murió, y la vi algunas veces en el palacio Padellani antes de su profesión temporal.
—Se me había olvidado. —Una nueva idea se le estaba cruzando por la cabeza al cardenal: quizá todo hubiera sido organizado por doña Gesuela, para no perder a su hija—: ¿Y Palermo?
Los sicilianos eran como los borrachos, dijo James, no se daban cuenta de que gobernar es una tarea difícil. Hablaban de declarar la guerra, pero no tenían ejército —ni tropas, ni oficiales, ni generales, ni municiones, ni aprovisionamientos—. Ni dinero. Ni administradores. Ni carreteras, ni flota. Los ilustres exiliados que habían vuelto a la patria habían recibido cargos poco adecuados a sus capacidades, como por ejemplo Amari, a quien se le había confiado el dicasterio de finanzas: a uno más pobre que las ratas, a quien sus amigos sicilianos mantuvieron durante los años de exilio en Francia, que no entendía nada de finanzas.
—Falta instrucción, falta una tradición de participación política.
—Estoy de acuerdo. ¡Y de qué otro modo podría ser si, de cada cien sicilianos, sólo once saben leer y escribir! —dijo el cardenal—. Tal vez no sepa usted que cuando los jesuitas vinieron a nuestro reino, tras el concilio de Trento, se quedaron pasmados ante la degradación en la que vivían sus habitantes: pobres, zafios, ignorantes, supersticiosos. Para darles un barniz de conciencia cristiana, tuvieron que recurrir a instrumentos de persuasión, suaves en ocasiones, y otras veces agresivos, provocando el miedo, estimulando penitencias violentas. Al final del siglo XVI, la metáfora de las Indias de por açà19 se había convertido en un lugar común.
—Exagera, Eminencia. Para todo hay remedio. Ustedes están a la altura de cualquier otro pueblo europeo.
—Leopardi tenía razón: los italianos están a la par de los pueblos más avanzados, excepto por dos aspectos fundamentales: la alfabetización y una total confusión de ideas. —Hizo una pausa y después se lanzó a hablar sin rémora, como si estuviera solo—: La gente olvida y se cansa del bien y del mal que obran los demás, de sus mentiras y deshonestidades, y trata tanto a los buenos como a los malos con indiferencia, sin valoración moral o ética alguna. El italiano tiene una vida nueva, vivida completamente en el presente. Sin embargo, siendo un animal social, no puede prescindir de la estima de los demás. Y la obtiene partiendo de lo que uno posee, es decir, de la vanidad, de la que tiene plena conciencia y que desprecia.
»Los italianos se ríen de la vida: se ríen de ella bastante más y con mayor verdad y persuasión íntima de desprecio y frialdad que todas las demás naciones. Los otros pueblos se ríen de las cosas y no de las personas, como hacen, en cambio, los italianos. Una sociedad cohesionada no puede durar si los hombres se entretienen mofándose los unos de los otros y manifestando continuamente su mutuo desprecio. En Italia se persiguen recíprocamente, se zahieren hasta que brota la sangre. ¡Sin respetar al otro, uno no puede ser respetado! —E hizo una pausa. Después continuó, lento pero inexorable, casi saboreando la impaciencia de James—. El principal cimiento de la moralidad del individuo y de un pueblo es la estima constante y profunda que tiene por sí mismo y el afán por conservarla, la sensibilidad hacia su propio honor. Un hombre sin amor propio no puede ser justo, honrado ni virtuoso. Mazzini, un pensador inteligente (Dios y patria, unidad republicana, igualdad de los ciudadanos), está destinado al fracaso. Su visión del mundo encalla al entrar en contacto con los indios de por açà. El analfabeto no podrá recibir su mensaje.
—¿Por qué dice todas estas cosas? Es una actitud derrotista.
James ya no aguantaba más, quería saber algo de Agata y basta.
—Para que usted, capitán Garson, llegue a comprender que cuanto menos tenga que ver con los italianos, y con doña Maria Ninfa en particular, mejor será para todos. Doña Maria Ninfa está sana y salva, esté donde esté. La sangre de los Padellani corre por sus venas. Ya me encargo yo de pensar en ella.
Y el cardenal tiró del cordón de la campanilla.
—Y yo también, excelencia.
Y James siguió al secretario del cardenal, que le sujetaba la puerta, manteniéndola abierta.