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Octubre de 1842.

Agata, ya postulante, se convierte en ayudante de la farmacéutica

Agata pasó a ser postulante a los dieciséis años, después de dos años de aspirante; ninguno de los Padellani presenció la misa celebrada con tal ocasión. La abadesa había pedido a los familiares que espaciaran los contactos con ella para consentir que se sumergiera en la vida monástica y mantuviera el precario equilibrio alcanzado; los parientes napolitanos obedecieron con alivio —la siciliana rebelde era motivo de azoramiento—, excepto Orsola y Sandra, las únicas que la querían y que, precisamente por eso, acataron también la solicitud de la abadesa. Aisladas del resto del mundo, las aspirantes llevaban una vida apartada de las postulantes, de las novicias y de las coristas, y protegida por todos. Agata estudiaba con gusto y tenía incluso una nueva afición: la manufactura de paperoles, templetes o altarcitos que contenían minúsculas reliquias o, sencillamente, imágenes sagradas sobre un fondo forrado de raso y enmarcado, una creación de las monjas del siglo XVIII utilizando, en lugar de hilos de oro y de plata, perlas o piedras preciosas, tiras de papel dorado y de colores, hebras de paja, cristales de colores, lentejuelas y espejitos. Una monja francesa refugiada en Nápoles los había introducido en San Giorgio Stilita; ya pasados de moda y desdeñados por las coristas por la pobreza de los materiales usados, el arte de los paperoles había sido preservado por las legas de la monja, ya ancianas, a las que les quedaban pocas aprendices.

Agata dependía de la generosidad de su tía la abadesa y de lo que ganaba con la venta de las cucchitelle, de modo que descubrió una nueva forma de ganar dinero para sus modestas necesidades. Creaba sus paperoles con desechos de materiales que encontraba por ahí o con los restos de seda que le regalaban las coristas y se había especializado en altarcitos y decoraciones florales. Le gustaba mucho aquel trabajo de paciencia y de concentración. Se sentía como envuelta en el capullo tejido por el afecto de su tía la abadesa y de las otras maestras, y confiaba en que, al igual que la crisálida se transforma en mariposa, ella también, en el momento de la profesión temporal, recibiría el don de la vocación y volaría cerca de Dios. Agata se negaba obstinadamente a plantearse la alternativa de hacerse monja contra su voluntad. Ponía todo su empeño en querer ser monja, y hasta había espaciado la lectura de los libros que se había traído a escondidas, que encarnaban las tentaciones de la sociedad civil.

Las monjas debían alternarse en las distintas ocupaciones, desde la de abadesa a la de hebdomadaria —la monja encargada de las cocinas—, pero ya no era así. Desde hacía más de quince años era la misma monja demandadera la que se encargaba de las relaciones con el mundo exterior. La monja farmacéutica, doña Maria Immacolata, que hacía las veces de herbolaria también, cuidaba la salud de las hermanas desde hacía mucho tiempo y necesitaba una ayudante, pero pocas hermanas se mostraban interesadas en su trabajo. Su título latino era monaca infirmaria, puesto que representaba al mismo tiempo al farmacólogo, al médico y al especiero.

Cuando se hizo postulante, en octubre de 1842, a Agata se le asignó el cometido de ayudarla. Doña Maria Immacolata, austera, de ojos oscurísimos, tenía una voz bonita, suave y baja, casi un soplo. Con aquella voz, doña Maria Immacolata esculpía en el silencio la historia de la orden. Hablaba de cómo el arte médico fue desarrollándose en las abadías benedictinas de la Edad Media. Su medicina basaba la «esperanza de la cura» en la misericordia de Dios y en la «acción de los simples», es decir, del medicamentum simplex: una hierba medicinal o un medicamento hecho con plantas oficinales. Nacieron así, entre los muros de sus monasterios, el jardín de las oficinales para el cultivo de las hierbas medicinales y la farmacia, el armarium pigmentariorum, para su conservación en el tiempo. Tras la reforma cluniacense, los benedictinos defendieron que el recogimiento y la oración eran preferibles a las prácticas de la humillación de la carne como instrumento de ascesis, «pero seguro que aún hay hermanas que usan cilicios y otros medios para mortificar el cuerpo», le decía, y dejaba que su susurro vibrara con una tonalidad levemente más alta. Era cometido suyo curar las heridas sin hacer comentarios ni juicios de valor: la hermana farmacéutica tenía que atender a las hermanas enfermas o víctimas de dolores sin hacer preguntas ni expresar ninguna clase de juicio moral propio.

—En ciertos casos —y la voz de doña Maria Immacolata se amortiguaba aún más—, no es oportuno llamar al médico. De las cosas de hembras nos encargamos nosotras.

El jardín de las oficinales estaba repartido entre los dos claustros del monasterio. Angiola Maria, ayudada por Checchina, una lega de doña Maria Brígida, y por varias criadas, dirigía los trabajos del huerto del claustro principal y se encargaba también de los del claustro de las novicias, dedicado exclusivamente a las plantas medicinales, todo bajo la jurisdicción de doña Maria Immacolata. En la época de la recolección y la conservación —desecación, transformación en píldoras, tinturas y aceites esenciales—, Angiola Maria vigilaba todas esas tareas, tras haber aprendido por su cuenta los rudimentos de la lectura para verificar las recetas.

La primera vez que doña Maria Immacolata llevó a Agata al jardín de las oficinales hizo que las acompañara Angiola Maria; juntas la ayudaron a identificar cada planta y de cada una de ellas le recitaron las características y propiedades medicinales. Después pasaron a sugerencias más prácticas relativas al cultivo y a los cuidados. Reinaba un ordenado caos de plantas individuales, de otras en hileras, de arbustos, matorrales y plantas en macetas. Doña Maria Immacolata se detuvo ante la estepa de Creta, un arbusto de hojas verdes no especialmente atractivo:

—Lo utilizamos en tisanas e infusiones, sirve de tónico y refuerza el organismo. Su resina se quema para prevenir enfermedades. Ahora es un componente del incienso de los cardenales, y cuando oficia el cardenal, doblamos las dosis. Su perfume es muy dulce. Siempre me pregunto si nuestro cardenal se dará cuenta. Ciertas veces parece tan distraído en las funciones...

Y las dos se miraron a los ojos, causándole a Agata un desasosiego que no supo descifrar. Se inclinó para admirar la espesura de flores color malva que crecían profusamente a los pies de un arbusto: cada flor nacía de un bulbo. Se le ocurrió cogerle una a la abadesa.

—¡Quieta! —la pararon al unísono las otras dos.

—¿Has tocado el tallo?

Silencio.

—¡Lo ha tocado!

Doña Maria Immacolata le agarró la muñeca y se la apretó con fuerza; Angiola Maria, en el pozo, tiraba afanosa del cubo. Le hicieron meter la mano en el agua y le rascaban con las uñas los dedos y la palma.

—Su nombre es Aconitum, lo llaman arsénico vegetal —le explicó doña Maria Immacolata.

—¡Ten mucho cuidado! Hay que manejarlo con mucha atención. Es un potente veneno.

No era una sugerencia lo de Angiola Maria, sino más bien una orden.

La monja y el capitán
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