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Los días de Agata como aspirante
La primera semana como aspirante había discurrido bien para Agata. El cardenal le había confirmado al padre Cuoco como confesor. La abadesa, que hasta la ceremonia de la toma de hábito prácticamente había evitado hablar a solas con ella, le demostraba ahora el mismo afecto de antes, si bien con mayor recato, y se reunía con ella cada día, brevemente, antes de Vísperas, en el «tiempo de las monjas», cuando podían leer, rezar o meditar a solas a su gusto.
La instrucción religiosa había sido confiada a la maestra de las aspirantes y de las novicias, ayudada por novicias próximas a la profesión solemne; las jóvenes recibían un trato muy severo. La jornada de estudio estaba jalonada no por las clases, sino por el rígido horario de oración, con escaso espacio para el recreo. De modo que Agata se mantenía a distancia del resto de las aspirantes, que la buscaban para escuchar de sus labios la verdadera historia del conflicto con su madre. Prefería estudiar los libros que le habían dado, pero su pensamiento volvía a menudo a su madre, cuya llegada de Mesina le había anticipado la abadesa.
Doña Gesuela no se dirigió de inmediato al monasterio recién desembarcada del vapor, como inicialmente tenía pensado hacer: por consejo del general Cecconi, prefirió hablar con parientes y amigos para entender qué le había ocurrido a su hija, de modo que pudiera llevársela a Mesina sin dañar las relaciones con los Padellani.
Era el día establecido para su visita a San Giorgio Stilita. La monja portera la condujo al parlatorio, en vez de al salón privado de la abadesa. Doña Gesuela, contrariada por ser tratada como todo el mundo, en vez de como un familiar, se sentó al borde de una silla delante de la reja, muy tiesa y sin apoyarse contra el respaldo. Mientras esperaba, se iba hinchando de resentimiento.
Después, un chirrido a sus espaldas: su hija y su cuñada hacían su entrada en el parlatorio a través de la puertecilla camuflada entre las volutas verdes y rojas de las columnas del fresco. Al inclinarse para el besamanos, Agata dejó a la vista su pelo alisado y sujeto con la peineta, que ponía en evidencia las calvas donde se lo había arrancado. Aquella visión hizo que doña Gesuela se olvidara de todas su buenas intenciones: le reprochó que hubiera llenado el monasterio de protestas contra la vida del claustro, proclamando a los cuatro vientos que quería desposarse —a esas alturas, doña Gesuela había levantado la voz, cada vez más estridente—, y la acusó de haber pergeñado ese diabólico plan de dar a entender a todo el mundo que tenía vocación, cuando lo único que la movía, por el contrario, era la desobediencia: Agata sólo quería evitar la boda con el hombre que ella había escogido.
—Gesuela, ya está bien. No puedes obligar siempre a los demás a seguir tu voluntad. Tienes casi cuarenta años, deberías haberte vuelto más sabia, ahora que eres viuda.
Agata se queda aquí, es su voluntad... y también era la tuya la última vez que nos vimos.
Las palabras de la abadesa exacerbaron los tonos. Ahora doña Gesuela ya no se contenía y acusaba a los Padellani de estar contra ella, en particular a la abadesa, que había traicionado su confianza, y amenazó con recurrir a la justicia del rey para recuperar a su hija. Sin descomponerse, la abadesa le recordó que el cardenal había seguido el asunto muy de cerca:
—Tiene un interés especial en tu hija, ya lo sabes.
No, Gesuela no había pensado en el cardenal, y ante aquellas palabras, se quedó estupefacta.
—Entonces, permíteme decirte que yo sí que se lo he consultado —apremió doña Maria Crocifissa—, cuando recibí la solicitud de Agata. Fue él quien aprobó su regreso, previa deliberación de las monjas profesas en pleno Capítulo. Y que sepas también que Agata quiere hacerse monja por voluntad propia.
La madre clavó los ojos en los de su hija, que le sostuvo la mirada sin apartarla hasta obligar a doña Gesuela, derrotada, a sustraerse a tamaño desafío.
Desde entonces y hasta el día de la profesión temporal, Agata no volvió a tener contacto alguno con su madre.