34

Mayo de 1847.

El cardenal viene a saber que alguien ha querido

causar daño a Agata y la saca de San Giorgio Stilita

Agata sentía auténtico miedo; no tenía la menor idea de quién había querido envenenarla ni del porqué, y la ausencia de Angiola Maria significaba que no había nadie que velara por ella. La abadesa se había mostrado solícita por vez primera y le había sugerido que permaneciera en la celda; sus legas le traerían la comida. Recelosa del cambio de actitud, Agata le dio muchas vueltas y llegó a la conclusión de que la lega de doña Maria Celeste, que ahora trabajaba para la abadesa, era la única que podía querer verla muerta, por miedo a que revelara el aborto provocado a su ama y su papel en todo aquel feo asunto. Se negó a comer. El tercer día, la abadesa entró en su celda y con un amago de sonrisa le comunicó que el cardenal le había concedido los Breves en casa de su madre, en Palermo. Agata tenía libertad para abandonar el monasterio, en cuanto recobrara la salud; en espera de que su madre viniera a recogerla, viviría en el asilo de Esmirna. No le dijo que su modesto patrimonio se le demediaría —el monasterio se quedaría con la otra mitad—, ni tampoco que las decanas y ella habían decidido proponer a las coristas que se opusieran a su readmisión en el cenobio, en el caso de que doña Maria Ninfa solicitara regresar a San Giorgio Stilita.

Pero Agata lo había entendido. Ansiosa por su traslado al asilo, del que las monjas hablaban con desdén, e insegura sobre la acogida que recibiría en Palermo, se sentía sola y destinada a una vida nómada entre institutos religiosos y parientes por quienes nunca llegaría a ser bien recibida. Añoró, antes incluso de haberla perdido, la vida monacal de San Giorgio Stilita y las amistades que se disponía a abandonar. Se sentía lista para que la visitara la vocación, pero era demasiado tarde. Aquella noche, mientras las demás estaban en Vísperas, hizo salir a Nina y a Sarina con un subterfugio y se escabulló de la celda para ir a su refugio favorito: una terracita del dormitorio deshabitado de las novicias, encerrado por altísimos muros, desde donde sólo se veía un cuadrado de cielo, inviolado territorio de los pichones. Su zureo, ensordecedor, tapaba los sonidos de la ciudad. Tras los primeros revoloteos frenéticos, la aceptaron y clavaron en ella sus ojos de alfiler, en espera de volver a ser los amos. Agata, en el centro de la terracita, miraba el cielo cambiar del azul a un blanco deslumbrante y después al rojo de un ocaso escondido y rezaba por sus hermanas de religión, convencida de que Dios la escuchaba. Ése fue su adiós a San Giorgio Stilita.

Al día siguiente estaba lista para irse. Doña Maria Giovanna della Croce le dio una estampa de san Juan de la Cruz. Sabían que era su último encuentro y que el afecto entre ambas no se extinguiría.

—El verdadero amor no conoce medida y carece de las preocupaciones de la contrapartida, es gratuito. Yo me entrego a ti, en nuestra amistad, sin esperar nada a cambio, al igual que he hecho con Dios —le decía.

—Pero el amor entre hombre y mujer es distinto, exige una correspondencia —observó Agata.

—Es un amor complicado, porque hay hijos de por medio. Pero también en este caso, si se pide un quid pro quo, no es auténtico amor —repitió doña Maria Giovanna della Croce—. Mi primer y único amor fue Jesús, desde que era niña. Pero me destinaron al matrimonio, porque mi hermana mayor se quedó coja y... —la monja se sonrojó—... y no era tan guapa como yo, según mis padres. Tuve que insistir y padecer para poder llegar a ser aspirante, y no me he arrepentido nunca. Yo vivo feliz, en este imperfecto monasterio, entregada a Dios.

En el momento de la despedida, doña Maria Giovanna della Croce la abrazó.

—Estás hecha para servir al Señor en el mundo. Si tienes una hija, reza para que tenga vocación, y no la disuadas. No lo olvides.

La carroza de la tía Orsola acompañó a Agata, sola, al asilo, no lejos de San Giorgio Stilita. Había colocado en el fondo del baúl todos los libros: hacía ya tiempo que no había vuelto a recibir ninguno y se preguntaba si su último billete, en el que no ocultaba su sensación de impotencia y de desesperación, habría podido irritar al inglés, que por ello había decidido no volver a mandarle nada. Se sentía abandonada por todo el mundo.

35

Junio de 1847.

En el asilo de Esmirna.

Agata puede salir por Nápoles. Recibe una carta de James

El asilo de Esmirna fue edificado en el centro de un populoso barrio de Nápoles, en torno a una capilla en la que se veneraba la imagen de la Virgen de Esmirna, que salvó a Nápoles de la peste de 1526 y de la de 1603. Tras la ocupación de los franceses le fue devuelto a la curia en malas condiciones y no volvió a ser restaurado. Con cuatro claustros formando una cuadrícula y un ingreso monumental, era un conjunto de austeros pasillos de bóvedas muy altas, a los que daban húmedas celdas. Albergaba a religiosas de distintas órdenes y categorías, que se alojaban en los dormitorios que circundaban cada uno de los claustros. Mojigatas y viudas de la pequeña burguesía no pertenecientes a ninguna orden monástica pero que habían abrazado los votos de pobreza y castidad ocupaban uno de los claustros; el que había al lado albergaba a monjas convalecientes o enfermas de mente procedentes de distintos monasterios napolitanos, que ingresaban allí para aliviar a sus hermanas del peso de cuidarlas o por un cambio de aires; en el tercer claustro vivían reas arrepentidas, mujeres perdidas o al borde de la perdición que, a través del torno, vendían sus bordados o lo que cocinaban. Agata se alojaría en el cuarto claustro, junto a un grupo de oblatas y otras monjas que por un motivo u otro no eran bien aceptadas en sus monasterios y no tenían adónde ir: rebeldes y destituidas, al límite de la locura.

Acostumbrada a la barroca elegancia y a la opulencia de San Giorgio Stilita, a Agata el asilo le causó una pésima impresión. El cochero había descargado sus baúles y la había dejado en el zaguán. La portera, una lega chabacana que gesticulaba mostrando unas manos sucias y uñas orladas de negro, le ordenó que llevara los baúles al segundo piso, donde se alojaría.

—No puedo. Pesan mucho —se quejó Agata—. Mándeme a dos personas forzudas que los suban por las escaleras.

—Yo no mando a nadie. ¡Tiene que buscar usted a dos criadas que se los echen a hombros, y previo pago! Si no, los baúles se quedarán ahí, y usted sabrá lo que hace —contestó la otra, y le hizo una mueca.

El mobiliario de la celda consistía en un catre con un colchón sucio y grumoso, una mesa con una silla y un cántaro. La bóveda tenía una mancha de humedad y el revoque resquebrajado caía sobre los ladrillos, junto a la cama. Chorros de luz entraban por una ventana a dos metros del suelo, consumiéndose sobre la superficie en sombra de la pared de enfrente y acentuando el contraste con la penumbra. Las otras monjas, muchas dementes, estaban encerradas en sus celdas; sus gritos retumbaban por los pasillos y, las raras veces que se cruzaban, eran contrahechas y espantosas. Las ocupantes de los distintos claustros usaban por turno el único refectorio que había; la comida era mala y las religiosas que leían la lección divina acortaban y modificaban los textos a su gusto.

La abadesa se había visto forzada por la curia a acogerla, y estaba descontenta del permiso que le habían concedido a causa de los Breves: una salida diaria de no más de tres horas, entre el alba y el ocaso, le parecía excesiva. Le hizo notar a Agata que en el asilo la vida era espartana y la disciplina rígida: quienes se retrasaban no eran admitidas hasta la mañana siguiente.

Agata no podía ir a visitar a ningún pariente ni recibirlos sin el consentimiento previo de su confesor, y el padre Cuoco todavía no había ido a visitarla. No tenía nada que hacer, aparte de acudir a la capilla para rezar sola y cuidar de sí misma: limpiar la celda, lavar sus cosas y cocinar, a menos que quisiera comer en el refectorio, previo pago. Junto a los libros, Agata se había traído los útiles de enfermera —vendas, alcohol, hierbas medicinales, ungüentos y tinturas—, pero poco o nada de lo que creía que tendría como dotación toda monja en el asilo. Tuvo que comprarse, por lo tanto, todas las pequeñas cosas que le hacían falta: jarra y palangana para lavarse, jabón suave, escoba y trapos para limpiar el suelo y todo lo necesario para cocinar y comer. Ahora comprendía por qué le estaba permitido salir cada día: tenía que hacerse la compra.

Desacostumbrada al clamor de la multitud y al ensordecedor estruendo de ruedas y voces en la ciudad, al principio Agata sintió miedo de las calles y del trasiego de gente; daba breves paseos por los lugares menos concurridos del barrio, deteniéndose en iglesias y oratorios para los rezos según los ritmos de la Regla benedictina, para regresar después al asilo y salir de nuevo, una vez repuesta. Tenía también miedo a que la reconocieran parientes o conocidos, y llevaba la capa azul turquesa de las canónigas de Baviera: vestida así, entraba en los mercados y, tras haber comparado precios y pensárselo mucho —sus ahorros estaban casi agotados—, compraba fruta, verdura, pan y, a veces, pescado frito.

A la salida de la iglesia había notado una aroma irresistible a pan; con la escasa calderilla que le quedaba le compró un panecillo muy muy caliente a un vendedor ambulante con una bandeja colgada del cuello que salía de un callejón. Agata quería comérselo enseguida, y para que no la viera nadie se metió rápidamente en el callejón. Se sentó en una piedra apoyada contra un muro ciego, en un ensanchamiento del callejón, que parecía deshabitado. Inmersa en sus pensamientos, masticaba la masa crujiente. Unos niños mugrientos y semidesnudos, varones y hembras, surgieron de la nada y tuvo que compartir el panecillo con ellos, distribuyendo laboriosamente porciones más o menos iguales. Los mayores los engullían de inmediato y les quitaban a los más pequeños sus trozos, de la propia boca incluso. Agata les gritó para impedirlo, pero todo acabó en un santiamén y los niños desaparecieron en sus agujeros negros. Ella lloraba quedamente. Notó algo húmedo en la mano, como la lengua de un perro, y se volvió de repente. Un niñito no mayor de dos años, desnudo del todo —con brazos, piernas y hombros en los puros huesos y una barriga hinchada como un odre con el ombligo que parecía querer desprenderse— le estaba lamiendo la palma de la mano en busca de migas que hubieran podido quedarse pegadas. Levantó la cabeza, atemorizado. Tenía el pelo rubio oscuro pegado a la cara y al cuello, y sus ojos legañosos carecían de expresión. El niño le agarró la mano y siguió lamiéndosela, primero por el dorso y después dedo a dedo.

Desde entonces, Agata ya no se atrevió a pararse. Caminaba sin pausa por la ciudad, llegando más lejos cada día en la vana búsqueda de lugares solitarios en el corazón de Nápoles. «Eso es», pensaba, «de esto hablan los que aspiran a una sociedad más justa. Es esto lo que han visto y lo que siguen viendo.» Cuando percibía desde lo alto, de lejos, la vida de la ciudad, sabía que por debajo, en la sombra, había una pobreza aparentemente irredimible. Había leído y leer había agudizado sus sentidos; a través de esos sentidos absorbía ahora la evidencia de la injusticia.

Agata le había mandado un billete a don Vincenzo, el administrador de su primo, para solicitar la herencia de la abadesa, que le hacía realmente falta: el asilo exigía por anticipado el pago de la renta por pensión y alojamiento, sus escasos ahorros no tardarían en agotarse y no tenía la menor idea de cuándo se le versaría su patrimonio. Le contestó su primo el príncipe en persona: don Vincenzo no sabía nada de esa presunta herencia, y le informaba de que su tía Orsola había muerto de repente y sin sufrir, la semana anterior, tras una partida de cartas; le había dejado tres ducados, que él había transferido a la abadesa de San Giorgio Stilita, a quien debía dirigirse.

Agata escribió inmediatamente a la abadesa, explicándole que aquella pequeña herencia le hacía falta porque el asilo exigía la renta. A la mañana siguiente, Nina, la criada de las compras de doña Maria Brígida, le trajo la respuesta de la abadesa. El parlatorio estaba ocupado; superando su vergüenza y su orgullo, Agata decidió recibirla en su celda. Fue conmovedor. Agata se había mantenido siempre a cierta distancia de las criadas, pero ellas dos se conocían bien porque las legas que debían atender a la tía en todo dejaban que Nina se encargara de los servicios más desagradables. Por primera vez, las dos mujeres se abrazaron y lloraron juntas. Nina le entregó la carta de la abadesa y después, a hurtadillas, mirando a su alrededor como si las manchitas negras de las humedades de la bóveda fueran otros tantos ojos clavados en ella, rebuscó en su cesta y sacó un paquete procedente de la librería Detken. Lo había encontrado semanas antes, entre las cosas destinadas a ser quemadas, que las criadas inspeccionaban una a una, en busca de cosas que aprovechar.

Una vez que Nina se hubo marchado, Agata se abandonó a un llanto irrefrenable: ahora estaba realmente sola y sin amigos. Abrió con ansia la carta. La abadesa sólo le mandaba cincuenta ducados; le explicaba que el cardenal le había concedido los Breves sobre la base de que cualquier herencia, así como el numerario, se dividiría a medias entre San Giorgio Stilita y el monasterio benedictino que la acogiera; de manera excepcional, y con el consentimiento del cardenal, le enviaba esos ducados. Agata miró a su alrededor, desolada —otro golpe que le infligía el cardenal—, y se topó con la mirada ofuscada de una salamanquesa aferrada con las ventosas de sus patitas al muro, emboscada muy cerca de ella.

Abrió el paquete: otra novela, The Monk. El título, El monje, le hizo sonreír. A saber quién lo habría elegido. Lo hojeó, como hacía siempre. Cada libro tiene su propia identidad y sus características, y Agata tenía un rito para conocerlo y amarlo. Primero lo miraba, observaba los letreros del lomo, el color y los dibujos del papel adherido en el interior de la cubierta, los caracteres y la intensidad del negro de la tinta. Palpaba, delicada y respetuosa, las páginas sin cortar, para sentir en la propia piel su pátina y grosor. Por último se pasaba el volumen de una mano a otra para acostumbrase a su peso, y sólo entonces iba por el abrecartas. Y chupaba los minúsculos retazos arrancados al abrir las páginas, como si fueran hostias.

Mientras cortaba las páginas con el cuchillo, su mirada iba cayendo sobre palabras y frases de los diálogos, sin entender de qué clase de libro se trataba. Había llegado poco más o menos a la mitad, cuando resbaló en su regazo una carta dirigida a ella. La escritura era distinta a la de la dirección del paquete, que Agata conocía perfectamente. La abrió, distraída, pensando que contenía una poco habitual hoja de fe de erratas, personalizada.

«My dear Agata:

»Le pido perdón si oso escribirle con este tono; si lo que estoy a punto de decirle le ofende, sepa que no era en modo alguno mi intención. Iré directo al grano y acepto la eventualidad de que prefiera usted que sea el silencio el que me dé la temida respuesta.

»La primera vez que la vi, hace diez años, tenía yo exactamente la misma edad que tiene usted hoy, veintidós años; había viajado por el mundo y estaba acostumbrado a luchar para alcanzar los objetivos que me proponía. Ya sabe que provengo de una familia de armadores y que nos dedicamos al comercio de azufre en el Reino de las Dos Sicilias. Tenemos casa en Nápoles, pero nuestras raíces siguen en Devon, donde se asentaron mis antepasados normandos. Le hablo de esto para aclararle que provengo de una familia de glorioso linaje, que gozo de un considerable patrimonio personal y que mi palabra de honor pone en juego el honor de mi estirpe.

»En septiembre de 1839 partí de Mesina hacia Nápoles, donde debía reunirme con Georgina, mi prometida, una muchacha apacible cuya familia había estado emparentada varias veces a lo largo de los siglos con la mía, a la que amaba y por quien era correspondido. Quise desafiar a la tempestad para respetar esa cita, y les acogí a usted y a su familia en la nave. Era el alba, después de la tempestad. Le oí cantar una canción de mi infancia; después la divisé apoyada en la puerta del camarote. Sacudidos por el viento y muertos de cansancio, conseguimos mantener una cumplida conversación propia de una reunión social, hasta que usted clavó su mirada en mí y, desnudando su alma, me habló con candor de usted, de sus afectos más queridos y de su familia. El viento la tenía clavada a la puerta del camarote y revelaba su cuerpo —piernas, caderas, vientre, pechos—; miraba usted hacia Oriente y los rayos oblicuos del sol acariciaban su rostro. La deseé. Cuando me habló de su enamorado, me sentí sacudido por una punzada de celos tan intensa que hizo que me tambaleara. Entonces comprendí que la amaba, más que a cualquier otra mujer en todo el mundo, y que sería para siempre.

»Mientras usted seguía el féretro de su padre, yo le revelaba a Georgina que amaba a otra; le di la posibilidad de romper nuestro compromiso. Ella se negó a devolverme la libertad; me dijo que se trataba de un simple capricho. Le imploré que se lo pensara bien y le hice notar que no sentía atracción física alguna por ella y que el nuestro no sería un verdadero matrimonio.

»Volver a verla a usted no me resultó difícil, me bastó con tratar con mayor diligencia a sus parientes. Cada breve encuentro confirmaba mi amor. Seguía los avatares de su vida a través de contactos y —lo admito— espías. Incluso antes del nacimiento de nuestro único hijo, la relación conyugal se había apagado, y así sigue. Georgina no goza de buena salud, y me siento responsable de ello: ha pagado un precio altísimo por no haberme creído. Vive en Francia y voy a visitarla cuatro veces al año. Nuestro hijo está en un internado. No tengo intención de faltar a mis deberes de mantenimiento en relación con ellos, ni quisiera humillarla por ningún motivo.

»Yo a usted la amo. Más que antes, si resulta posible. Ya no soporto esta vida de espera y celibato. Estamos hechos el uno para el otro. Pensamos de la misma manera —le gusta a usted más Pamela que Clarissa—, creemos en la monarquía constitucional más que en la república, nos reímos de las mismas cosas, tenemos los mismos gustos, nos ofuscamos en los mismos pensamientos. Todo ello lo he sacado de sus comentarios a los libros que le envío y de las notas que me ha mandado recientemente.

»Le ofrezco y le doy mi palabra de honor de que contará para siempre con mi amor, con independencia económica y con la vida que desee, dónde y cómo quiera. Estoy dispuesto a trasladarme a Sicilia, a permanecer en Nápoles o a ir a cualquier otro país que usted escoja. Quiero su felicidad y la mía. E hijos, de usted, que no estarían en desventaja ante su hermano mayor.

»No le ofrezco el matrimonio.

»Me pregunto, sin embargo, qué significa "matrimonio", ante los ojos de usted y ante los míos, más que una promesa entre dos personas para amarse y respetarse con exclusión de otros, y para criar una familia juntos. No le hice una promesa semejante a Georgina. Estoy más que dispuesto a hacérsela a usted. Usted también contrajo un matrimonio contra su voluntad, con Cristo; tomó usted el velo para contentar a su familia y evitar lo peor. Carece usted de vocación. Un "matrimonio" entre nosotros dos sería bien visto por Dios, en cuanto que es el único querido y pensado.

»No me cabe la menor duda de que mis sentimientos podrían ser correspondidos por usted, y tal vez lo sean realmente. Para estar cerca de usted, he aceptado un cargo diplomático entre nuestros respectivos gobiernos; a veces me llaman de Londres o tengo que viajar a Sicilia. En el futuro, mis intereses me llevarán a Inglaterra, a menos que reciba una respuesta por su parte, que le exhorto a hacerme llegar lo más rápido que pueda pero no antes de leer la novela que le he mandado.

»Es sanguínea y carnal. Como la relación que quiero entablar con usted.

»Siempre suyo,

»James.»

Agata lloraba. Había padecido a causa de la falta de los libros ingleses que él le mandaba, y ahora entendía el porqué. Él había tomado su silencio como un rechazo. Nunca había pensado que pudiera amarlo, y ahora, como en un mosaico, reconstruía su personalidad a través de sus gustos literarios, y sentía que todo se le revolvía en su interior. Exhausta, se quedó dormida con la carta en la mano.

La monja y el capitán
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