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Julio de 1847.
La portera del asilo de Esmirna niega
la entrada a Agata por llegar tarde
Agata echaba de menos el coro, el olor a musgo de la madera encerada, el denso frescor que entraba por las ventanas abiertas, las vaharadas de incienso, la ritualidad, el canto y los silencios. El salterio cantado se había convertido en parte de su propio ser. En esos momentos, llegaba incluso a desear la clausura, para reconsiderarlo después, sonrojándose ella sola ante su dependencia de los sentidos. Una tarde, devorada por el anhelo de su coro, se acercó a la iglesia de San Giorgio Stilita; tomó asiento en la última fila, en la penumbra, para que nadie notara su presencia. Desde allí se uniría a sus hermanas. Aguardaba la hora de Vísperas en el silencio de la iglesia vacía. De repente, se oyeron unas pisadas. Tres hombres altos y con trajes de buen corte estaban haciendo una visita a la iglesia empezando por las capillas laterales, guiados por el más joven. Éste se dio la vuelta y con un amplio gesto del brazo les señalaba a los otros el coro por encima del portal. Agata reconoció su barba rubia: era James Garson. Le dio la impresión de que sus miradas se cruzaban. Él continuó con su recorrido, como si no la hubiera reconocido. Ella se tapó el rostro con las manos y siguió con sus oraciones.
Lo miraba de reojo entre los dedos. James había vuelto al transepto y miraba el comulgatorio. En aquel instante, Agata sintió como una especie de sacudida: él pensaba en ella con una intensidad casi animal, que ella no entendía pero a la que correspondía instintivamente. Después James se reunió con los otros dos y juntos se encaminaron hacia la salida, despacio, para admirar una vez más la riqueza de la decoración. Entonces él la reconoció. Sus miradas se cruzaron durante un instante; Agata se sonrojó y bajó la cabeza precipitadamente: rogaba a Dios que le permitiera entender sus sentimientos hacia James.
Empezaban las Vísperas.
Agata tenía el oído fino y escuchaba el crujido de los pasos de las monjas que se preparaban para la oración en el coro. Los escasos fieles estaban concentrados en los primeros bancos.
—«Oh, Dios, ven a salvarme, Señor, no tardes en acudir en mi ayuda» —entonaba doña Maria Asunta, y Agata, desde su escondrijo debajo del coro, como las demás coristas, permanecía sentada y entonaba el salmo, después se levantaba en la Gloria y, como ellas, agachaba la cabeza ante la palabra «padre». Al final de la Gloria empezaban a cantar el himno del día, el Magnificat:
Magnificat anima mea Dominum,
et exultavit spiritus meus in Deo salutari meo;
quia respexit humilitatem ancillae suae,
ecce enim ex hoc beatam me dicent omnes generationes.
Como si estuviera con sus hermanas en el coro, Agata veía encaminarse hacia el atril para leer a una de sus primas Padellani. Reconoció su voz. Después, el silencio seguido por el responsorio, antífona al canto de Maria, intercesión y el Pater noster. Agata alimentaba su alma en la oración coral y le pedía a Dios que le señalara la senda que debía tomar. Rezaba con tal intensidad que no se dio cuenta de que las Vísperas habían concluido y de que la iglesia se había quedado vacía. Los pasos arrastrados del sacristán la devolvieron a la realidad, y se escabulló de allí antes de que la reconociera.
Ya era tarde. Buscando un atajo tomó por la calle equivocada y se perdió en medio de los callejones. La hora en la que los trabajadores regresaban a sus casas ya había pasado. Mal iluminadas por los faroles que ardían delante de las hornacinas de los santos, las callejuelas de los sótanos estaban abarrotados de las muchas personas que no tenían adónde ir: un pueblo de hombres, mujeres y niños sin rostro, harapientos, mendigos, trapajosos, ambulantes. Caminaban sin pausa, con la lentitud de quienes no saben adónde ir, ni lo que será de ellos cuando las luces del alba los despierten. Agata se había tapado la cabeza con la capucha. Pero no hacía ninguna falta. Nadie se fijaba en ella.
Entró en un recoveco colonizado por un grupo de miserables. Acurrucados en el suelo, comían en círculo una sopa y algo seco que había quedado o habían recogido de una mesa de ricos. Los ancianos con los niños aferrados a sus piernas y los enfermos estaban sentados en sillas o tumbados en jergones. Había quien la miraba sin hacerse preguntas. En algunos tugurios, acabada la comida, las mujeres barrían la suciedad fuera de la casa, hacia las losetas de piedra de la calle. De vez en cuando rompía esas chácharas el sonido de la ronda, el de las botas de la policía o del ejército.
En los callejones, la noche no era muy distinta al día. Carros de verdura altos como torres caracoleaban entre los peatones y amenazaban con arrollar las sillas que se hallaban delante de las puertas de las casas, con arrancar la ropa tendida. Los balcones estaban atiborrados de cacerolas y recipientes de las más extrañas formas, cajas, sillas rotas sobre las que dormitaban los viejos, había niños semidesnudos que entraban y salían de los tugurios y cestos para la compra esperando a ser izados, aunque en lugares como ésos no se compraba, se robaba.
Agata no tenía en los ojos más que la imagen de James, de su barba dorada, tan hermoso como el Cristo de la Escalera Santa de la sala del comulgatorio. Bajo una hornacina con la efigie de la Virgen —mirada hacia el cielo, sonrisa diáfana—, lo que en la distancia le habían parecido dos niños se revelaban como dos adolescentes enamorados. La joven estaba con los hombros apoyados contra la hornacina y las faldas arremangadas; un chico harapiento, jadeante, la estaba montando. Agata bajó los ojos; al pasar miró de reojo sus pies descalzos: los de ella eran ligeros y encogidos, como si levitara; los de él, de puntillas y apremiantes. Los envidió.
Por fin llegó a una calle con tráfico. La fachada del asilo de Esmirna ocupaba una manzana entera —tres hileras de ventanas negras con doble reja y el enorme portal renacentista— y parecía el telón de fondo de un escenario.
Agata llamó al portal: no hubo respuesta. Los escasos transeúntes la miraban de reojo, sin saber si intervenir. Llamó una y otra vez. Desde lo alto, se oyó la voz de la portera:
—La señora abadesa dice que ya lo sabía usted: quien no llegue antes de la hora prescrita tendrá que volver a la mañana siguiente.
Presa del pánico, Agata suplicó; después, con la soberbia de los Padellani la conminó a abrir la puerta amenazándola con acusarla ante el cardenal; ante el silencio de ésta, volvió a suplicar. Al final, tuvo que rendirse: le tocaba esperar allí hasta que llegara la mañana. Sentía miedo. Las sombras de la noche se adensaban; los desesperados emergían de los sótanos y las carrozas nobiliarias aceleraban el paso. Con los hombros encajados en el rincón que quedaba entre el portal y el estípite, Agata miraba a su alrededor y repetía mecánicamente los Ave y los Pater para invocar la protección divina.
Pisadas de cascos de caballos, rechinar de hierros de ruedas en el adoquinado. La voz de la abadesa, que desde lo alto preguntaba «¿Qué excusa va a contarme esta vez?», resultaba inaudible.
Aplastada contra el portalón del asilo, Agata jadeaba. La oscuridad empezaba a quedar rota por el alba. Maullidos de gatos, chirriar de carretas, cantos de gallos en jaulas. En los centenares de veces que intentó revivir aquella noche, Agata no fue capaz de reconstruir la secuencia de las emociones ni de lo sucedido.
No recordaba si, en la carroza, James le había tomado la mano para apoyarla sobre su mejilla o para besársela; no recordaba si había sido ella la que reclinó su cabeza velada sobre su hombro o si fue él quien le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí.
No recordaba cuándo se había percatado de que la carroza se estaba dirigiendo al puerto, ni cuándo había visto el velero amarrado en el muelle, ni tampoco cuándo había entrado la carroza en él, encaramándose por una pasarela de la anchura de una vereda.
No recordaba cuándo ni dónde, ya en el velero, habían comido unas galletas saladas con aceitunas, ni tampoco si en realidad habían comido pan y queso.
No recordaba quién de los dos había empezado a hablar de los libros que él le mandaba y ella leía. No recordaba cuándo habían empezado a hablar de ellos mismos: cuanto más contaba uno, más bebía el otro sus palabras, más crecía en ambos la urgencia de conocerse por entero.
No recordaba quién de los dos había desprendido el alfiler que sujetaba su velo y se lo había quitado, quién había soltado el lazo de la cinta que le ceñía el griñón alrededor del rostro ni quién había tirado de la redecilla en la que estaban encerrados sus cortos rizos.
No recordaba si fue ella la que le quitó la chaqueta y la que le desabrochó uno a uno los botones de madreperla de la camisa.
Y recordaba poco o nada lo que sucedió después, cuando parecían adheridos el uno a la otra, como los perros, excepto que le había parecido del todo normal, adecuado y conforme a la voluntad de Dios, que ambos se amaran carnalmente, de la misma manera simple y gozosa con la que se habían reconocido como amantes y glorificaban su amor.
Lo único que Agata recordaba a la perfección era el intercambio de palabras, poco antes del alba, cuando llegó el momento de despedirse.
Le dijo con la muerte en el corazón que era demasiado tarde para una vida juntos; él le contestó, decidido:
—Para nosotros dos nunca será demasiado tarde. —Y le puso entre las manos su librillo de poemas de Keats, con anotaciones a lápiz.