37
Agosto-octubre de 1847.
El terrible castigo de Agata enamorada:
el aislamiento
—La señora abadesa quiere verla.
La lega abrió la puerta. Era como si la abadesa hubiera estado al acecho en la portería; se le apareció delante mientras recorría la primera rampa de las escaleras, y subió junto a ella declamando con voz atronadora y trastrabillada:
—Hoy mismo hablaré con el vicario general. Tú de aquí no vuelves a salir, y si sales es para no volver.
Y a continuación recorrió los últimos escalones de dos en dos; una vez que llegó a la segunda planta, desapareció.
Encerraron a Agata y no se le dijo cuánto tiempo permanecería así. Le llevaban la comida a la celda —pan, sopa, una fruta a veces— en silencio, y le daban el agua necesaria para beber y lavarse con un trapo húmedo. Se veía obligada a llevar siempre la misma ropa. Cuando barría y quitaba el polvo a la celda, la suciedad quedaba acumulada en un rincón. El hedor se había convertido en olor a moho. Una criada tenía el cometido de cambiarle el cántaro una vez al día; del resto de la limpieza, nada. De día, moscas y hormigas se hacían con todo lo que encontraban; por la noche, las cucarachas salían de sus madrigueras y pastaban en la mugre, observadas por los ratones que, desde lo alto del alféizar, asomaban curiosos los hocicos antes de pasar a la celda sucesiva por la cornisa. Se había acostumbrado al deterioro, pero sufría por la falta de luz, a causa de la cual sólo podía leer durante las horas en las que el sol daba sobre el muro. Había decidido releer, en el orden en el que los había recibido, los libros que le había mandado James, intentando comprender cómo y por qué los había escogido. A veces creía encontrar un hilo conductor, y entonces se sentía más cerca de él y lo amaba aún más. Durante el resto del tiempo rezaba intensamente por ella y por James, y se quedaba dormida a menudo. Al no hacer ningún ejercicio físico, y con la escasa comida que recibía, se dejaba llevar a un consolador letargo. Entonces cerraba los ojos y escuchaba los ruidos de la ciudad. Poco a poco, le venían a la cabeza las palabras de un poema que James le había recitado:
O soft embalmer of the still midnight!
Shutting with careful fingers and benign
Our gloompleased eyes, embower'd from the light,
Enshaded in forgetfulness divine;
O soothest Sleep! if so it please thee, close.
In midst of this thine hymn, my willing eyes.
Había aprendido que también la vida ciudadana tiene su propia escansión del tiempo. La mañana era el momento del trasiego de los campesinos, pescadores y hortelanos que traían alimentos para saciar el hambre de la ciudad: escuchaba el chirriar de las carretadas de gallinas, el ansioso zureo de los pichones enjaulados, y el tintineo de los cencerros de las cabras con sus ubres repletas de leche. Después llegaban las voces de los vendedores ambulantes y de los artesanos —el afilador, el zapatero— y de quienes instalaban sus tenderetes sobre un trapo en el suelo o en una mesita, para vender de todo: fruta, verdura, agujas, hilos, botones, tijeras, velas, barajas de cartas; todos ellos voceando y ensalzando su propia mercancía. Más o menos a la misma hora pasaban los guardias y los soldados; el batir rítmico sobre las piedras retumbaba en la celda. Los cascos de los caballos de las carrozas de los señores la ponían inmensamente nerviosa: siempre pensaba que era James y se imaginaba que él se asomaba con la esperanza de verla, sin saber que estaba encerrada. Entonces le entraba a Agata el ansia por mirar afuera. Se subía a la cama: desde allí, a través de las rejas de la ventana, veía el convento de enfrente y un recuadro de cielo entre los dos edificios en el escorzo de la calle. A veces, una paloma o hasta una gaviota surcando el cielo.
Tres semanas más tarde, la abadesa fue a su celda. Olisqueó el aire fétido y después le dijo que el cardenal seguiría algún tiempo en Roma; Agata debía esperar y, entre tanto, no se le permitiría ningún contacto con el exterior.
Temiendo no volver a ver a James, empezó a sentir de nuevo rechazo hacia la comida. Se despreciaba por recurrir al arma del débil —la violencia mal dirigida, porque iba contra ella misma—, pero no podía hacer nada: si comía, vomitaba después. Permanecía acostada imaginándose que hablaba con James. Él le había dicho que la conversación entre ambos empezó durante la travesía de Mesina a Nápoles, por más que ella entonces no se diera cuenta; no se interrumpiría hasta que volvieran a verse, para no separarse nunca más. Agata así lo creía. Con todas sus fuerzas.