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11 de mayo de 1840.

Ingreso de Agata en el monasterio de San Giorgio Stilita

Era el 11 de mayo de 1840. Agata se estaba vistiendo por última vez en la habitación que durante nueve semanas había sido la suya en casa de la tía Orsola. Miraba desconsolada la cama de hierro forjado, la mesilla de caoba redonda con el pie en forma de columna, la toilette con espejo regulable y la chaise-longue que le habían hecho compañía en los momentos buenos y en los malos. Se abrochó el corpiño y se ajustó el peinador sobre los hombros para acabar de arreglarse el pelo. Se lo había rizado con sus habituales bucles, aunque algo más anchos. La madre había entrado en el cuarto sin hacer ruido y la observaba desde la puerta.

—¿Es que te has vuelto loca? ¡Mira que ir al convento con el pelo rizado!

Debía hacer su ingreso en el monasterio con el pelo liso, su tía la abadesa había insistido. Por una vez, Agata no obedeció; le hizo notar que sólo estaría allí dos meses, no como aspirante ni tampoco como postulante. Se dejaría el pelo tal como lo tenía. Por toda respuesta, su madre, tras agarrar el peine, se lo alisó con bruscos tirones. Agata estaba a punto de detenerla cuando vio por el espejo una lágrima en el rostro de la madre y dejó caer la mano. Sin apartar la mirada de la imagen reflejada en el espejo, Agata asistía a la destrucción de sus rizos. Dejó que su madre le retorciera el pelo en un moño y se lo fijara en la nuca, y mientras la miraba contenía las lágrimas con dificultad. Fue entonces cuando sus ojos empezaron a inyectarse de sangre. La madre se había traído un velo negro, por precaución, y tras prender cuidadosamente horquillas y pinzas, lo posó sobre la cabeza de Agata, tapándole el rostro en silencio.

El almirante Pietraperciata, que tenía excelentes contactos en la curia, y Ortensia, la mujer del primo príncipe, acompañaron a las dos mujeres al monasterio de San Giorgio Stilita. Agata se había despedido de su tía Orsola y del personal de servicio sin emoción alguna. En cuanto entró en la carroza, dio rienda suelta a los sollozos y en semejante estado llegó al monasterio.

Era como si la abadesa y las dos monjas que las esperaban supieran que Agata llegaría bañada en lágrimas. Las monjas fueron por ella, le quitaron el chal y el velo sin darle ni la posibilidad de protestar y la arrastraron sujetándola de los brazos a través de la sala del Capítulo, las habitaciones de paso y la breve rampa de escaleras, hasta llegar al coro. Allí la obligaron a arrodillarse delante de la barandilla de madera dorada que daba a la nave de la iglesia. Agata apoyó la frente contra la madera sin dejar de lagrimear.

—¡No llores y mira qué maravilla! —le dijo una.

—¡Da las gracias al Señor, que te ha traído a un oasis de salud! —añadió otra.

—¡Ingrata! —masculló una tercera, viendo a Agata renuente.

El aroma a incienso ascendía denso y punzante desde el altar mayor. Abajo, los losanges blancos y azules del pavimento de mayólica de la iglesia relucían, al igual que los dorados de las paredes de estuco y de las cornisas. Agata le pedía a Dios que le diera fuerzas para permanecer en aquel lugar los dos meses pactados, y poco a poco se fue calmando. Hizo ademán de levantarse y se vio rodeada. Unas le preguntaban si le había gustado el coro, otras se congratulaban con ella por la boda de su hermana, las de más allá le preguntaban por su edad y muchas otras le planteaban la retórica pregunta:

—¿Quieres hacerte monja? ¿Quieres hacerte monja?

Las dos guardianas la arrastraron fuera del coro sin darle la oportunidad de contestar. La abadesa la estaba esperando.

El saloncito de la abadesa, redecorado en el Barroco, estaba repleto de muebles, cuadros y adornos: en el sucederse de abadesas, cada una había querido dejar un signo tangible de su propio paso. Agata se había recuperado con la limonada y las galletas que le habían ofrecido.

—Vamos, despídete de tu madre —le dijo dulcemente la abadesa—. Ahora llamo a dos novicias, que pertenecen a los Padellani de Uttino y son parientes nuestras, para que te lleven a dar una vuelta. Después me reuniré contigo para enseñarte el resto del convento.

Las monjitas eran primas hermanas y se parecían como dos gotas de agua: rostro oliváceo, nariz aquilina y labios estrechos. Tenían la misma voz, baja y estridente. Empezaron la visita por el claustro, al que se accedía por un enorme portal de madera tallada. Rectangular y dividido en dos cuadrados —jardín uno y huerto el otro— por una exedra decorada con estucos y estatuas de creta, a esas horas el claustro parecía desierto. Cuatro parterres simétricos inscribían la fuente monumental, redonda y de mármol blanco con máscaras, delfines y caballitos de mar, que dominaba el jardín. Delante de ésta y vueltas hacia el visitante, dos estatuas de Cristo y de la samaritana —a tamaño superior al humano e inclinados el uno hacia la otra, el uno listo para avanzar y la otra zalameramente reservada, como sorprendidos en plena conversación galante—, carecían por completo de espiritualidad y eran mucho más apropiadas para un palacio o para una quinta aristocrática.

Todo era grandioso, muy adornado, rico. Los pasillos, de arcos de traquita y con bóvedas de crucero, sostenían amplias terrazas de mayólica a las que daban los ventanales de las luminosas celdas de la primera planta, las más requeridas. Las celdas de la segunda planta tenían ventanales igual de grandes, pero sólo disponían de un estrecho balcón. En el huerto, por detrás de la elegante exedra, crecían naranjos, limoneros y otros árboles frutales; en los parterres se cultivaban verduras, hortalizas, hierbas aromáticas y medicinales.

Mientras acompañaban a Agata en su paseo, las dos muchachas chismorreaban acerca de los clérigos y confesores con el mismo lenguaje que sus primas las Tozzi empleaban para referirse a sus cortejadores.

De repente, sonó la campana de Tercia. Las monjitas enmudecieron. El claustro se llenó de figuras vestidas de negro; aparecían por cada escalera y puerta y se deslizaban con leves murmullos por los corredores porticados, los sobrepasaban y se metían rápidas por la puertecilla de madera que llevaba al comulgatorio de la planta inferior. Agata quería quedarse sola; aprovechó la oportunidad y se ofreció para esperar a sus guías en el claustro, mientras éstas acudían a Tercia con las demás.

—No importa, podemos seguirla desde aquí —la tranquilizaron las dos, y abrieron las hojas de una de las seis puertas en arco que daban al lado sur del claustro: por allí se accedía a un cubículo con ventana de reja y asientos laterales, desde donde se veía la nave central y el altar mayor. La iglesia de San Giorgio Stilita, vista desde lo alto, era magnífica. Los cuadros de las capillas de enfrente, los estucos, las volutas, los angelotes y las coronas de flores y frutas de color blanco y oro sobre las pilastras y las paredes parecían muy cercanos, mientras que el altar de mármol blanco, iluminado por ocho candelabros de plata, era como una isla de luz. Agata contuvo la respiración. En los asientos de piedra, las novicias seguían las plegarias compungidas.

De regreso, las monjas se detenían para saludar a Agata. En su mayor parte eran jóvenes y alegres. «¿Quieres hacerte monja?» era de nuevo la pregunta que estaba en boca de todas, y ante el reiterado «no» de Agata, a veces inmediato, a veces rápido, a veces acompañado por meneos de cabeza, otras veces duro y seco, reían añadiendo que no tardaría en cambiar de idea. Cuando pasó la horda, Agata sentía sus mejillas ardiendo. Las monjitas le contaban que habían entrado juntas en el monasterio, a la edad de ocho años, y que se encontraban muy a gusto, pero no añadieron nada más, porque la abadesa se estaba acercando y con un simple gesto de la cabeza les había ordenado que se alejaran.

—Empecemos por las cocinas —decretó la abadesa y se le colgó del brazo; Agata se lo ofreció y se sintió perfectamente cómoda con la hermana de su padre. Las dos eran de la misma altura, una más fina y la otra más gruesa, pero sus pasos se acompasaron de inmediato.

Detrás de un granado había varios talleres; en uno se molían distintas clases de harina y en el otro se amasaba. La primera sala de las cocinas era una sucesión de hornos de leña, numerados e idénticos. En la pared más pequeña había dos hornos de dimensiones distintas, ambos mucho más grandes que los demás. En una piedra del muro dejada al descubierto estaba esculpida una frase escrita con caracteres irregulares: «La segunda semana de diciembre no se hace pan: el horno grande y pequeño es de la señora abadesa». La abadesa se la señaló a Agata, era una inscripción del siglo anterior, y añadió, con tono ligero:

—¡Se ve que ya entonces no obedecían a la abadesa, si la pobre tuvo que esculpirlo en una piedra! —Después se puso seria—: Trabajo y oración, ésa es la vida de las benedictinas. Aquí nuestro trabajo consiste en preparar pasteles para venderlos o regalarlos. Es una tarea pesada si se hace en serio y como se debe. —En los ojos de la tía brilló un rayo—. Cuando era más joven me reservaba todos los hornos para cocinar las pastieras13 para los parientes.

Cruzaban la sala del Capítulo para ir al coro. La abadesa le explicaba que las monjas se gobiernan ellas solas y que ése era en cierto sentido su parlamento: allí tenían lugar las deliberaciones acerca de las admisiones, como la suya, con votaciones de escrutinio secreto. Después añadió con orgullo que en los tiempos en los que los monasterios masculinos y femeninos coexistían separados en los mismos edificios, era la abadesa la que mandaba sobre el abad y no al revés.

Esa segunda visita al coro causó una gran impresión a Agata. Era una enorme sala cuadrada, con el pavimento de mayólica y edificada sobre el pórtico de la iglesia, con el que se comunicaba a través de la reja dorada de madera en forma de rombos, embellecida por pequeñas volutas que reproducían motivos florales: al igual que la del parlatorio, la reja de madera hacía invisibles a las monjas ante la congregación y les impedía, fragmentándola, la vista completa de la iglesia. Los escaños dispuestos en dos órdenes estaban taraceados con maderas preciosas y podían acoger a doscientas monjas. En el centro estaba el estrado de la abadesa, quien observaba complacida el estupor de su sobrina ante tanta grandiosidad.

—Yo le doy gracias a Dios por ser monja —dijo—. Aquí se canta el Salterio entero todas las semanas. Todos los días se elevan las loas al Señor, empezando por los Oficios nocturnos y siguiendo con los Laudes, las oraciones de Prima, Tercia, Sexta y Nona, las Vísperas y, por último, Completas.

En aquel momento empezó a sonar la campanilla y las monjas —con los brazos cruzados, la mirada baja, la cogulla con mangas amplias— tomaban asiento silenciosas en los escaños. Aplastada contra la pared de la pila, Agata las observaba. A una señal de la abadesa, las monjas dieron comienzo a su canto vocal con una única voz pura, clara, incorpórea. Rostros rugosos y frescos, enjutos y rollizos, todos diáfanos e impasibles. Con los ojos clavados en el centelleo de los dorados y plateados del altar, labios suaves que se abrían y cerraban al unísono como bocas de corales, era un canto maravilloso. Agata se sintió desilusionada cuando las monjas empezaron a desfilar para salir del coro de dos en dos, tan silenciosas como habían entrado: inclinaban la cabeza delante de la abadesa y después hacían una genuflexión en dirección al altar en lo bajo.

La abadesa la condujo por las galerías que, arrancando del coro, recorrían por debajo del tejado todo el perímetro de la iglesia: eran pasillos estrechos, que recibían luz de dobles cupulinos abiertos en el techo. En la pared que daba a la nave se abrían cubículos con rejas de madera dorada desde donde podían asistir las monjas a la misa y disfrutar de una vista plena de la iglesia. En los muros externos, en cambio, las abadesas pertenecientes a las familias de las sedes de Capuana y de Nido habían construido pequeños altares enriquecidos con bordados, objetos de plata, esmaltes, estatuillas, cuadros y crucifijos de uso personal, y de esta vacua manera remachaban la potencia dinástica de la familia de cada una de ellas. Aquellos luminosos y aireados pasillos no parecían un lugar de oración, sino de añoranza: desde allí, sola y sin ser vista por la congregación, la monja patricia recordaba los afectos de su familia y se sentía torturada por la vida mundana. La tía abadesa le enseñaba los altares de las otras abadesas de los Padellani y se explayaba en relatos acerca del poder de la familia y de la piedad de sus antepasadas. Agata sudaba y le ardían los ojos, como si le hubieran entrado granitos de arena traídos por un siroco que bajara por los cupulinos del techo y la envolviera, inmovilizándola. En aquel momento y por primera vez, Agata percibió, como si fuera corpórea, la altiva soledad de la clausura.

La monja y el capitán
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